Sobre las nueve y media de la mañana
del día de Todos los Santos del año 1755, a unos doscientos kilómetros del Cabo
de San Vicente, en Portugal, se produjo un terremoto cuya magnitud, desconocida
en aquellos tiempos, tuvo que ser muy superior a la inmensa mayoría de temblores de tierra que hasta la
fecha se hubieran producido y registrado.
El sismo se notó en toda la mitad
occidental de la Península Ibérica, en donde produjo daños de consideraciones
diversas en edificios desde Salamanca hasta Málaga, pero sobre todo, el
maremoto que vino a continuación produjo olas de hasta veinte metros de altura
que llegaron desde las costas de Marruecos, hasta Gran Bretaña y las Antillas,
produciendo más de cien mil muertes y destruyendo la ciudad de Lisboa, la que
más sufrió y que por eso dio nombre al desventurado suceso.
A esas olas enormes, producto de cataclismos anteriores se las conoce
con el nombre japonés de “tsunami”
que quiere decir ola en la bahía, más que por su verdadero y científico nombre
que sería maremoto, como antes se ha empleado.
La mayoría de estos maremotos son
producidos por movimientos sísmicos que producen grandes desplazamientos de
agua en el fondo del mar y como consecuencia un movimiento de la misma
produciendo grandes olas, pero existen otras causas, como más adelante se verá.
A lo largo de la historia ha habido
grandes maremotos, el primero de los cuales está registrado alrededor del año
1650 antes de nuestra era y que ocurrió en el centro del Mediterráneo, en la
isla de Santorini. Éste no fue de origen sísmico, sino a consecuencia de la
explosión de un volcán que dejó hueca la isla que cayó sobre sí misma,
produciendo olas de entre 100 y 150 metros de altura.
Se puede consultar mi artículo,
publicado hace ya varios años en esta dirección: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-isla-de-santorini.html
Pero anteriormente, entre 1.500 y
2.000 años antes de nuestra era, el Golfo de Cádiz fue objeto de maremotos que
alcanzaron hasta quince kilómetros dentro de la costa, lo que supone olas de
más de treinta metros.
En agosto de 1883, explotó el volcán
de la isla de Krakatoa, en el Océano Índico, desapareciendo casi la mitad de la
isla y produciendo un maremoto con olas de hasta cuarenta metros y que se cobró
la vida de más de veinte mil personas.
Y ya en nuestro siglo las
informaciones son mucho más concretas, sobre todo a partir de que se empezara a
medir la intensidad de los terremotos según las escalas de Mercali o de
Richter.
En 1908 un sismo en el mar, al sur de
Italia, en el llamado Estrecho de Mesina, produjo un “tsunami” que arrasó parte de la isla de Sicilia y la región
continental de Calabria, produciendo casi cien mil muertes.
En la memoria de algunos que ya somos
mayores, está el terremoto de Chile del año 1960, que fue de una magnitud casi
desconocida hasta la fecha, llegando hasta los 9,5 grados en la escala de
Richter. Como consecuencia se produjo un maremoto que devastó islas y ciudades
del Pacífico situadas a más de diez mil kilómetros.
La fuerza destructiva del maremoto es
la mayor de las que la propia Tierra puede desencadenar, a la que casi seguro
que solo puede aventajar la colisión de un enorme meteorito que, caso de
hacerlo en el mar, también provocaría un maremoto.
Tsunami de Indonesia
Como se ve en la fotografía, toda una
pared de agua de treinta metros va a arrasar la zona de casas bajas, en el
maremoto de Indonesia.
Afortunadamente, las leyes de la
física juegan a favor de la naturaleza y de la humanidad porque cuando se
produce una ola gigante en aguas muy profundas, esta se desplaza con una
velocidad cercana a los mil kilómetros a la hora, pero conforme la profundidad
va descendiendo, también lo hace la velocidad, si bien aumenta la altura de la
ola, hasta que al llegar a las costas, donde la profundidad no supere los diez
metros, su velocidad se ve reducida a cuarenta kilómetros a la hora, aunque por
el contrario su altura puede alcanzar fácilmente los cuarenta metros.
A pesar de lo que se dicho hasta
ahora, sobre la potencia destructiva de los maremotos, es curioso que la ola
más alta de las que se tiene registrada solamente acabó con la vida de dos
personas.
El hecho fue muy singular y merece la
pena describirlo.
Todo el Pacífico es una tierra
volcánica y muy afectada por terremotos, alguno de los cuales, como el de Lima
de 1674 debió llegar a los nueve grados en la escala Richter, otros como los
que se han mencionado, fueron también devastadores. Pero esos enormes
cataclismos levantaron olas de un máximo de cuarenta metros, sin embargo la ola
más grande llegó hasta los quinientos veinte metros.
En la costa sur de Alaska se encuentra
una extensa bahía, en la que confluyen tres grandes glaciares, el mayor de los
cuales, el Lituya, da nombre a la bahía. La bahía es muy profunda pues tiene
casi quince kilómetros de largo, por tres de ancho y la boca por la que se
comunica al Pacífico es, sin embargo, muy estrecha.
Pasadas las diez de la noche del día 9
de julio de 1958, comenzó un sismo que alcanzó los 8,3 grados en la escala de
Richter y que persistió por espacio de dos largos minutos.
Como consecuencia del fuerte
movimiento de la tierra, del glaciar Lituya se desprendieron treinta millones
de metros cúbicos de hielo, piedras y tierra que cayeron violentamente sobre
las aguas del fondo de la bahía.
De inmediato se formó una gran ola que
se desplazó hacia la entrada de la bahía a una velocidad vertiginosa.
Afortunadamente aquella zona, de clima
extremadamente frío y que forma el Parque Nacional de la Bahía del Glaciar,
está deshabitada, pero es muy buen lugar para le pesca, por lo que aquella
noche de verano había tres embarcaciones pescando en sus aguas, curiosamente
las tres compuestas por matrimonios, lo que por otro lado es bastante frecuente
en Alaska.
Dos de las embarcaciones se salvaron
milagrosamente del enorme “tsunami”
que se formó, pero la tercera fue literalmente aplastada contra la costa.
Bahía de Lituya tomada de
Google
Las expediciones que posteriormente se
desplazaron a la zona para examinar la magnitud del cataclismos, comprobaron
que la ola había alcanzado una altura de quinientos veinte metros.
Aunque parezca poco creíble, la altura
a la que el mar puede llegar es fácil de determinar por la salinidad que queda
en el terreno, incluso muchos años después de haber ocurrido y por eso, la
altura que se estableció para la gran ola de Lituya, es incuestionable a la vez
que sorprendente, pues una pared de agua de más de medio kilómetro de altura,
no deja de ser un espantoso y sorprendente espectáculo.
Afortunadamente dos circunstancias
contribuyeron a minimizar los efectos de la catástrofe: primero que la zona
estaba despoblada lo que contribuyó a que no hubiera víctimas humanas, aunque
la fauna del lugar debió sufrir las consecuencias; y segundo que la bahía
Lituya tiene una boca al Pacífico muy cerrada, con lo que la enorme ola no
consiguió salir del recinto casi cerrado de la bahía, pues en otro caso, de
producirse en mar abierto, una ola de esas proporciones hubiera sido un
verdadero desastre en las costas de Asia, sobre todo de Japón, situado al
suroeste y a unos cinco mil kilómetros, ya que toda la zona del Pacífico de
Siberia está despoblada.
Si una ola de treinta o cuarenta
metros es capaz de desplazarse a mil kilómetros a la hora y a una distancia de
diez mil kilómetros causar tremendos estragos, qué no podría haber causado una
ola diez o doce veces superior al llegar a las costas de Japón, las más
cercanas, o las de China, Vietnam, las islas Filipinas o todas las demás islas
del Pacífico.
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