Que el hombre es animal de costumbres
no hay quien lo ponga en duda. La tendencia a continuar como estamos, prevalece
sobre cualquier perspectiva de cambio incluso si éste es a mejor.
Por eso cada Nochevieja brindamos por
el año que se nos va y pedimos, casi imploramos, como si en ello no fuera la
propia vida, que el venidero sea, por lo menos, igual, temiendo que algo nos
pueda cambiar.
Ritualizamos el tema de tal manera que
parece que no hemos entrado en el nuevo año si no nos atragantamos con las doce
uvas y brindamos con champán, para así congraciarnos con el nuevo tiempo que
nos va a tocar vivir y que éste sea indulgente con nosotros.
Si eso es así cada cambio de año,
cambiar de siglo es una apuesta que va un poco más allá, pero no representa
casi nada temeroso, más de lo que ya era cambiar de año.
Lo que le ha dado pavor a nuestra
humanidad occidental ha sido el cambio de milenio, una experiencia que tenemos
bien próxima y que por otros motivos distintos a lo que supuso en su anterior
edición, también nos turbó, pues hubo quien se encargó de vaticinar que todo el
complejo informático sobre el que gira nuestras vidas, se iría al traste y
perderíamos hasta nuestra identidad cuando la fecha que manejasen los
ordenadores empezara el año por un dos, para lo que no estaban programados.
Nada más falso, pues no pasó
absolutamente nada. Los ordenadores continuaron su rutina como era de esperar,
pero las Administraciones de muchos países vivieron momentos de verdadera
preocupación y congoja, hasta el extremo de que se establecieron servicios de
emergencia de personal experto en muchas áreas, incluso en la seguridad
pública, para atender los supuestos incidentes que con toda certeza se iban a
producir.
Otros vaticinios eran aún peores y en
el recuerdo de todos están, pero el que no ha faltado nunca, desde el principio
de nuestra Era, ha sido el de la proximidad del fin de los tiempos.
No conviene olvidar, aunque la Iglesia
ha hecho lo posible para que así ocurra que Jesucristo, convertido en dios por
los apóstoles muchos años después de muerto o desaparecido, era un profeta
apocalíptico, o al menos así se presentaba ante la sociedad judía de su época:
anunciando el inminente fin de los días, por lo que era tan importante ponerse
a bien con Dios.
Eso ya ocurría en el inicio del primer
milenio y ese afán catastrofista perduró, acongojando las almas de los fieles,
durante muchos años, pero nos dicen los tratados sobre la historia que cuando
se aproximaba el fin del primer milenio, cuando el año 1000 estaba próximo,
nuevamente corrió por Europa el frío ventarrón del final apocalíptico.
¿Es verdad que existió en la sociedad
católica un sentimiento general de temor ante la llegada del nuevo milenio?
Según nos han transmitido parece que
sí, que la última noche del año 999, gran parte de la cristiandad la pasó
rezando como única protección existente contra la catástrofe que se avecinaba.
Pero llegó el nuevo milenio y no ocurrió nada, como nada había ocurrido en su
principio ni nada ocurrió a su final, que todos hemos vivido.
Semejante fracaso vaticinador, cuando
se está representando a la Iglesia del único Dios verdadero, al que se supone
ha de estar bien informado sobre lo que ha de ocurrir y así transmitírselo a
sus representantes en la Tierra, debería de ser suficiente motivo para
plantearse la verdad de muchas otras cosas, pero jamás se ha realizado un
examen a conciencia sobre este particular yo creo que porque muy en el fondo,
todos sabemos, vislumbramos, intuimos que estamos asentados sobre una enorme profusión
de creencias, sobre las cuales no estamos muy seguros, pero es más fácil, más
cotidiano, seguir con la representación que nos han propuesto que viajar por
libre y a contrapelo de la doctrina.
Pero lo que resulta aún más lamentable
es que para acongojar los corazones de los infelices ciudadanos occidentales de
las oscuras épocas en las que la religión católica lo impregnaba todo, cosas
como el temor al año mil, ni fue un movimiento ecuménico de la sociedad europea
ni era posible que así lo fuera y voy a tratar de explicarme.
Más antigua que la católica eran otras
religiones que coexistían en nuestra baja Edad Media. Todas las religiones
asiáticas llevaban ya muchos más siglos de historia, sin que nunca se hubiesen
preocupado por las catástrofes que los cambios de siglo profetizaban. Muy
próxima a nuestros antepasados medievales la religión hebrea nos llevaba siglos
de antigüedad
Por contra, la religión islámica vivía
en el año cuatrocientos y pico, muy lejos del cambio de su milenio.
Por tanto, de haber existido ese
movimiento de terror, habría sido solamente en el entorno cristiano.
En muchos lugares coexistían
diferentes religiones como ocurría en la Península Ibérica en donde musulmanes,
judíos y cristianos, juntos, pero no revueltos, ocupaban un mismo territorio,
pero solamente los cristianos desarrollarían esa especie de histeria colectiva
que había ido alentando la Iglesia desde los tiempos de su fundador.
El hecho es que en varias partes de
Europa aparecieron falsos profetas que fomentaron el mito de una próxima
apocalipsis.
Pero, ¿pudo haber un instante de
verdadera histeria colectiva en la cristiandad como se nos ha contado?
Mi opinión es que no y por varias
razones.
Desde hace muchos años en todos los
hogares del mundo civilizado, detrás de la puerta de la cocina hay un almanaque
cuyas hojas vamos desgranando conforme pasan los meses y algunas personas, muy
ordenadas, anotan sobre sus guarismos alguna cita de interés. Eso, junto con
que se nos repite la fecha y la hora del día en innumerables ocasiones a lo
largo de la jornada, hace que todos sepamos el día en el que vivimos y podamos
coincidir en celebraciones como el cambio de milenio, pero en la Edad Media no
era así.
Dejando aparte algunos colectivos
cultos, la gente desconocía el día en el que estaban viviendo y las referencias
en relación con los años de una persona era tan ambigua como que se tomaba la
coronación de un Papa o de un rey, una guerra u otro acontecimiento importante
para centrar el tiempo, pero es que, además las reglas para contar el tiempo
eran muy distintas de unos países a otros.
Muchos países seguían rigiéndose por
el calendario romano, mientras otros lo hacían por el cristiano que regía desde
el siglo VI. Es decir, los primeros databan los años desde la construcción de
Roma, los segundos desde el nacimiento de Jesús.
Un sabio llamado Dionisio el Exíguo
fue quien calculó que Jesús había nacido el año 753 Ad urbe condita (de la
construcción de Roma) y así se empezó a contar, con el solo propósito de
establecer las fechas litúrgicas,
no las históricas.
Hoy sabemos que Dionisio se equivocó
lamentablemente en la datación y el nacimiento de Jesús debió ser como cuatro o
cinco años antes, aunque eso carece de importancia, de igual manera que al
desconocer en aquel tiempo el número cero, la era cristiana pasó del año 1,
antes de Cristo al año 1 qdespués de Cristo, que en la liturgia se denominaba
Anno Domini, o año del Señor, en sustitución del romano Ad urbe condita, o
creación de Roma.
Retrato de San Dionisio, el Exiguo
Este calendario se fue imponiendo poco
a poco pero tardó más de tres siglos en ser adoptado por casi toda la Iglesia,
menos en España y el sur francés, que no contaban los años ni por el calendario
romano ni por el litúrgico sino que hacían coincidir el año uno a partir con la
pacificación de Hispania, en tiempos del emperador Augusto, ocurrida en el año
37 antes de Cristo.
Eso quiere decir que cuando en España
y en el sur de Francia estaban en el año 1037, los que seguían el calendario
romano estaban en el 1006 y los que lo hacían por el calendario litúrgico
estaban cruzando el milenio.
Por tanto, cabe descartar la teoría de
la histeria colectiva que azotó Europa, si bien es cierta la proliferación de
vaticinadores que aseguraban el fin de los días y la vuelta del Mesías, vuelta
que aún estamos esperando, afortunadamente.
Por cierto, en la tierra de Palestina,
donde se desarrolló gran parte de la vida pública de Jesús, muchos de sus
contemporáneos y todos los seguidores de la religión judía, siguen esperando la
llegada, no la nueva llegada del Mesías, sino su primera venida, porque para
ellos, para sus contemporáneos, Jesús era un simple rabí y nunca fue
considerado como mesías y mucho menos como “El Hijo de Dios”.
Y que cada cual que piense y crea en
lo que quiera. Yo, como siempre, no creo en nada.
Buen articulo!!!!
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