Decía una enciclopedia de la Editorial
Bruño con la que estudié antes de iniciar el bachiller que: “Los árabes eran
un pueblo de Arabia que fanatizados por las predicaciones de Mahoma,
emprendieron la conquista del mundo. La capital de su imperio que se extendió
por Asia y África, fue Damasco”.
No creo que exista una mayor capacidad
de síntesis para describir lo ocurrido y hacérselo comprensible a un niño de
menos de diez años.
Porque eso fue lo que en realidad
ocurrió, tras la Hégira, que es su huida de La Meca a Medina, las prédicas de
Mahoma arraigaron de tal manera que enfervorecieron al pueblo que se lanzó, en
una “guerra Santa” que los árabes llaman “Yihad”, a conquistar el mundo.
Y por poco lo consiguen, pues si
Carlos Martel no los para en Poitiers, se cuelan en Europa lo mismo que se
habían colado hasta la cocina en la Península Ibérica.
Mucho tardaron los cristianos en darse
cuenta que el verdadero espíritu aglutinador de la idea de conquista no era
otro que el de extender sus creencias hasta los confines de la Tierra, acabando
con los infieles e implantando el Islam como religión única y verdadera, y lo
que es más importante, como único modo de vida y sociedad.
Ya saben quienes me leen, que en temas
de religión soy muy curioso a la vez que escéptico y no me creo nada, o casi
nada, de nuestra religión, en la que fui bautizado y adoctrinado. ¡Cómo me voy
a creer entonces que un arcángel, de los que inventaron los supuestos
evangelistas y la Iglesia les dio carta de naturaleza, se vaya a aparecer a un
musulmán! ¿Se le aparece a Mahoma y le inspira que pueden tener varias mujeres,
que van a ir al cielo si matan a los cristianos, que no beban alcohol ni coman
cerdo? Pues el que quiera que se lo crea.
Pero es que todo no queda ahí porque
se cuenta en los “hadices”, algo
así como para nosotros son los Hechos de los Apóstoles, que Mahoma recibió la
visita del arcángel San Gabriel, el cual le abrió el pecho para sacar su
corazón y extraer un coágulo negro. Después lavó el corazón en un recipiente de
oro y lo devolvió a su sitio, como si fuese el famosísimo doctor Barnard,
mientras le advertía que había limpiado el sitio donde Satán podía seducirle.
Dejando aparte mis personales
inclinaciones, lo cierto es que un pueblo inculto y desarrapado como eran los
árabes en aquel momento, se creyeron eso y muchas otras cosas más, a pies
juntillas y sin pensárselo dos veces, emprendieron la conquista del mundo, como
decía mi enciclopedia.
Pero pasados los años, incluso algunos
siglos, los árabes se cultivaron y fue un pueblo culto, amante de la ciencia y
la sabiduría, aunque siguieron creyendo en las mismas cosas y si me apuras,
cada cierto período de tiempo dando un giro de tuerca y apretando más en las
creencias fundamentalistas.
Por el contrario, sus oponentes y para
centrarnos en nuestro caso, los cristianos de la Península, no entendían
aquella invasión como una guerra de religión sino como una vil y consumada
apropiación por la fuerza de nuestro suelo patrio, contra lo que lucharon con
sus armas y su tesón, en desigual batalla que fueron ganando poco a poco.
No fue hasta que los cristianos se
dieron cuenta de que aquel enfrentamiento de siglos tenía que revestirse de una
religiosidad similar a como los invasores habían enfocado su tema, que las
cosas no empezaron a cambiar.
Comenzando con el Voto de Santiago,
que fue tema de un artículo reciente y siguiendo luego con el ejemplo que las
cruzadas a Tierra Santa les proporcionaba, encontraron la solución. A las
batallas contra los moros de Al-Andalus había que darles el mismo carácter de
las cruzadas: como hacía el enemigo, considerarla Guerra Santa.
Sorprende ver el escaso número de
batallas importantes acaecidas en los ochocientos años de invasión y presencia
musulmana en la Península y es verdad que hubo pocas importantes, pero
innumerables escaramuzas fronterizas, pequeñas batallas que se iniciaban de uno
y otro lado, con la intención de apoderarse de territorio y colonizarlo.
Me saldré ahora un poco del tema
porque me parece muy interesante y curioso comentar lo que viene seguidamente,
porque la colonización fue el verdadero motor de la Reconquista y gracias a
ella se fue ganando paulatinamente el territorio ocupado por los musulmanes,
liberando pueblos y villas, o creándolos nuevos, aunque en estos casos el
problema surgía a la hora de repoblar.
Para incentivar a los individuos a
afrontar un riesgo cierto y trasladarse a zonas que quedaban casi en tierra de
nadie y en donde sabían que les iba a resultar difícil recibir ayuda en caso
necesario, se otorgaban, sobe todo en el reino de Aragón, las llamadas Cartas
Pueblas o los Fueros, que no eran otra cosa que una relación de privilegios
para los colonos, que pasaban a ser los llamados infanzones, o nobleza del
pueblo, personas libres y dueñas de las tierras que cultivaban.
En algunos casos los beneficios eran
de carácter pecuniario, como exención de tributos, pero en otros era de
carácter más espiritual como los derechos de ingenuidad y de franqueza.
Al contrario de lo que pueda parecer,
la ingenuidad no era convertir en simples o necios a los colonos, muy al
contrario, era el derecho a ser libre por nacimiento y no doblar la rodilla
ante el rey; y la franqueza era poder hablarle con claridad, francamente y
recurrir a él en demanda de justicia.
Y hecho este paréntesis continúo
con el tema.
En aquella época era muy común ver
cabalgar en la batalla, junto al rey, a los obispos o arzobispos implicados en
el tema que se dilucidaba. Fueron estos altos cargos de la Iglesia quienes a
través de su influencia, consiguieron que los Papas consideraran, como cruzada
de la cristiandad, la guerra contra los moros y así, esas cruzadas eran
proclamadas por las diferentes órdenes religiosas en todos los rincones de
Europa.
Como consecuencia de esa llamada, una
gran cantidad de nobles sobre todo franceses, pero también alemanes, italianos,
británicos y de muchos otros lugares, se llegaron hasta la Península para
ponerse, con sus huestes, a disposición de los reyes sobre todo de Aragón, pero
también de Castilla.
Reinaba en Aragón Alfonso I, que ha
pasado a la Historia con el merecido sobrenombre de El Batallador, porque fue
quizás el rey más guerrero de todos los que coexistieron con el período de
dominación musulmana, cuando las batallas contra los sarracenos empezaron a
tener el carácter sagrado de cruzada.
Ese fenómeno se daba fundamentalmente
porque en la Edad Media apareció un exagerado sentimiento religioso que
impregnaba todo en la vida y que se unió a otro sentimiento también muy
arraigado como era el ideal de la Caballería.
Un caballero andante se echaba a los
caminos a defender al débil y a luchar contra la injusticia. Si era noble y
rico, llevaba con él a su mesnada, si no lo era, se arriesgaba solo a afrontar
todos los peligros.
Fue tan importante este movimiento que
generó una amplísima literatura sobre el género que a todos nos entusiasmó
cuando jóvenes.
Al unirse los dos sentimientos, tan
fuertemente arraigados, en el contexto de las cruzadas, surgen las llamadas
órdenes militares, compuestas por caballeros que abrazan la religión y la
espada (miles Christi), dedicando exclusivamente su vida en servicio a la
defensa de los Santos Lugares y de los caminos que a ellos conducían.
Estas órdenes fueron inicialmente los
Templarios, los Hospitalarios y los del Santo Sepulcro, más tarde aparecieron
muchas otras.
Para crear un paralelismo aún más
fuerte con el espíritu de las cruzadas a Tierra Santa, el rey Batallador creó
en Aragón la que sería la primera orden militar española: la Cofradía de
Belchite.
Corría el año 1122 cuando Alfonso I
tuvo la feliz idea de crear en la ciudad de Belchite, conquistada a los moros
un par de años antes y a la que se dotó de un fuero muy ventajoso, en el que
incluso se contemplaba la exoneración de las responsabilidades contraídas por
la comisión de cualquier delito, a quien se afincara en sus tierras, una orden
religiosa de carácter militar para proteger los campos y los caminos.
Alfonso I el Batallador
Para completar el panorama de
dificultades que presentaba la repoblación y dar protección a los colonos que
fueran llegando, el rey reunió al arzobispo primado de Toledo, al legado del
Papa y a los arzobispos más influyentes de toda la Península, Gelmírez el de
Compostela, y Olegario el de Tarragona, que junto a otros varios obispos, tanto
leoneses como castellanos, asistieron al rey en la creación de aquella orden
militar.
A los cofrades, por el mero hecho de serlo, se le concedieron
privilegios espirituales acorde a los ya concedidos en el fuero y consistentes
en indulgencias, levantamiento del ayuno o la abstinencia, etc., pero si además
donaban equipamientos o consumibles, postulaban con beneficio a la Cofradía, o
la pregonaban, se les llegaba a redimir de las obligaciones propias de la
Cuaresma.
Como se aprecia, era todo un beneficio
importante en el que buscaron refugio innumerables caballeros tratados por la
fortuna de forma poco amable que encontraban entre los muros de la Cofradía su
descanso espiritual y físico y en el campo de batalla contra el moro, la máxima
satisfacción.
Tan bien le fue al rey aquella
invención que dos años más tarde y con la misma finalidad, creo la Orden
Militar de Monreal, en la villa de Monreal del Campo, en Teruel.
Años más tarde, la Cofradía de
Belchite se adhirió a la Orden del Temple, que fue extinguida el 13 de octubre
de 1307, lo que supuso su desaparición, pero los resultados militares obtenidos
hasta ese momento, han sido considerados de alto valor.
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