viernes, 25 de julio de 2014

UN GUERRILLERO OLVIDADO





Una parte muy importante de la derrota de Napoleón en España se debió a la acción continuada de los llamados “guerrilleros”, partidas de hombres montaraces y aguerridos que desde el principio se emboscaron en los montes y sierras de la Península, haciendo la vida imposible a los “gabachos”, interceptando sus correos, apoderándose de sus suministros y abatiendo a todos los que se ponían a tiro.
El Empecinado, El cura Merino, Chaleco, El Campesino, Renovales, Franch i Estalella, El Barbudo, Espoz y Mina, El Charro, El Marquesito y bastantes más, de los que algunos pasaron desapercibidos y otros, sin causa aparente, fueron olvidados por la historia y que entre todos fueron los verdaderos héroes de la independencia.
Olvidado, como el guerrillero que hoy ocupa estas páginas, un hombre de ciencia que dejó todo, para coger el trabuco y lanzarse a la sierra, culminando su tarea con una memorable victoria militar sobre los franceses que la historia se ha resistido en reconocer.
Cuando Napoleón invadió la Península Ibérica, tenía concebida una idea fija que era la de apoderarse de Cádiz, ciudad que su asesor particular, el duque de Cadore, le recomendaba tomar para hacerse dueño del Mediterráneo.
Y fue, precisamente, Cádiz (y mi querida Isla de León) la única ciudad que las tropas de Napoleón no pudieron tomar y que por dos años se vio asediada y bombardeada insistentemente, si bien con la escasa efectividad que ya la coplilla ha resaltado suficientemente (Con las bombas que tiran los fanfarrones, se hacen las gaditanas tirabuzones).
Desde las fortificaciones del Trocadero, cuyos restos se pueden contemplar cada vez que se cruza el emblemático puente sobre la bahía de Cádiz, las bombas apenas llegaban a las murallas de Puerta de Tierra, pues las únicas piezas de artillería capaces de alcanzar los tres y pico kilómetros que los separaban, eran los famosos morteros Grand y de esos, los franceses no tenían muchos, pero sobre todo no tenían munición para ser disparada.
Parece impensable que un ejército con el potencial militar del francés no estuviese bien pertrechado, pero así era y no por fallo logístico, sino por la labor que los guerrilleros hacían en la retaguardia.
Hasta doscientos soldados de infantería y caballería debían acompañar a cada convoy francés de suministros que cruzara los caminos de España y aún así, su éxito no quedaba asegurado.
Mientras, el asedio de Cádiz se prolongaba y uno y otro bando empezaron a tomarse las cosas por una parte, con el humor propio de los asediados y por la otra con la idea chauvinista de victoria del invasor.
Pero en esto ocurre que el duque de Wellington derrota estrepitosamente a los franceses en la batalla de Los Arapiles, celebrada en tierras de Salamanca tras haber tomado dicha ciudad y los franceses huyen despavoridos.
Esta victoria supone la posibilidad de que la Península pueda quedar dividida en dos zonas, norte y sur y que el ejército francés que se encuentra fundamentalmente en Andalucía, quede encerrado en una ratonera, sin posibilidad de suministros y con los caminos de escape cortados.
En vista de esa contingencia, se levanta el asedio de Cádiz, abandonando ingentes cantidades de material que puede entorpecer la retirada y las tropas de Napoleón se repliegan hacia el norte a la máxima velocidad posible.
Ya están pensando los franceses en evacuar Madrid y para no dejar títere con cabeza, llevarse todo lo que puedan para lo que disponen de todo un convoy como nunca se ha conocido.
Dicen que más de veinticinco mil carruajes de todo tipo y veinte mil soldados, también de distintas armas, se concentraron el diez de agosto de 1812, en Madrid, con una sola intención: llevarse todo lo que en ese inmenso número de carros les cupiera.
Y de hecho se lo llevaron. Todo lo que les cupo en los carros y lo que los soldados, ya en pleno saqueo, guardaron en sus morrales.
Conventos, iglesias, monasterios, edificios oficiales y todas las casas particulares que exhibían cierta prestancia, fueron saqueadas por los soldados franceses que se llevaron todo lo que se podía transportar y por supuesto, cuadros y otras obras de arte, bibliotecas enteras, ajuares, vestuarios y hasta los más impensables e innecesarios objetos.
El convoy se marchó con su carga pero la capital seguía en manos de los franceses y era preciso tomarla, liberarla de aquellas hordas saqueadoras que en los últimos momentos, sabiéndose ya derrotados se dedicaban exclusivamente al pillaje, el latrocinio y las violaciones.
Y el libertador de Madrid, no fue otro que el guerrillero olvidado de esta historia: “El Médico”.
Juan Palarea y Blanes nació en Murcia el 27 de diciembre de 1780, hijo de un comerciante de seda, que muy pronto destacó como buen estudiante y niño despierto. A temprana edad, ingresó en el seminario, donde permaneció varios años hasta que comprobó que su inicial vocación había desaparecido, decidiendo entonces estudiar medicina, cosa que hizo en Zaragoza.
Hay historiadores que dicen que no terminó la carrera, pero consta que en el año 1807 consiguió una plaza de médico oficial en la población toledana de Villaluenga de la Sagra. Es probable que no hubiese terminado sus estudios, aunque se le autorizase a ejercer la medicina, si bien en pequeños núcleos urbanos, como el que nos ocupa, cosa que parece era habitual en aquella época de escasez de galenos.


Juan Palarea y Blanes

Tras los incidentes del dos de mayo, Palarea decidió alzarse contra los invasores y fundó su propia guerrilla con los que, dicen, se llamaron a sí mismos, “Los catorce de la fama”, como aquellos conquistadores que se enfrentaron al mapuche Lautaro, en la conquista de Chile.
Pronto la guerrilla de “El Médico” comenzó a tener renombre, en base a las acciones llevadas a cabo contra los franceses y Palarea fue nombrado comandante de guerrilla y alférez de caballería, a la vez que su guerrilla recibió el nombre de  Séptima Partida de patriotas de Castilla.
Tras diversos golpes contra los invasores que lo encumbran, en 1810 alcanzó el grado de teniente coronel, cuando llegó a internarse en la Casa de Campo de Madrid, causando un gran revuelo entre las fuerzas ocupantes. Meses después, consiguió interceptar un convoy de trigo, que salvó del hambre a buena parte de la población española, hecho por el que se le concedió la Cruz de la Orden de San Fernando.
Cuando llegado el momento supremo, el enfrentamiento de las fuerzas anglo-hispano-portuguesas contra los franceses se hace ya evidente, “El Médico” se traslada con su partida hasta tierras salmantinas, ocupando la retaguardia francesa, en donde se dedican a interceptar todos los correos que pudieran recibir o enviar las tropas francesas, así como a atacar los convoyes de suministro, causando un grave daño en la intendencia y sobre todo, en las estrategias que los generales franceses tuvieran pensado emplear y que se transmitían por los correos que ellos interceptaban.
Realizada la labor de zapa y planteada ya la batalla, el guerrillero se puso al lado del duque de Wellington, junto al que combatió valerosamente y su intervención personal, así como la de su partida, en la batalla de Los Arapiles, supuso el reconocimiento por parte del duque de Wellington, el cual le regaló un sable de honor, que le había obsequiado el rey Jorge III, de Inglaterra.
Es fácil comprender que en una España poco cultivada intelectualmente, un hombre de estudios, como este guerrillero, tuviese una inmediata proyección política y tras Los Arapiles, fue nombrado gobernador militar de Toledo.
Ya con fuerzas regulares, a las que se sumaron las de su partida, “El Médico” fue el verdadero artífice de la liberación de Madrid, cuando aquellos veinticinco mil carros se llevaron a Francia todo lo que encontraron de valor. Con sus tropas entró en la ciudad y puso en fuga a lo que quedaba del ejército invasor.
En el año 1813 fue nombrado jefe del Regimiento de Húsares Numantinos y colaboró eficazmente en la retirada definitiva del ejército invasor francés.
Más tarde, durante el llamado Trienio Liberal, se opuso a las tropas francesas que apoyaban al rey Fernando VII y a pesar de su brillante palmarés como guerrillero, es posible que como militar profesional no fuese tan buen estratega y fue derrotado estrepitosamente en León y Oviedo y definitivamente en la batalla de Gallegos del Campo, cerca de Zamora, donde el general francés Bourque lo hizo prisionero.
En 1839 fue nombrado senador, pero lo suyo era la batalla con armas, no la dialéctica y nunca llegó a ejercer de parlamentario.
“El Médico” terminó sus días el 7 de marzo de 1842, sumido en la desgracia, preso en el penal de  Cartagena, acusado de haber participado en el levantamiento militar de 1841.

Sirvan estos modestos renglones para sacar del anonimato a un héroe nacional cuyo nombre debió figurar siempre junto a todos los héroes de la resistencia contra los franceses y al que la Historia se ha olvidado colocar en su lugar.

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