Hace poco más de tres años, al cumplir la edad reglamentaria, pasé a la situación de jubilado tras cuarenta y
dos años de servicio como policía.
En el momento de mi jubilación estaba
desempeñando el puesto de Comisario Provincial de Cádiz, en el que permanecí
los últimos seis años y medio de mi vida profesional.
Como es casi natural, el día en que
cumplía la edad reglamentaria, las autoridades provinciales, los compañeros y
los amigos, me ofrecieron una comida de despedida, a la que asistieron más de
doscientas personas.
Al final del acto, muchos de los
asistentes me hicieron regalos conmemorativos, todos los cuales guardo con
enorme satisfacción.
Terminado el acto, se me acercó para
despedirse un buen amigo y antiguo colaborador, perteneciente al servicio de
inteligencia naval de los Estados Unidos que tras felicitarme por haber llegado
al final de mi vida profesional en bastante buenas condiciones físicas, me hizo
saber que su departamento tenía previsto ofrecerme un detalle, pero que por una
serie de circunstancias no había podido llegar a tiempo, pues habían de
remitírselo desde los Estados Unidos, pero que tan pronto lo tuvieran, nos
citaríamos para comer juntos en la Base Naval de Rota y hacerme entrega del
presente.
Ciertamente que la información me dejó
un poco descolocado, pues no podía ni imaginar qué clase de regalo era aquel
que se resistía tanto al envío desde las tierras americanas. En fin, que algo
intrigado, decidí no pensar más en ello y esperar a que el tiempo deshiciera la
intriga.
Pasó algo más de un mes, cuando una
mañana me llamó mi amigo para decirme que ya tenían el regalo y que quedábamos
para cuando me viniese mejor para comer con el personal de sus servicios y
entregarme solemnemente el obsequio.
Quedamos para el día siguiente, pues
ya volvía a estar en ascuas por la incertidumbre que me proporcionaba aquel
regalo y así, a la mañana siguiente, me presente en el restaurante de la Base
en el que habíamos quedado.
Tras los postres, con toda solemnidad,
el jefe del servicio sacó una bolsa de papel de cuyo interior extrajo una caja
de cartón que abrió con toda solemnidad, mientras me dedicaba unas palabras de
agradecimiento por los buenos años de estrecha colaboración que habíamos
tenido.
Y mientras decía esto, me alargó la
caja, cuyo contenido yo no había visto, pues mientras todos estábamos sentados
a la mesa, él permanecía en pie durante su breve alocución.
Cuando recibí de sus manos la caja
abierta, sentí un súbito escalofrío. En su interior, doblada en forma triangular,
como lo hemos visto hacer muchas veces en el cine, una bandera de los Estados
Unidos venía acompañada de una certificación del arquitecto del Capitolio en
la que se dice que a petición del congresista Mike Rogers, la bandera que se
acompaña, había ondeado sobre el edificio del Capitolio para dedicarla a José
María Deira con ocasión de su retiro y en prueba de la amistad con el Gobierno
de los EE.UU.
Yo no soy pusilánime ni me suelo
emocionar, pero tengo que reconocer que aquello me amordazó la garganta y por
un buen rato no pude ni articular palabra.
Lentamente me puse de pie y me abracé
a mi amigo, al que solamente me salía darle las gracias por un regalo tan
sencillo, a la vez que tan singular y entrañable.
No es frecuente que un español reciba
un regalo de este tipo. Yo al menos no conozco a nadie, pero tampoco conozco a
muchas personas que hayan colaborado por casi cuarenta años con los servicios
de inteligencia norteamericanos, como lo había hecho yo.
Para un americano no hay nada más
sagrado que su bandera y eso es lo que ellos me acababan de obsequiar.
Mi bandera y su certificación
De camino a casa no podía quitarme de
la cabeza el emotivo momento que había vivido y cuanto sentía que ese instante
no se hubiera producido en el acto oficial de mi jubilación, pero me explicaron
que no todos los días se puede hacer que una bandera ondee en el Capitolio para
entregarla como testimonio de agradecimiento a alguien y que tanto el
congresista que se había hecho eco de su petición, como el arquitecto que
certificaba, habían tardado más tiempo del que ellos previeron para
cumplimentar el protocolo.
Tengo en mi casa, por tanto, una
bandera que ha estado ondeando en lo más alto del edificio más emblemático de
los EE.UU, sede del Congreso y del Senado de la nación más poderosa de La
Tierra, para luego regalármela como prueba de afecto y amistad.
¿Puede haber algo más hermoso? ¿Hay
algo más emotivo para un funcionario del montón que ser distinguido con detalle
semejante?
En mi ya algo larga vida me he encontrado
con individuos que no sentían por la bandera de España ninguna clase de
respeto. He oído de todo, incluso referirse a nuestra enseña como “el trapo”, en la forma más despectiva que alguien pueda
expresarse y siempre, exclamaciones así, me han producido urticarias.
Yo tuve la fortuna de jurar bandera
cuando hice el servicio militar, allá por el año 1966 y tuve ocasión de
reafirmar mi juramento a la bandera en el año 2002, con motivo de la última
jura que se iba a producir, como consecuencia del cierre del
Cuartel de Instrucción de San Fernando, el mismo en el que yo lo había hecho, varias
décadas antes.
Quien no ama a su bandera, no ama a su
pueblo, ni a su historia, ni a los que dieron su vida por defenderla, ni al
resto de sus semejantes.
¿Y por qué cuento todo esto?, quizás
alguno se pregunte, porque no suele ser motivo de estos artículos el contar
vivencias personales, si no están relacionadas con la historia. Pues bien,
este también guarda esa relación porque es que leyendo en los anuarios de la
Real Academia de Historia, me he encontrado un artículo muy singular que me ha
traído a la memoria todo lo que hasta aquí he relatado.
En los albores del pasado siglo, el
embajador de España en Washington se dirigió a la Real Academia de la Historia,
trasladando una consulta que la Universidad de Yale le hacía.
Como todo el mundo sabe, Yale y
Harvard son las más prestigiosas universidades norteamericanas y el hecho de
que una universidad se dirija a uno de nuestros representantes diplomáticos ya
es de por sí singular, pero en
este caso el asunto era aún mucho más impar.
Quería saber la universidad qué
bandera se enarbolaba en la Plaza de Armas de Nueva Orleáns (Luisiana), en los
últimos años de la dominación española. Era una curiosidad histórica que querían tener muy clara, porque a los norteamericanos les importa y mucho todo lo relacionado con las banderas que para ellos es el más fiel exponente de la Patria, aunque en este caso no fuera la suya.
No fue tarea fácil para la Real Academia
el encontrar respuesta a la pregunta, pues las banderas y estandartes
nacionales habían sufrido innumerables modificaciones desde el momento en que
se perdió la Luisiana, pero con el afán que caracteriza a esta institución, se
consultaron archivos, museos e inventarios, así como diversos tratados sobre
banderas, pendones y estandartes, sin encontrar una respuesta fidedigna a la
pregunta de Yale.
Se acudió entonces a las
legislaciones, materia sumamente dispersa, pero entre ellas se encontró una disposición que venía al caso. Se trataba de la llamada Legislación de Guerra, de Marina y de
Indias, en donde se encontró respuesta a la consulta, pues, ya avanzado el
reinado de Carlos III, concretamente en 28 de mayo de 1785, y que decía que para evitar confusiones que a veces la
bandera nacional que usan la Armada Naval y las demás embarcaciones españolas
pueda ocasionar, cuando se observan a largas distancias o con vientos calmosos,
confundiéndola con las de otras nacionalidades, su majestad resolvió que en
adelante los buques de guerra usen una bandera dividida a lo largo en tres
listas, de las que la alta y la baja sean encarnadas y la de en medio, de doble
anchura, amarilla, colocándose sobre esta el escudo de armas reales, reducido a
los cuarteles de Castilla y León y que las demás embarcaciones usen la misma
pero sin escudo. No podrá usarse de otros pabellones en los Mares del Norte y
en la América Septentrional, desde principios de año 1787.
Y se complementa diciendo que para que
no haya diferencias entre los pabellones de mar y los de las costas, se unificará
el uso de la bandera antes descrita.
Por tanto, la Real Academia de la
Historia, no sin esfuerzo, fue capaz de dar respuesta a nuestro embajador, aclarando cuál era
el pabellón que ondeó en Nueva Orleáns, en los últimos años de la dominación española.
Todos hemos visto infinidad de
fotografías de los barcos de época que actualmente surcan el río Mississippi y
cómo en ello se enarbola el pabellón español de ultramar, por eso nada tiene de extraño que quisieran saber más sobre las banderas españolas.
Los norteamericanos guardan esas
tradiciones muy profundamente y son extremadamente respetuosos con cualquier
insignia representativa de su país o de cualquier otro. En aquella ocasión
querían conocer exactamente cual era la bandera española que ondeó en lo que
hoy es su patria y no para vituperarla u ofenderla, sino para respetarla como
respetan la suya propia, como respetan a los héroes extranjeros que a su lado
combatieron contra los ingleses ayudándoles a alcanzar su independencia como
país.
También hemos contemplado la estatua
de Bernardo Gálvez, héroe de la toma de Penzacola a los ingleses que España
regaló a los Estados Unidos y que fue entregada por nuestro rey en persona
pudiéndose admirar hoy día en una plaza de Washington. (véase mi artículo El
héroe de Macharaviaya http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/el-heroe-de-macharaviaya.html
).
Para un pueblo que apenas tiene
historia, su Historia es valiosísima, para otros, cuya historia, por perderse
en lo más profundo de los siglos, nos abruma, parece que nos avergüenza mostrar
lo que a todos nos identifica: nuestra bandera.
Dibujo que acompañaba al
informe de la Real Academia
Precioso y el comentario ya te lo haré en persona. Un abrazo
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