Varias órdenes religiosas,
inicialmente creadas para varones, al pasar los años desarrollaron una
vertiente femenina para dar acogida a la multitud de mujeres que quería
profesar en la misma, pero hubo otras órdenes religiosas que por imposición de
sus creadores, o máximos ideólogos, jamás permitieron la entrada de mujeres
entre sus filas, manteniéndose fieles a la tradición, ya implantada por
Jesucristo y sus apóstoles, de formar cuerpos exclusivamente masculinos.
Una de estas órdenes fue la Compañía
de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Fabro, Laínez,
Salmerón y otros más en 1539 y de la que Ignacio fue su primer General, cargo
de mayor importancia.
Como se sabe, era desde sus comienzos
una orden sacerdotal y apostólica, lo que quiere significar que sus miembros,
llamados “jesuitas”, eran sacerdotes a la vez que apóstoles, es decir,
misioneros de la palabra. Pero en su seno, también acogieron a los llamados
“hermanos”, religiosos que no son sacerdotes, ni monjes y que dentro de la
jerarquía ocupan los puestos más bajos del escalafón y pueden abandonar la
orden cuando lo deseen.
Pero siempre habían de ser miembros
masculinos, ninguna mujer tuvo cabida entre sus filas, que regían con una
disciplina casi militar.
Sin embargo esta afirmación no es del
todo cierta, porque a veces hay en la vida momentos y situaciones que impulsan
a tomar decisiones que no siempre están asumidas de principio y que ha hecho
del axioma de hacer de la necesidad virtud, una clara muestra de cómo se puede
condescender y dar satisfacciones sin que ello represente un grave quebranto de
los postulados “inquebrantables” que están asumidos.
Este es el caso de Mateo Sánchez, una
persona desconocida, un nombre solamente, tras el que se ocultó una de las
mujeres más influyentes de su época y cuya historia merece ser rescatada del
olvido al que ha estado sometida.
En el año 1535 nació en Madrid la
tercera y última hija del emperador Carlos V y de su primera esposa, Isabel de
Portugal. A la recién nacida se le impuso en nombre de Juana, siendo conocida
en la historia como Juana de Austria, a la que con diecisiete años casaron con
el heredero de la corona portuguesa, el infante Juan Manuel de Braganza, como
parte del tratado matrimonial por el cual Felipe, príncipe de Asturias, se
casaba con María Manuela, hija de Juan III y por tanto hermana de Juan Manuel
de Braganza. Es decir, que se casaron dos hermanos portugueses con dos
españoles, asegurando así poderosos vínculos familiares con el país que junto
con España, suponían las potencias más emergentes del momento.
Fruto de ese matrimonio, nació el 20
de enero de 1554, unos días después de que hubiese muerto su padre, el infante
Sebastián que sería rey de Portugal con el nombre de Sebastián I y que encontró
la muerte en Marruecos, en la batalla de Alcazarquivir o de los Tres Reyes,
pues los tres monarcas que en ella intervinieron encontraron la muerte.
La infeliz viuda y madre del heredero
se vio obligada a regresar a España, dejando a su hijo, un niño débil y
enfermizo en la corte portuguesa a cargo de su abuela, Catalina de Austria,
hija de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, por tanto tía carnal de Juana de
Austria y esposa de Juan III, rey de Portugal.
Es indudable que la joven madre debió
sentir una pena enorme al dejar a su hijo en Portugal, pero como quiera que su
padre la había designado como gobernadora de sus territorios mientras que su
hermano Felipe II permanecía en Inglaterra para desposarse con María Tudor, su
sentido de la responsabilidad se impuso y se trasladó a España para cumplir sus
obligaciones.
Dicen de ella los cronistas e
historiadores que era una mujer bella, menuda y de aire elegante y gracioso,
profundamente religiosa, como era tónica en la época y que sentía verdadera
veneración por la Compañía de Jesús.
Retrato de Juana e Austria
existente en el Museo del Prado
Durante los cinco años que estuvo
desempeñando la regencia, mientras su padre, el emperador se encontraba en su
retiro de Yuste y su hermano, el rey Felipe, en Inglaterra con su nueva esposa,
ella dio muestras de un gran sentido común, así como prudencia y talante de
estadista, igual que su padre y hermano demostraron.
Solamente los problemas relacionados
con la religión hacían a los reyes españoles perder la cordura y con ocasión de
haberse detectado un brote de luteranismo en España, concretamente en las
ciudades de Valladolid y Sevilla, la regente, a indicación de su padre púsose
manos a la obra para combatirla. En esa tarea trabó profunda relación con el
jesuita Francisco de Borja, al que conocía desde la infancia, pues no en vano,
el jesuita era, entre otros muchos títulos, Grande de España y virrey de
Cataluña.
Tal fue la relación entre ambos que en
la corte llagaron a haber habladurías en el sentido de que aquella relación
llegaba más allá de la pura amistad.
Juana padecía una verdadera obsesión
por ingresar en la orden del de Loyola, el cual se oponía frontalmente, pero
dada la magnífica relación que la regente tenía con el de Borja, personaje de
lo más influyente en la orden y que más tarde llegaría a ser su tercer General,
así como el poder que en aquellos momentos detentaba Juana, como gobernante del
país más poderoso de la Tierra, fueron capaces de ir modulando la negativa a
formar parte de su congregación.
Así que, tras mucho insistir,
consiguió que su valedor en la compañía, Francisco de Borja, postulase su
ingreso de forma directa y al que se oponía rotundamente el fundador y general
de la orden Ignacio de Loyola, y otros destacados miembros de la orden.
Pero tanto pesaban Juana como el de
Borja que, al final, en 1554, se reunieron en Roma los más destacados
dirigentes de la orden y aceptaron, aunque a regañadientes y en frontal
colisión con los preceptos de la misma y sobre todo con las ideas de su fundador,
el ingreso en la Compañía de la infanta, que fue admitida bajo el nombre de Mateo
Sánchez, que más tarde cambió
por el de Montoya y que juró votos de castidad pobreza y obediencia.
Es curiosa la forma en que en la época
se afrontaban algunas situaciones personales que acababan con el ingreso en
conventos o monasterios, pues Juana, a la que como se puede suponer no faltaban
pretendientes, después de su viudedad, no quiso saber del mundo nada más que lo
que sus obligaciones como regenta le habían impuesto y tras regresar de
Portugal, ya dejó claro cuales eran sus intenciones de futuro e hizo votos para
ingresar en la orden franciscana, antes de decidirse por la Compañía de Jesús,
razón por la cual, hubo de pedir dispensa papal para levantar el voto que ya había
formulado.
Miembro de pleno derecho de la orden,
ha sido la única mujer a la que se ha permitido ingresar en la Compañía, aunque
otras muchas y de importantes linajes lo hubieron intentado sin éxito.
La profunda religiosidad de la infanta
Juana queda demostrada no solamente por su afán en ingresar en la orden sino
por muchas otras acciones como cuando el año 1557, fundó en Madrid el convento
de las Descalzas Reales, que encomendó a las hermanas franciscanas, convento
que creó en el palacio donde habían vivido su padre y su madre y donde ella
misma había nacido.
La princesa Juana murió en 1573, en El
Escorial, dejando un profundo vacío en la vida de su hermano. Fue enterrada en
el convento de la Descalzas.
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