sábado, 5 de abril de 2014

OTRA HISTORIA DE REYES





Reconozco que últimamente estoy escribiendo mucho sobre reyes españoles, aunque no es mi intención relatar nada de lo que podamos leer en los libros de historia, sino aquellas anécdotas que los hayan singularizado, pero casi siempre caigo en la tentación de deslizar, a lo largo del artículo, algo que va más allá de la historieta que vaya a contar.
Trataré de que con este artículo no me ocurra lo de siempre y empecemos ya.
Suele ser un juicio muy común el afirmar que la monarquía en España ha sido siempre de muy baja calidad. Y si eso pudiera ser verdad con los Borbones y con algunos de los Austrias, nombre con el que se conoce a lo que en realidad era la casa de Habsburgo, no es del todo cierto porque, aunque excepcionalmente, España ha tenido grandes monarcas, si bien es verdad que antes de terminar la Reconquista y también muy al principio de ser otra vez una España unificada.
Sin ir mas lejos y para ceñirnos al mismo contexto, cuando ya España está regida por una sola corona, grandes monarcas alumbraron nuestra historia. Los Reyes Católicos, a los que consideraremos como uno solo, pues todavía eran dos coronas, Carlos I y Felipe II, fueron grandes monarcas, al menos monarcas dedicados a su labor en cuerpo y alma, cosa que no se puede decir de la mayoría de los que les sucedieron.
Cuentan los cronistas que Felipe II leía personalmente todos los informes que le llegaban y con anotaciones al margen de su puño y letra, los devolvía a sus secretarios para que les dieran el trámite adecuado. También cuentan que recibía a todo el que solicitaba audiencia y que escuchaba los problemas de sus súbditos y trataba de darles solución. Fue un rey que jamás hizo dejación de ninguna de sus funciones y según se sabe ni eran tan religioso como dicen, ni tan mustio como le ha presentado su leyenda negra.
Junto con su padre, el emperador Carlos, forman el dueto llamado de los Austrias Mayores, pero con su hijo se inicia la trilogía de los también llamados Austrias Menores.
Y es que ya lo dijo el propio Felipe II: Dios que me ha dado un imperio, no me ha dado un hijo para gobernarlo.
¡Y qué razón tenía!
Su primer heredero de la corona imperial española fue el infante Carlos, nacido de su primer matrimonio con su prima María Manuela de Portugal, nombrado Príncipe de Asturias, murió a los veintitrés años cuando había sido recluido por su propio padre al considerarlo una persona inestable y peligrosa. De salud enfermiza, padecía hidrocefalia, aparte de que no debía tener las neuronas bien conectadas.
Al quedar viudo, Felipe volvió a casarse, esta vez con su tía segunda, María Tudor, reina de Inglaterra, con la que no tuvo hijos. Volvió a casarse en terceras nupcias con Isabel de Valois, con la que tuvo dos hijas y se casó, por cuarta vez, con una prima segunda, Ana de Austria con la que tuvo cuatro hijos varones y una hembra.
El último de los cuatro varones, Felipe, fue el único que le sobrevivió, reinando con el nombre de Felipe III.
Éste era al que consideraba su padre como incapaz de gobernar el inmenso imperio que iba a legarle, aunque el padre hizo todo lo posible por inculcar en su hijo unos buenos principios, disciplina, orden laboriosidad, implicación en los problemas de estado…, no consiguió del príncipe que se interesara por nada que no fuera la caza o la comida.
Desde infante, encargó su educación a don García de Loaysa, la cual se veía constantemente interrumpida por las continuas enfermedades que el enclenque príncipe padecía.
Aunque su preceptor perseveraba en la instrucción del infante, éste, si no era con regalos, golosinas u otras promesas a su gusto, era incapaz de esforzarse en lo más mínimo, lo que desesperaba a su padre que veía que el niño no tenía voluntad nada más que para comer y aunque su padre lo trataba con sumo cariño, queriendo inculcarle cuales serían sus obligaciones, obligándole incluso a asistir a los Consejos de Estado, el infante procuraba marcharse tan pronto como podía y de inmediato se pasaba por las cocinas.


Retrato de Felipe III

En fin, que era una persona indolente, ociosa e indiferente a todo, con una única virtud: la obediencia.
Sin embargo el príncipe fue descrito por algunos embajadores como amante de las ciencias, sobre todo las matemáticas y fluido políglota que dominaba varios idiomas.
Es más que posible que la fuerte personalidad de su padre, su entrega al trabajo, su afán de ser justo y su laboriosidad, influyeran en el hijo que, viendo de cerca las grandes condiciones humanas y morales de su padre, se dejara llevar por este en todo, considerando que era mucho más fácil hacer lo que su padre decía que dedicar el tiempo a tomar una determinación.
Y llegó hasta tal punto la desidia de este joven príncipe que hasta a la hora de buscarle esposa su indecisión fue proverbial.
Todas las casas reales europeas estaban ligadas por vínculos de matrimonio y era muy conveniente encontrar para el príncipe una esposa adecuada, la que se creyó encontrar entre una de las cuatro hijas en edad casadera que formaban parte de los quince hijos que había dejado al fallecer el Archiduque de Austria, Carlos de Estiria, primo hermano de Felipe II, e hijo del emperador del Sacro Imperio, Fernando I (hermano de Carlos V).
Las infantas eran las llamadas Catalina, Gregoria, Leonor y Margarita. Los embajadores desplazados a Austria, descartaron a la infanta Leonor por su mala salud, por lo que quedaron las otras tres como candidatas.
Como es natural, en Austria la noticia de que el heredero de la corona española, la más importante del mundo pudiera estar interesado en una de las tres infantas, cayó como venida del cielo y de inmediato se contrató a un pintor para que hiciera el retrato de las tres y enviarlo a Madrid.
Para identificar a cada infanta, el artista pintó una especie de joya con la inicial de sus nombres en un prendedor del cabello.
Una vez los cuadros en Madrid, el rey le dice a su hijo que escoja la que más se ajuste a sus gustos personales, a lo que el príncipe le respondió que esa era una cuestión de estado y que por tanto dejaba el asunto en manos del rey.
Trató el rey de convencerlo de que hiciera una elección a su gusto, indicándole que él quedaba muy satisfecho con la prueba de sumisión y obediencia que el príncipe había demostrado, pero que la elección debía ser suya, pues con la elegida habría de pasar el resto de su vida: Con la cuchara que tu escojas es con la que has de comer, que le habría dicho mi abuelo.
Se decidió entonces que el príncipe se llevaría los cuadros a sus aposentos y haría una meditada elección, y aunque quiso resistirse, volviendo a insistir en que su padre eligiera, al final el rey se salió con la suya, exasperado por la escasa voluntad que para todo mostraba su heredero.
Apesadumbrado, el heredero estaba hecho un mar de confusión, cuando su hermana Isabel Clara Eugenia tuvo una feliz idea. Colocó los cuadros en orden aleatorio cara a la pared y echaron a suertes la elección.
Salió elegida la infanta que presentaba una M en el prendedor, pero entonces el príncipe pensó que el procedimiento no era ni justo ni serio, por lo que comunicó a su padre que elegía a la mayor de las tres. Esta era la infanta Catalina, por lo que se cursó a la corte austriaca la petición de mano, con la mala fortuna de que al llegar la petición, la infanta había fallecido, posiblemente de una gripe.
La siguiente petición fue a la siguiente en el escalafón, la infanta Gregoria, la cual murió de unas fiebres, por lo que quedaba solamente la que el azar había elegido en primer lugar.
Todo este complicado proceso de selección duró casi dos años y cuando, por fin, se resolvió, la infanta Margarita que tenía en ese momento unos catorce años, se echó a llorar, manifestando que no quería separarse de su familia.
En el entre acto, Felipe II muere y su hijo se convierte en rey, al que razones de estado le impiden desplazarse a realizar el matrimonio.
Y con semejante grado de indecisión, de desidia y dejadez, se ciñó la corona del imperio más poderoso de cuantos habían existido hasta ese momento. Y así nos empezó a ir.
Como la boda la iba a celebrar el Papa y el rey no podía, o no le apetecía desplazarse hasta Italia, se casaron por poderes y para la que fue necesario una dispensa papal, pues eran primos. La boda se celebró en la ciudad de Ferrara en el año 1598.
En el mismo acto, también contrajeron matrimonio por poderes el Archiduque Alberto de Austria e Isabel Clara Eugenia, hermanastra de Felipe III y prima hermana del Archiduque.
Se da la circunstancia de que el archiduque era arzobispo y renunció a su dignidad eclesiástica para contraer matrimonio.
Sobre este matrimonio el escritor Carlos Fisas cuenta una divertida anécdota.
Ni Felipe III ni su hermanastra Isabel Clara Eugenia estuvieron presentes en sus matrimonio, que se celebraron por poderes.
Felipe III otorgó dichos poderes al archiduque Alberto, que además de representarle en la boda con Margarita, iba a casarse con su hermanastra y ésta se los otorgó a don Antonio Fernández de Córdoba, duque de Sessa y descendiente de El Gran Capitán, el cual, llegada la hora de ejercer su representación, se colocó junto al archiduque Alberto y en el momento culmen de la celebración, tomándose de las manos, pronunciaron el protocolario: Sí, quiero.
¡Habría que haber estado allí para verlo!


No ere muy guapa la reina Margarita


Es cierto que después de aquella boda por poderes, Felipe y Margarita volvieron a casarse, ya en presencia, el día 18 de abril de 1599, en la catedral de la ciudad de Valencia.

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