viernes, 13 de junio de 2014

LA CORONA O LA MITRA






Se conoce como “simonía” la compra de dignidades religiosas u otros bienes de carácter espiritual a cambio de dinero, por medio de presiones u otro tipo de trueque y se llama así porque ya en el primer siglo de nuestra historia, el líder religioso samaritano, Simón el Mago, quiso comprarle al apóstol san Pedro su capacidad de realizar milagros y transferir al Espíritu Santo.
Como es natural, el apóstol se escandalizó de la proposición que recibía, pero aquel deseo primitivo no se extinguió y hasta mucho más tarde de lo que creemos, la simonía estuvo presente en las irregulares prácticas de la Iglesia.
Una vertiente de esta práctica fue lo que se conoció como la Investidura, por la que reyes y emperadores, nombraban a dignidades eclesiásticas a su capricho y que motivó un duro enfrentamiento entre la Iglesia y el emperador del Sacro Imperio que terminó allá por el año 1122 con la sanción en el concilio de Letrán que estableció que las investiduras religiosas correspondían exclusivamente a la iglesia, con entrega de anillo y báculo, mientras que al poder civil correspondían las investiduras feudales.
Desde entonces, muchos fueron los Papas, obispos, cardenales, abades y otras dignidades eclesiásticas que accedieron a tan alta dignidad mediante pago de su importe.
Ahora vemos como una barbaridad, incluso como una herejía, el que un señor, ya fuera rey, noble, o simplemente adinerado, pudiera comprar para su hijo la silla pontificia o el báculo de obispo, sin que la ordenación sacerdotal, ni la vocación, ni la formación religiosa, ni otras consideraciones que estaban en el ánimo de cualquier buen católico, hubieran de estar presentes en la persona afortunada que accedía a aquella dignidad, a veces, a edades tan tempranas que susto y vergüenza da pensarlo.
Este tema, aunque de pasada, ha sido tratado en este blog en varias ocasiones y muy concretamente en los tres artículos denominados Las vacaciones del Espíritu Santo (consultar http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/08/las-vacaciones-del-espiritu-santo-i.html y siguientes) pero siempre desde la idea de que aquella práctica fue cosa de los oscuros años de la Baja Edad Media y que con la modernidad fue desterrada para siempre.
Pero, ¿fue así? Me parece que no, que la corrupta práctica ha llegado, al menos y en casos que yo conozco, hasta el primer tercio del siglo XVIII y además no fue un lejano príncipe italiano o un emperador alemán quien trataba de colocar por la vía de lo santificado a su hijo, ni mucho menos. Este caso nos queda tan cercano como que ocurrió en España.
El comienzo del siglo XVIII supone el cambio de casa reinante en España. Se extinguen los Austrias y Francia nos impone a los Borbones. Felipe V, aunque era nieto de una infanta española, María Teresa de Austria y sobrino nieto del último de aquella casa, Carlos II, pertenecía a la casa Borbón y llega a nuestro país con clara intención de gobernarlo y quedarse. Su llegada supone el inicio de la Guerra de Sucesión que terminó con la paz de Utrech y la pérdida de Gibraltar y Menorca, entre otras pérdidas todas muy lamentables.
Quedarse y asentar una dinastía es el deseo del nuevo rey, por lo que se esfuerza por conseguir descendencia con su esposa María Luisa Gabriela de Saboya, no en vano el pueblo lo conoce como “El Animoso”.
Pero la endogamia que las monarquías europeas venían practicando desde siglos atrás, pasa factura y así dos de los cuatro hijos que tuvo el matrimonio murieron en la infancia y el primero, que reinó durante doscientos veintinueve días, con el nombre de Luís I, murió con diecisiete años. (Sobre este episodio se puede consultar el artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/el-mas-breve-y-el-mas-largo.html, )
Fue el cuarto hijo el que sucedió a Felipe V y que lo hizo con el nombre de Fernando VI.
También murió muy joven la esposa de Felipe V, María Luisa y al rey viudo le faltó tiempo para casarse en segunda nupcias, esta vez con Isabel de Farnesio, con la que no tenía vínculos familiares, detalle que se ve perfectamente en la salud de la progenie.
El matrimonio tuvo siete hijos, pero el que nos interesa a los fines de este artículo es el que hizo el lugar sexto y que llevaba por nombre Luís Antonio Jaime de Borbón Farnesio.
Nació el infante Luís Antonio el 25 de julio de 1727 en el palacio del Buen Retiro de Madrid, en donde pasó sus primeros años al cuidado de mujeres, como era preceptivo en la época, hasta que a la edad de siete años se le adjudicó habitación aparte y pasó a ser asistido por hombres, siendo su ayo el italiano Aníbal Scotti, que lo instruyó en las materias que eran comunes también en la educación de los príncipes e infantes.


El infante-cardenal

Dicen que no era tan inteligente como lo parecían sus dos hermanos mayores, Carlos y Felipe, a los que su madre, la Farnesio, consiguió colocar en Italia de manera más que decente. El príncipe Carlos fue nombrado rey de Nápoles y Sicilia y más tarde, por avatares del destino, sería rey de España, con el nombre de Carlos III. El príncipe Felipe fue “colocado” como duque de Parma y de Toscana.
La Farnesio debía ser un lince en materia de política y su esposo, el rey Felipe V que presentaba un notable desmejoramiendo de salud, sobre todo mental, sólo era capaz de ver por los ojos de su esposa, de la dicen que era una mujer atractiva, aunque con la cara picada de viruelas y se avenía a hacer cuanto ella dispusiera con el fin de alimentar su enorme ambición a cambio de un exquisito trato de alcoba, no en vano, el Animoso, ya presentaba la tendencia a la rijosidad que caracteriza a los Borbones.
El futuro de las infantas lo solucionó la madre casándola más tarde con reyes, pero para el infante Luís Antonio, la reina no encontraba nada a su gusto.
En el año 1734 murió el cardenal y arzobispo de Toledo, Diego de Astorga y Céspedes y a la reina se le encendió la lamparita y vio con claridad cual era el futuro de su último vástago varón: lo convertiría en la máxima autoridad eclesiástica del Imperio Español.
Si hay algo que se pueda acercar a una corona es una mitra y así, Felipe V, expresó al papa Clemente XII el deseo de que su hijo, el infante Luís Antonio, que tenía poco más de siete años, se convirtiera en el nuevo arzobispo de Toledo.
Como es natural, el Papa, que esos temas los tenía un poco olvidados, recibió la petición aparentando síntomas de escándalo y puso todos los obstáculos imaginables para negarse a la petición.
No se sabe con certeza qué bazas se jugaron en las reuniones que la curia romana y los embajadores del rey celebraron, pero, como era de esperar, dado el inmenso poder que en aquel momento detentaba España, el Papa cedió y el día diez de noviembre de 1735 nombró a Luís Antonio administrador del arzobispado de Toledo y primado de las Españas, otorgándole poco tiempo después el llamado “capelo cardenalicio”.
Al contrario de lo que se pueda deducir de la palabra “capelo”, esta no tiene nada que ver con capa, sino con un sombrero de ala ancha del que cuelgan unas borlas y que es de color rojo para los cardenales y verde para obispos y arzobispos.



Capelo cardenalicio

En 1741, es decir, seis años más tarde, el infante-cardenal es nombrado también arzobispo de Sevilla, cargo que congratulaba enormemente a su madre, pues reportaba unos beneficios económicos de dimensiones poco imaginables.
Y todo esto sin que el niño Luís Antonio se hubiese enterado de nada, pues aunque parezca increíble, el infante seguía en la corte mientras que unos administradores regentaban las dos sedes en materia económica, pues en el terreno de lo espiritual, la Iglesia proveería un sustituto que se hiciese cargo de la continuidad religiosa de las sedes.
Pero llegaron para su madre y su descendencia tiempos de vacas flacas. Felipe V fallece en 1746 y le sucede Fernando, hijo de su primera esposa, que no debía ver con buenos ojos a la segunda familia de su padre y manda a la reina viuda y a todos sus hijos, a un retiro forzoso en La Granja de San Ildefonso.
Unos años más tarde, Luís Antonio que ya tiene veintisiete años, toma una importante decisión: solicita la renuncia a sus dignidades eclesiásticas.
Nunca había sentido vocación religiosa, no había seguido estudios adecuados, ni tan siquiera se había ordenado sacerdote, por lo que empieza a mostrar incertidumbres de conciencia.
Sin duda que tuvo que sufrir en la disyuntiva en que se había colocado, hasta que su honestidad se impuso a la ambición y pidió al Papa la renuncia a todos sus cargo, la cual le fue concedida, aunque, eso sí, se le asignó una pensión vitalicia sobre todas las rentas del arzobispado de Toledo.
Y todo eso sin vestir una sotana ni calarse un bonete: por la mismísima cara y la incombustible Iglesia aceptando y cediendo a las presiones hasta nombrar a un niño de siete años, arzobispo primado del mayor imperio conocido.

¡Curioso, muy curioso! 
Y también muy edificante.

1 comentario:

  1. me ha encantado el articulo. Conocia un poco esta historia, pero con el articulo, la información es total!!!

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