Se conoce como “simonía” la compra de dignidades religiosas u otros bienes de
carácter espiritual a cambio de dinero, por medio de presiones u otro tipo de
trueque y se llama así porque ya en el primer siglo de nuestra historia, el líder
religioso samaritano, Simón el Mago, quiso comprarle al apóstol san Pedro su
capacidad de realizar milagros y transferir al Espíritu Santo.
Como es natural, el apóstol se
escandalizó de la proposición que recibía, pero aquel deseo primitivo no se extinguió
y hasta mucho más tarde de lo que creemos, la simonía estuvo presente en las
irregulares prácticas de la Iglesia.
Una vertiente de esta práctica fue lo
que se conoció como la Investidura, por la que reyes y emperadores, nombraban a
dignidades eclesiásticas a su capricho y que motivó un duro enfrentamiento
entre la Iglesia y el emperador del Sacro Imperio que terminó allá por el año
1122 con la sanción en el concilio de Letrán que estableció que las
investiduras religiosas correspondían exclusivamente a la iglesia, con entrega
de anillo y báculo, mientras que al poder civil correspondían las investiduras
feudales.
Desde entonces, muchos fueron los
Papas, obispos, cardenales, abades y otras dignidades eclesiásticas que
accedieron a tan alta dignidad mediante pago de su importe.
Ahora vemos como una barbaridad,
incluso como una herejía, el que un señor, ya fuera rey, noble, o simplemente
adinerado, pudiera comprar para su hijo la silla pontificia o el báculo de
obispo, sin que la ordenación sacerdotal, ni la vocación, ni la formación
religiosa, ni otras consideraciones que estaban en el ánimo de cualquier buen
católico, hubieran de estar presentes en la persona afortunada que accedía a
aquella dignidad, a veces, a edades tan tempranas que susto y vergüenza da
pensarlo.
Este tema, aunque de pasada, ha sido
tratado en este blog en varias ocasiones y muy concretamente en los tres
artículos denominados Las vacaciones del Espíritu Santo (consultar http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/08/las-vacaciones-del-espiritu-santo-i.html
y siguientes) pero siempre desde la idea de que aquella práctica fue cosa de
los oscuros años de la Baja Edad Media y que con la modernidad fue desterrada
para siempre.
Pero, ¿fue así? Me parece que no, que
la corrupta práctica ha llegado, al menos y en casos que yo conozco, hasta el
primer tercio del siglo XVIII y además no fue un lejano príncipe italiano o un
emperador alemán quien trataba de colocar por la vía de lo santificado a su
hijo, ni mucho menos. Este caso nos queda tan cercano como que ocurrió en
España.
El comienzo del siglo XVIII supone el
cambio de casa reinante en España. Se extinguen los Austrias y Francia nos
impone a los Borbones. Felipe V, aunque era nieto de una infanta española,
María Teresa de Austria y sobrino nieto del último de aquella casa, Carlos II,
pertenecía a la casa Borbón y llega a nuestro país con clara intención de
gobernarlo y quedarse. Su llegada supone el inicio de la Guerra de Sucesión que
terminó con la paz de Utrech y la pérdida de Gibraltar y Menorca, entre otras
pérdidas todas muy lamentables.
Quedarse y asentar una dinastía es el
deseo del nuevo rey, por lo que se esfuerza por conseguir descendencia con su
esposa María Luisa Gabriela de Saboya, no en vano el pueblo lo conoce como “El
Animoso”.
Pero la endogamia que las monarquías
europeas venían practicando desde siglos atrás, pasa factura y así dos de los
cuatro hijos que tuvo el matrimonio murieron en la infancia y el primero, que
reinó durante doscientos veintinueve días, con el nombre de Luís I, murió con
diecisiete años. (Sobre este episodio se puede consultar el artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/el-mas-breve-y-el-mas-largo.html,
)
Fue el cuarto hijo el que sucedió a
Felipe V y que lo hizo con el nombre de Fernando VI.
También murió muy joven la esposa de
Felipe V, María Luisa y al rey viudo le faltó tiempo para casarse en segunda
nupcias, esta vez con Isabel de Farnesio, con la que no tenía vínculos
familiares, detalle que se ve perfectamente en la salud de la progenie.
El matrimonio tuvo siete hijos, pero
el que nos interesa a los fines de este artículo es el que hizo el lugar sexto y
que llevaba por nombre Luís Antonio Jaime de Borbón Farnesio.
Nació el infante Luís Antonio el 25 de
julio de 1727 en el palacio del Buen Retiro de Madrid, en donde pasó sus
primeros años al cuidado de mujeres, como era preceptivo en la época, hasta que
a la edad de siete años se le adjudicó habitación aparte y pasó a ser asistido
por hombres, siendo su ayo el italiano Aníbal Scotti, que lo instruyó en las
materias que eran comunes también en la educación de los príncipes e infantes.
El
infante-cardenal
Dicen que no era tan inteligente como
lo parecían sus dos hermanos mayores, Carlos y Felipe, a los que su madre, la
Farnesio, consiguió colocar en Italia de manera más que decente. El príncipe
Carlos fue nombrado rey de Nápoles y Sicilia y más tarde, por avatares del
destino, sería rey de España, con el nombre de Carlos III. El príncipe Felipe
fue “colocado” como duque de Parma y de Toscana.
La Farnesio debía ser un lince en
materia de política y su esposo, el rey Felipe V que presentaba un notable
desmejoramiendo de salud, sobre todo mental, sólo era capaz de ver por los ojos
de su esposa, de la dicen que era una mujer atractiva, aunque con la cara
picada de viruelas y se avenía a hacer cuanto ella dispusiera con el fin de
alimentar su enorme ambición a cambio de un exquisito trato de alcoba, no en
vano, el Animoso, ya presentaba la tendencia a la rijosidad que caracteriza a
los Borbones.
El futuro de las infantas lo solucionó
la madre casándola más tarde con reyes, pero para el infante Luís Antonio, la
reina no encontraba nada a su gusto.
En el año 1734 murió el cardenal y
arzobispo de Toledo, Diego de Astorga y Céspedes y a la reina se le encendió la
lamparita y vio con claridad cual era el futuro de su último vástago varón: lo
convertiría en la máxima autoridad eclesiástica del Imperio Español.
Si hay algo que se pueda acercar a una
corona es una mitra y así, Felipe V, expresó al papa Clemente XII el deseo de
que su hijo, el infante Luís Antonio, que tenía poco más de siete años, se
convirtiera en el nuevo arzobispo de Toledo.
Como es natural, el Papa, que esos
temas los tenía un poco olvidados, recibió la petición aparentando síntomas de
escándalo y puso todos los obstáculos imaginables para negarse a la petición.
No se sabe con certeza qué bazas se
jugaron en las reuniones que la curia romana y los embajadores del rey
celebraron, pero, como era de esperar, dado el inmenso poder que en aquel
momento detentaba España, el Papa cedió y el día diez de noviembre de 1735
nombró a Luís Antonio administrador del arzobispado de Toledo y primado de las
Españas, otorgándole poco tiempo después el llamado “capelo cardenalicio”.
Al contrario de lo que se pueda
deducir de la palabra “capelo”, esta no tiene nada que ver con capa, sino con
un sombrero de ala ancha del que cuelgan unas borlas y que es de color rojo
para los cardenales y verde para obispos y arzobispos.
Capelo
cardenalicio
En 1741, es decir, seis años más
tarde, el infante-cardenal es nombrado también arzobispo de Sevilla, cargo que
congratulaba enormemente a su madre, pues reportaba unos beneficios económicos
de dimensiones poco imaginables.
Y todo esto sin que el niño Luís
Antonio se hubiese enterado de nada, pues aunque parezca increíble, el infante
seguía en la corte mientras que unos administradores regentaban las dos sedes
en materia económica, pues en el terreno de lo espiritual, la Iglesia proveería
un sustituto que se hiciese cargo de la continuidad religiosa de las sedes.
Pero llegaron para su madre y su
descendencia tiempos de vacas flacas. Felipe V fallece en 1746 y le sucede
Fernando, hijo de su primera esposa, que no debía ver con buenos ojos a la
segunda familia de su padre y manda a la reina viuda y a todos sus hijos, a un
retiro forzoso en La Granja de San Ildefonso.
Unos años más tarde, Luís Antonio que
ya tiene veintisiete años, toma una importante decisión: solicita la renuncia a
sus dignidades eclesiásticas.
Nunca había sentido vocación
religiosa, no había seguido estudios adecuados, ni tan siquiera se había
ordenado sacerdote, por lo que empieza a mostrar incertidumbres de conciencia.
Sin duda que tuvo que sufrir en la
disyuntiva en que se había colocado, hasta que su honestidad se impuso a la
ambición y pidió al Papa la renuncia a todos sus cargo, la cual le fue
concedida, aunque, eso sí, se le asignó una pensión vitalicia sobre todas las
rentas del arzobispado de Toledo.
Y todo eso sin vestir una sotana ni
calarse un bonete: por la mismísima cara y la incombustible Iglesia aceptando y
cediendo a las presiones hasta nombrar a un niño de siete años, arzobispo
primado del mayor imperio conocido.
¡Curioso, muy curioso!
Y también muy
edificante.
me ha encantado el articulo. Conocia un poco esta historia, pero con el articulo, la información es total!!!
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