Como casi siempre que se hurga en la
historia acontece, desempolvando el artículo de la semana pasada sobre el
obispo de Compostela, Sisnando II, me encontré un curioso tema que enseguida
profundicé, advirtiendo que, por desconocido, merecía la pena dar a la luz.
Aunque el artículo 12 de la famosa
Constitución de Cádiz, aquella “de marcado carácter liberal” a la que llamaron “La Pepa”, dice: “La religión
de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana,
única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el
ejercicio de cualquier otra”, es lo
cierto a pesar de que un gran número de sus diputados eran religiosos, por
razón de ser de los pocos españoles que sabían leer y escribir y además tenían
algunos rudimentos de filosofía, teología, historia y, en fin, humanidades,
aquella Constitución dio dos pasos definitivos en materia religiosa.
El primero fue el de suspender con
carácter definitivo el Tribunal de la Santa Inquisición y el segundo suprimir
el llamado Voto de Santiago, aunque se tardaron años antes de su definitiva
abolición (1834), pues El rey Felón, Fernando VII, que deshizo todo lo acordado
en Cádiz, volvió a ponerlo en vigor.
Sobre la Inquisición, todos sabemos de
qué se trataba, aunque mucha leyenda hay que ha desvirtuado ampliamente el
verdadero significado de aquel Tribunal, pero sobre el Voto de Santiago, tengo
que confesar que, al menos yo, no tenía ni idea de qué era.
El Voto de Santiago es el nombre con
el que se conocía el compromiso impuesto a los cristianos de los reinos de la
Península, no sometidos al Islam, por el que se imponía el pago, además de los
ya reconocidos y ancestrales diezmos y primicias que todo creyente debía a la
Santa Madre Iglesia, de un nuevo diezmo del cereal recolectado y del vino
producido, así como que, de todo botín que en las distintas expediciones
guerreras se cogiesen a los sarracenos, se entregase al bienaventurado apóstol
una parte exacta de la que correspondía a un soldado de a caballo y cuyo
beneficiario sería el obispado de Compostela.
Percibir semejantes prebendas durante
diez siglos reportó una riqueza extraordinaria a todas las instituciones
eclesiásticas jacobeas, desde el obispado primero, arzobispado después, el
cabildo catedralicio, el Hospital Real y otras muchas, pero a su vez era una
situación de singularidad que nada apetecía detentar a la Iglesia que veía con
buenos ojos las dádivas, pero no así su origen.
Y es que éste es de lo más incierto,
cuando no mítico, pues se basa en el resultado de la Batalla de Clavijo, sobre
la cual, numerosos historiadores y prestigiosos estudiosos de la historia, no
se ponen de acuerdo ni se acepta unánimemente.
Cuenta la tradición, que no la
historia, que todo parte de la negativa del rey Ramiro I de Asturias a pagar a
Al-Ándalus, el llamado Tributo de las Cien Doncellas.
Este tributo fue una especie de
reconocimiento del reino de Asturias, único reino cristiano de la Península en
aquel momento, de la supremacía militar del Emirato de Córdoba, cuando allá por
el año setecientos ochenta y tres, el rey Mauregato se hizo con la corona de
Asturias gracias al apoyo del emir Abderramán I. El tributo que como de su
nombre se desprende, consistía en entregar a los sarracenos cada año, cien
doncellas, la mitad del pueblo llano y la otra mitad de la nobleza y castas
privilegiadas (caballeros, ricos hombres, hidalgos, etc.), fue considerado
bochornoso por toda la población del reino y así, cinco años más tarde,
Mauregato fue asesinado por dos nobles como consecuencia de aquella vergonzosa
firma, sentando en el trono a Bermudo I, el cual tiene una idea fija que era
acabar con tan execrable tributo.
Bermudo lo consigue, aunque
sustituyéndolo por un pago en dineros, cosa que tampoco era demasiado
satisfactoria.
A la muerte de Bermudo le sucede
Alfonso II, apodado El Casto, que ya había sido rey antes, cuando fue depuesto
por Mauregato. El reinado de El Casto ha sido de los más largos de la historia
de España, pues duró cincuenta y un años y durante el cual se descubrió la
tumba del apóstol Santiago en el Campo de la Estrella, aunque parece que en
realidad era la tumba del hereje Priscialiano (ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/04/santo-o-hereje.html).
Alfonso, consideraba ominoso el pago
en dinero del tributo de las doncellas y determinó no pagarlo más y las cosas
quedaron así, pero a su muerte le sucedió Ramiro I, cuyo reinado coincidió con
el del poderoso emir Abderramán II, el cual se acordó de aquel viejo tributo
que los asturianos debían satisfacer y lo reclamó al rey Ramiro.
Estatua de Ramiro I en Oviedo
Corría el año 844 y el monarca no
estaba dispuesto a seguir doblando la cerviz ante el sarraceno y formando un
ejército importante para la época y las circunstancias económicas y sociales de
Asturias, salió en busca de los moros.
Al llegar a Nájera y Albelda, dos
ciudades próximas, situadas en La Rioja, las tropas de Ramiro se vieron rodeadas
por un numerosísimo ejército musulmán al mando del propio Abderramán II que
cayó sobre ellos causando tremendas bajas, debiendo los cristianos batirse en
retirada, refugiándose en el Castillo de Clavijo, en la cima de una montaña de
poco más de mil metros de altura y del mismo nombre, desde el que se divisa
gran parte de la comarca de La Rioja.
Retirados apresuradamente, los
cristianos se guarecen en los riscos del monte y en el castillo que en aquella
época debía ser poco más que una torre de vigilancia, en donde se disponen a
pasar la noche, entre el frío del momento y el miedo al ejército moro, cuyas
proporciones ya habían podido comprobar.
Y es aquí donde la leyenda entra en
liza y cuenta que el rey Ramiro tuvo aquella noche un sueño en el que se le
apareció el apóstol Santiago en todo su esplendor, asegurando su presencia en
la batalla que al día siguiente tendría lugar y cuyo resultado, gracias a su
ayuda, sería una rotunda victoria.
Siguiendo la leyenda, al día siguiente
se libró tremenda batalla en la que apareció el apóstol totalmente vestido de
blanco y montando un corcel del mismo color, animando y combatiendo a los moros
y cuyo resultado fue una rotunda victoria cristiana que persiguiendo al
ejército moro, ya derrotado y disperso, consiguieron llegar hasta la ciudad de
Calahorra, en poder musulmán y restituirla a la fe cristiana.
Agradecido, el 25 de julio de aquel
año, el rey instituyó en la ciudad de Calahorra, el llamado “Voto de Santiago”,
por el que ofrecían al apóstol cosechas y botín de guerra.
Cuadro de Santiago “Matamoros”
Lo cierto es que de esta institución
no se tiene constancia oficial, pues según cuentan las crónicas, al parecer, el
diploma en el que se recogía el compromiso se habría extraviado en 1543, al ser
presentado en la chancillería de Valladolid, con motivo de cierto pleito al
respecto de algunas villas castellanas y el pago de dichos diezmos, pero,
afortunadamente, existían copias en algunos monasterios, una de las cuales,
escrita en latín, se conserva en la Biblioteca Nacional, aunque su legitimidad
está más que en entredicho.
Desde la mítica batalla, se impuso, en
los territorios cristianos del norte, la festividad del santo apóstol “Santiago
Matamoros” el día 25 de julio y lo que fue mucho más importante es que se da a
conocer que la tumba del apóstol, recién descubierta, está en Compostela y aquí
se inicia la etapa de las peregrinaciones que tanto aportarían a Galicia y a
toda la España cristiana.
Lo que haya de verdad en todo esto es
algo que los historiadores deben esclarecer, pues mientras que desde el siglo
XVIII se viene diciendo que la batalla de Clavijo nunca existió, excavaciones
realizadas en Albelda, demuestran que allí sí que se produjo una batalla que
por los restos encontrados debió ser importante. Poco importa que el escenario
del sangriento encuentro fuera Albelda o Clavijo, lo cierto es que debió
haberlo, lo que en aquel tiempo y lugar era cosa de casi todos los días y que
la mención que el rey Ramiro hace de la visión que ha tenido, tuvo la eficacia
de dar valor y coraje a los soldados asturianos que consiguieron despojarse del
yugo sarraceno que los arruinaba a impuestos.
Una cosa hay de la que estoy
completamente seguro: el apóstol Santiago, que ni siquiera se llamaba así, no
se le apareció al rey, por la sencilla razón de que eso de las apariciones es
una de las más enormes patrañas que el sentimiento religioso ha creado.
La historia, asentada en la leyenda
popular, no de carta de naturaleza al hecho, antes al contrario, lo pone en
duda, lo que habla a favor de la fragilidad del espíritu humano que para
afianzarse en una creencia ha de necesitar testimonios, aun inventados, como
son las maravillosas apariciones. No es otra cosa lo que hacía el Islam con las
huríes que esperaban en el paraíso a los que dieran su vida en la guerra santa
contra los infieles.
Igual que otras disciplinas
humanísticas que en el devenir de los siglos se han transformado casi en
ciencia, la Historia (con mayúsculas) es inexorable, resulta que se sabe que no
es cierto que fuera el rey Ramiro I el que instaurara el tan repetido voto
porque hay constancia que éste se instauró realmente en el siglo XII y que la
primera vez que esta leyenda aparece escrita es hacia la mitad del siglo XIII,
recogida por el militar, historiador y arzobispo toledano, Rodrigo Jiménez de
Rada que fue uno de los principales protagonistas de la victoriosa Batalla de
las Navas de Tolosa pero de todas las formas, la historia es bonita y los
beneficios que a la Iglesia ha acarreado mucho más bonitos todavía.
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