Los que asiduamente siguen mi blog y
mis correos saben que he estado unos días de vacaciones. A mi no me gusta
viajar y odio hacer maletas, será que las he tenido que hacer tantas veces por
razones de trabajo, que me ha quedado un poso de inconformidad cada vez que me
enfrento a esa tarea, durante la que no dejo de pensar en llegar al hotel,
deshacer lo hecho, sentarme incómodo sobre la cama o en una insufrible butaca y
no encontrar en el cuarto de baño todos mis enseres personales. En fin, que no
me gusta viajar, pero cada vez que lo hago procuro sobreponerme y sacar del
viaje todo el partido posible y casi siempre lo encuentro en la gastronomía.
Después de cinco días en la Galicia
interior, degustando sus exquisiteces, nos fuimos a Asturias a visitar a unos
amigos y allí nuevamente con la gastronomía y las piedras de Vetusta,
aguantamos el tirón del viaje.
Y en Asturias, como es de obligación,
compré unas magníficas fabes de Pravia y un compango de categoría y ayer por la
noche puse las fabes en agua y esta mañana, con mucha paciencia, he cocinado
una Fabada con mayúscula con las que mi familia y yo nos hemos desquitado de
tantos kilómetros.
Y cuando había puesto las fabes a
fuego lento, para espantarlas, que se dice y hacerles soltar buena parte de ese
gas que almacenan y que tan molesta hace la digestión, mientras las veía
blancas en el agua que se iba calentando y que a ratos impulsaba a algunas
hacia arriba, me acordé de un plato cocinado con habichuelas, judías, alubias,
o como quiera que en cada lugar se le llame que, hace muchos siglos, fue muy
popular en la cocina andalusí. Este plato, cuya composición completa no se ha
conservado se llamaba “Ziriabí” en honor de su inventor, un persa que en el siglo IX llegó a Córdoba y
revolucionó el gusto por la gastronomía.
Han sido varios los científicos,
inventores y sabios de todo tipo que se han preocupado de transmitir el gusto
por la alimentación, hacer del necesario momento de alimentarse, un disfrute
perfectamente compatible la ingesta de alimentos. De entre todos estos cerebros
privilegiados, preocupados por el arte culinario, quizás sea Leonardo da Vinci,
el que más haya contribuido, aunque hubo muchos otros que ya lo habían hecho
antes y otros que lo harían después.
Y de los que lo antecedieron quizás
sea entre árabes y judíos donde los españoles hayamos tenido los mejores
adalides en la tarea de los fogones y las perolas. Y uno de estos primeros
virtuosos de la cocina fue el kurdo Abul Hassan Alí ibn Nafí, más conocido por
su apodo “Ziryab”, El
Mirlo, mote que le fue puesto
por su piel oscura y su magnífica voz, pues además de gastrónomo fue poeta y
cantante.
Parece ser que “Ziryab” nació en el Kurdistán y que destacó muy pronto por
sus dotes para el canto y así fue inscrito en una prestigiosa escuela de
cantores de Bagdad, por aquel tiempo una de las ciudades más importantes del
Islam y capital de su imperio en donde el joven Mirlo cantaba para el califa.
Pero ciertas rencillas con su antiguo
maestro, hizo que El Mirlo
decidiese venirse para occidente y después de un largo viaje por toda la costa
norte de África, se puso en contacto con el emir de Al-Ándalus, Al-Haken I que
aceptó sus servicios sin reserva alguna, pues ya había llegado hasta aquí la
fama que precedía al protagonista de esta historia. Cuando llegó a Córdoba,
Al-Haken había muerto y en aquel momento gobernaba Abderramán II que,
conociendo su fama, lo aceptó en su corte, como músico, geógrafo, astrónomo y
cocinero, con unas prebendas dignas de un príncipe y eso sin haberle oído cantar,
ni degustado sus recetas.
Muy pronto, en la rústica y guerrera
corte cordobesa, las maneras elegantes y las refinadas modas que el cantante
traía de Oriente, se fueron poniendo de moda y en poco tiempo, El Mirlo, se había convertido en el árbitro de la elegancia
musulmana en Al-Ándalus. No solamente era admirado por su bella voz y sus
canciones, compuestas por él, sino que era imitado en la forma de vestir, de
decorar las casas y, sobre todo, de disponer la mesa para los banquetes.
Su habilidad como artesano queda
demostrada en la construcción de sus propios instrumentos musicales, sobre todo
el laúd, del que se dice era un virtuoso y en cuya ejecución destacó tanto que
incluyó una quinta cuerda en el mástil para darle mayor riqueza sonora.
Grabado que representa a Ziryad
tocando el laúd
En aquel momento los instrumentos de
cuerda se tocaban con púas de madera que el sustituyó por picos de águila, por
las uñas del mismo ave y por plumas, consiguiendo una musicalidad que solamente
fue superada cuando se empezó a tocar con las uñas de la mano y la yema de los
dedos.
Para el prestigioso ensayista y
arabista Emilio García Gómez, “Ziryab” introdujo en España toda una suerte de gustos por
las melodías orientales que serían la base de una buena parte de nuestra música
tradicional.
Dicen de él que se sabía la letra de
más de diez mil canciones que él mismo componía y que era un conversador ameno
que tenía profundos conocimientos de historia, geografía, astronomía y otras
ciencias y artes, pero sobre todo era seguido por la alta sociedad andalusí en
su manera de vestir, tan es así que cuentan que cada mañana, los señores
importantes del emirato, apostaban a sus siervos en las proximidades de la casa
de “Ziryab” para tomar
buena nota de cómo iba vestido o como llevaba el pelo, e inmediatamente
transmitir a sus amos esos detalles y que éstos lo pudieran imitar.
Un ejemplo claro de su forma de
acicalarse es la introducción de la moda del peinado con flequillo que desde
tiempos de roma había dejado de usarse.
Pensando que si los influyentes del
emirato se esforzaban por imitarle, creyó que sería una buena idea sacar
provecho de aquella devoción que le profesaban y montó la primera escuela de
belleza que hubo en occidente, donde se esforzaba por inculcar las buenas costumbres
y maneras en el vestir y en el aseo personal.
Muy al gusto de la época y quizás
incluso de toda su civilización, los musulmanes eran muy dados a lucir
vestimentas de colores chillones, llamativos y escandalosos que si bien lucían
las primeras puestas, luego eran inmediatamente reconocidos como atuendos ya
muy usados. Apreciando estas circunstancias, El Mirlo puso de moda entre la clase elevada el uso de
prendas de color blanco, cuya costumbre ha llegado a nuestros días y podemos
verlo en las recepciones de los importantes del Islam, como visten
impecablemente de blanco.
Pero sin duda alguna, donde El
Mirlo, revolcó a todos con sus
refinados gustos fue en la mesa.
Se usaban entonces, como lo hacemos
ahora, manteles de hilo que él sustituyó por otros de finísimo cuero, sobre los
que asentaban mejor las copas que de oro, plata u otros metales menos nobles,
pasaron a ser de cristal de roca tallado, mucho más esbeltas y elegantes que
las de rudo metal, por muy precioso que éste fuera.
Otra contribución muy importante en la
comida fue la de ordenar ésta en función de los platos que se habrían de tomar,
así como la de introducir el espárrago que no era conocido por la cocina
hispana.
Solía ser costumbre mezclar las
comidas sin orden alguno, lo que dificultaba poder apreciar el verdadero sabor
de algunos alimentos y así, poco a poco, fue introduciendo un orden que todavía
hoy se conserva y es el de empezar por comidas fáciles de digerir, como las
sopas, ensaladas y otros productos que ahora, con mucha razón llamamos
entrantes, para continuar con los pescados y cerrar la ingesta con las carnes,
para después comer los dulces como postre, lo que antes se hacía al principio
de la colación.
Era consultado por todas las personas
influyentes a la hora de amueblar o decorar las casas y palacios y no había
fiesta que se preciara si no podía contar con la presencia del kurdo que además
de entretenerlos con su conversación e ilustrarlos con sus conocimientos sobre
todos los pueblos y civilizaciones que había conocido, los amenizaba con sus
canciones, después de haber saciado sus apetitos con las más sabrosas recetas
de cocina.
Si damos un repaso al panorama
nacional actual, comprobaremos que abundan los que desean convertirse en
árbitros de la elegancia, pero si ahondamos un poco en el perfil de los
actuales forjadores de conciencias ciudadanas, comprobaremos que no le llegan a
El Mirlo ni a la altura
del zapato.
Y lo que a mi manera de ver engrandece
más a este personaje es que se trataba de un ciudadano normal, nada afectado por
los convencionalismos de la época, ni amanerado en sus costumbres que hacía una
vida sana sin extralimitarse y que mantenía un harem con numerosas concubinas,
a las que vestía y alimentaba de manera exquisita.
¡Vamos que no le hacía falta ser
“rarito” para ser el gurú de la moda!
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