viernes, 11 de julio de 2014

HOGUERA DEL INFIERNO





No es la primera vez que trato sobre la inmoralidad, la promiscuidad sexual, en la que muchos de los representantes de Jesucristo en la Tierra se han visto envueltos, pero es que hay casos en los que, sin querer ofender en ningún momento las creencias de los que tienen la fortuna de seguir una doctrina sin detenerse a analizar su contenido, no tengo más remedio que detenerme y exponerlo, a la vez que expreso mi más profunda sorpresa al comprobar que aún después de tanto escándalo, la doctrina siga existiendo, cuando lo normal es que se hubiera extinguido por la falta de ejemplo de sus más altas magistraturas.
Ya me imagino cual será la respuesta de alguno a los que antes me he referido, pero yo prefiero respuestas más acertadas, más cercanas a la vida real y no tan próximas a la entelequia.
Hasta muy avanzada la Edad Media era normal que los sacerdotes, vicarios, obispos, cardenales e incluso el papa, estuviesen casados, o tuviesen novias, amantes, queridas o como queramos llamarlas, tanto fijas como esporádicas.
Esta costumbre de tener a sus ministros debidamente sujetos en la esfera matrimonial que muchas otras religiones consideran como higiénica y beneficiosa para el clero, tenía una fuerte corriente de oposición dentro de la Santa Madre Iglesia Católica, que consideraba, no sé por qué razón, que Jesucristo había sido un soltero y que sus apóstoles renunciaron a su familia para seguirle.
Indudablemente que tras esta singular creencia se ocultaba la profunda misoginia de algunos de los llamados “Padres de la Iglesia” de los primeros tiempos que abjuraban del matrimonio y que llegaron a decir aquello de: “cosa impía e impura es el matrimonio”, sin considerar que gracias a esa institución estábamos todos aquí.
Pero, en fin, así estaban las cosas y de cuando en cuando, llegaba a la silla de Pedro un pontífice que se las prometía felices para arreglar la cosa de los amancebamientos y las barraganerías, además de prohibir totalmente los matrimonio.
El veintidós de abril de 1073 fue elegido papa uno de esos: Hildebrando de Soana, hombre influyente en la curia romana, pues había sido secretario de Gregorio VI, tesorero de León IX y el hombre más influyente en los papados de Nicolás II y Alejandro II, representando la corriente reformista que trataba de cambiar las costumbres morales del curato, entendiendo por morales solamente las referidas a la sexualidad.
Hildebrando adoptó el nombre de Gregorio VII y ¡oh!, casualidad, resultó que ni siquiera estaba ordenado como sacerdote, requisito imprescindible para ser papa. Por tanto no era cura y mucho menos obispo o cardenal.
Un mes más tarde era ordenado a toda prisa, así que la curia sentó en la silla de San Pedro a un laico.
Por supuesto que no había unidad de criterios en el colegio cardenalicio y una buena facción de los llamados príncipes de la Iglesia le censuraban que había alcanzado el pontificado mediante sobornos, artimañas de baja estofa y otras acciones a cual más censurable, por lo que le daban el apelativo de San Satanás.
Siglos más tarde, el propio Lutero, reformador de la Iglesia, lo definía con el calificativo que da título a este artículo: Hoguera del infierno.
No se puede negar que este Gregorio era un hombre de carácter, pues llegó a excomulgar al emperador del Sacro Imperio, Enrique IV, por el tema, que ya otras veces también he tratado, de las investiduras.
Exigió a reyes y príncipes que besaran sus pies, costumbre que ya existía pero sin exigencias y que se extiende desde entonces hasta que un papa que padecía úlceras sifilíticas en los pies, eximió a la humanidad de besárselos, a la vez que de soportar el hedor que desprendían.
Algunos historiadores eminentes estiman que este papa dictó personalmente el llamado “Dictatus Papae”. Una colección de prerrogativas papales nada desdeñables y a la que todos deberíamos echar un vistazo, aunque sea por la mera curiosidad de adentrarnos un poco en la mentalidad papal de la época.
Con su recio carácter, el papa Gregorio, pretendía imponer el celibato y proscribir el concubinato o el amancebamiento de cualquier clase dentro de la Iglesia, sin embargo él mantenía una relación amorosa con una de las mujeres más influyentes y poderosos de su época: Matilda de Canossa, condesa de Toscana, joven y bellísima esposa del hombre más poderoso de Italia, Godofredo el Jorobado y públicamente reconocida como la amante del papa.

Retrato de Matilda de Canossa

En el año 1075, el papa Gregorio proclamó la Ley del celibato sacerdotal “ad divinis” y destituyó a todos los curas casados, pero su lucha topó con una fuerte contestación, en Alemania, Francia e Inglaterra, aunque entre el populacho aquella directiva papal supuso levantar la veda contra los clérigos y en buena parte de Europa, de la que España no quedó libre, se desató una persecución a muerte que se llegó a cumplir, tan sacrílegamente, como que muchos sacerdotes murieron dentro de las iglesias, asaltadas por las turbas y en el pleno ejercicio de su ministerio. Nada mejor les ocurrió a las esposas de estos clérigos que fueron violadas y asesinadas y su hijos muertos en las mismas iglesias.
Muchos obispos y arzobispos protestaron por tan sangrientos sucesos, recriminando al papa que era capaz de prohibir castos matrimonios dentro de la Iglesia, cuando aprobaba el asesinato. Matar a un clérigo no era un crimen, pero lo era que estos amasen a sus esposas.
Muchas esposas consiguieron huir degradando sus vidas para poder subsistir hasta convertirse en prostitutas, ladronas o buscándose la vida de la mejor manera posible.
Pero aunque el populacho, que si le das la oportunidad de divertirse a costa de un cura o de su mujer, estará encantado en aprovecharla, veía con buenos ojos la política de austeridad que el papa quería imponer, las jerarquías eclesiásticas sabían que no podrían encontrar hombres castos con los que reemplazar a los buenos sacerdotes casados que se negaban a abandonar a sus esposas, pues lo que ocurrió es que mucho advenedizo entró a formar parte del clero con el voto de castidad, mientras oculta en su casa mantenía a su amante. Y así, bajo el liderazgo del obispo de Pavía, un buen número de prelados decidieron excomulgar al papa que había propiciado el libertinaje del clero en lugar de la moral del matrimonio. Los obispos rebeldes, reunidos en el concilio de Brixen, bellísima ciudad del Tirol austriaco, decidieron condenar al papa por el innoble divorcio entre matrimonios legítimos, acusándole además de herejía, magia, simonía y pacto con el diablo.
La Nochebuena del año 1075, mientras el papa Gregorio oficiaba en la iglesia de Santa María la Mayor, un grupo de hombres armados irrumpió por la fuerza en el templo, prendieron al papa y lo hicieron prisionero en una torre del castillo de la familia Cenci. Un grupo de sus adeptos, consiguió liberarlo pocos días después.
Francesco Fiorentini, historiador del siglo XIX, estima que fue Godofredo el Jorobado quien planeó el golpe contra el papa y no solamente por la cuestión sacra, sino también por el peso de los cuernos que cada vez le costaba más trabajo llevar.
El emperador del Sacro Imperio Germánico, Enrique IV y veintiséis obispos, se reunieron en Alemania para juzgar al papa, al que encontraron culpable de tres delitos, el más grave el de su concubinato con mujer casada, pero el papa no lo dudó, los excomulgó a todos y también excomulgó al emperador.
En aquellos tiempos, estar a mal con la Iglesia era una situación muy comprometida, así que Enrique IV decidió pedir perdón al papa, para lo que viajó hasta la fortaleza de Matilda Canossa, en donde se encontraba el papa con su amante, el cual se negó a recibirlo, obligándole a permanecer tres días a la intemperie y solo por la intervención de su amante, consintió recibirlo en ropas de penitente y con la cabeza cubierta de cenizas.

Enrique IV implorando el perdón del papa, ante Matilda de Canossa

Enrique se arrepintió y besó los pies del papa, pero su arrepentimiento duró poco y en 1080 invadió Roma, deponiendo al papa y colocando en el trono de Pedro a Clemente III, un antipapa. Gregorio se refugió en el castillo de Sant Angelo, de donde fue rescatado por un ejército de mercenarios de las más diversas etnias que su amante Matilda formó.
Nuevamente en la silla de Pedro, los mercenarios que le servían de guardia pretoriana, se dedicaron, durante cuatro años, al saqueo y violaciones en la ciudad de Roma, hasta que el pueblo, harto de soportar la situación, decidieron repudiar a Gregorio y reconocer al antipapa Clemente.
Gregorio murió poco después, en 1085. Su sucesor, Desiderio, el abad de Montecasino, le sucedió en el solio pontificio con el nombre de Víctor III y del que se dijo que para llegar al trono había pasado previamente por la cama de Matilda.
Otros dos papas posteriores también pasaron por la alcoba de la bella Matilda que junto con Teodora y su hija Marozia, de las que ya hablé artículos atrás, forma una trilogía de mujeres influyentes en el papado por la vía de lo “húmedo”.

Por cierto, siglos después, concretamente en el XVII, Gregorio fue santificado.

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