Sin duda alguna, el mayor avance
que la medicina ha experimentado en el campo de los medicamentos, ha sido el
descubrimiento de la penicilina.
Es este un tema muy estudiado y
publicado y sobre el que pocas cosas nuevas se pueden decir, si no es contar
alguna anécdota que haya resultado poco conocida, o desmentir otras, tan
extendidas como falsas.
Empezaré por esto último porque sobre
el descubridor de la penicilina se han contado muchas cosas y bueno es que
éstas se sepan, pero también se han contado falsedades que no venían a cuento
ni hacían falta ninguna para dar brillantez a una historia tan deslumbrante
como la de Alexander Fleming.
Como casi todo el mundo conoce,
Fleming nació en el Reino Unido, concretamente en una pequeña aldea de Escocia,
donde vivía su padre con su segunda esposa, de la que tuvo cuatro hijos, al
tercero de los cuales pusieron de nombre Alexander.
Su padre murió cuando nuestro
protagonista tenía solamente siete años y fue su madre y la ayuda de los hijos
mayores, habidos en un matrimonio anterior, los que sacaron adelante a
Alexander y sus hermanos pequeños.
Nace aquí un leyenda, demostrada
recientemente como falsa, que cuenta que en aquellos bellísimos parajes de
Escocia, la familia Churchill acostumbraba a pasar largas temporadas veraniegas
y que en una de esas vacaciones estivales, el jovencísimo Winston, que llegaría
a ser el más conocido de todos los primeros ministros británicos, jugaba junto
a un pantano. El joven resbaló y cayó al agua cenagosa, en la que pronto empezó
a hundirse.
A los gritos de auxilio que el joven
lanzaba, acudió Hugh Fleming, campesino que cuidaba su ganado que pastaba en
las proximidades y que, con habilidad y gran riesgo de su vida, consiguió sacar
del absorbente cieno al joven Winston.
Conocido por el padre del muchacho la
heroicidad de aquel campesino, cuentan que cierto día se presentó en la casa de
los Fleming y reconociendo la enorme deuda que su familia tenía con él, le hizo
entrega de cierta cantidad de dinero para que los hijos de aquellos humildes
labriegos pudiesen tener la misma educación que su hijo Winston recibiría
llegado el momento.
La historia es bonita y emotiva, pero
es falsa. Al quedar huérfano, Alexander tenía siete años, iniciando los
estudios primarios que acabó con trece, momento en el que se trasladó a
Londres, donde vivía el mayor de sus hermanos, producto del primer matrimonio
de su padre y que trabajaba en un hospital, el cual lo acogió mientras
realizaba dos cursos de estudios superiores en un instituto de la capital,
concluidos los cuales, encontró un empleo en las oficinas de una compañía
naviera.
Con diecinueve años se alistó como
voluntario en el llamado Regimiento Escocés de Londres que se iba a desplazar a
Sudáfrica para participar en la Guerra de los Boers, pero antes de que partiera
el regimiento, terminó la guerra, por lo que Alexander se quedó con las ganas.
Pero le había gustado la vida militar
que llevó aquellos meses y no se desenroló, sino que permaneció agregado al
Regimiento Escocés, con el que participó, más tarde, en la Primera Guerra
Mundial.
Siempre admiró el trabajo de su
hermano en el hospital, por eso, cuando a los veinte años recibió cierta
cantidad de dinero, probablemente de la venta de las tierras que la familia
tenía en Escocia, decidió emplearlos en estudiar medicina.
Esa fue la verdadera procedencia del
dinero que le permitió dedicarse a la actividad que le proporcionaría fama
mundial y no un regalo de los Churchill, con quien se le volvió a relacionar
muy posteriormente en otra anécdota que también resulta ser falsa.
Contaban que durante la Segunda Guerra
Mundial, siendo Winston Churchill primer ministro, enfermó de neumonía,
temiéndose seriamente por su vida.
Ya estaba descubierta la penicilina,
si bien su uso no se había extendido, quizás por dificultades técnicas, quizás
porque otras preocupaciones más importantes ocupaban los planes británicos,
pero lo cierto es que hasta que Estados Unidos se interesó por el
medicamento, al que consideraban muy superior al poder que tenían las
sulfamidas, única medicina contra las infecciones, el antibiótico no despegó
realmente.
Esa leyenda dice que Fleming ofreció
su penicilina para curar a Churchill y que gracias a ella, sanó.
Hoy, y consultados los archivos
médicos del hospital en el que estuvo ingresado el primer ministro, se sabe que
no es cierto que se le inyectase penicilina, sino que siguió un tratamiento a
base de un medicamento llamado “Sulphapyridine” de los laboratorios May&Baker, al que se refirió
Churchill en una entrevista en la que decía que aquel medicamento le había
salvado la vida.
Tras muchos esfuerzos, Fleming
consiguió que la penicilina se produjese masivamente, no habiendo querido nunca
patentar su descubrimiento que muy pronto se mostró como el principal agente
para combatir las infecciones, sobre todo en las guerras, en donde el
científico había comprobado que la mayoría de los heridos no morían por la
gravedad de las lesiones sino por las infecciones producidas, entre ellas la
“gangrena gaseosa”, causante de una gran mortandad.
Una de las últimas fotografías
del Dr. Fleming
Estas son las dos anécdotas a las que
quería referirme sobre la vida de Fleming, las cuales, aun no siendo verdad, no
desmerecen para nada el trabajo de este sabio al que se le reconoció su valía
con la concesión del Premio Nobel, entre otros muchos reconocimientos.
Pero ¿qué hacía la humanidad antes de
que a su disposición estuvieran herramientas poderosas para luchar contra las
enfermedades?
Pues hacía lo que podía, eso sí, con
un poco de sentido común y mucha menos técnica, aunque hubiera muchos avispados
galenos, adelantados a su tiempo que comprendieran, aunque de manera
rudimentaria, algunos procesos de las enfermedades.
Se encendían hogueras y antorchas para
combatir la propagación de la peste, de eficacia discutible, pero con la lógica
finalidad de purificar por el fuego el aire que se había de respirar; también
se quemaban los cadáveres y las ropas y enseres y algunos aprendieron que
atando fuertemente un pañuelo empapado en agua a la nariz y la boca, la
enfermedad no penetraba.
En otro campo, en el de las batallas,
desde tiempo inmemorial, algunos curanderos que acompañaban a los ejércitos
como médicos o ensambladores, preparaban un pócima cuyo resultado les era bien
conocido, aunque no entendían el proceso.
Usaban masa de pan, con la levadura
natural que en la época se usaba y dejaban la masa fermentar por unos días en
un ambiente fresco y húmedo. Pasado ese tiempo disponían de ella de manera que
a los heridos en las batallas, les aplicaban sobre las heridas aquella masa,
comprobando que a muchos de ellos no se les infectaban las mismas.
Llegaban incluso a realizar terapias
más que agresivas, como cuando algún noble o caballero hubiera sufrido una
herida profunda y entonces el médico introducía en la masa fermentada del pan,
una espada similar a la que le había herido, dejándola un tiempo, para
extraerla e introducirla seguidamente en la herida, con lo que se lograba
atajar la infección.
A veces los procedimientos eran más
drásticos como el uso de larvas de moscas cadavéricas para devorar las células
muertas por necrosis en las ulceraciones.
Se basaba esta práctica en una
realidad que nuestros antepasados habían constatado y es que estas larvas
solamente consumían la carne muerta, sin que el tejido vivo que la circundaba
sufriera la agresión de estos gusanos.
Pero quizás el procedimiento más
científico es el que se utilizaba en el sur de España.
En el este de la provincia de Málaga
hay una zona intermedia entre la costa y las sierras del interior que se llama
Axarquía, en donde durante muchos años se practicó una singular medicina con
las parturientas.
Los índices de fallecimiento por
fiebre puerperales han sido siempre muy elevados, dada la escasa higiene que se
observaba en los partos, en los que se contraían infecciones que acababan, de
manera trágica, con la vida de la madre.
Una bárbara costumbre que tuvo
vigencia hasta bien entrado el siglo XIX era colocar un zapato viejo en las
entrepiernas de la mujer, una vez producido el alumbramiento. Obviamente esta
salvaje práctica acabó con la vida de muchas mujeres que en otro caso habrían
sobrevivido al parto de manera natural.
Pero contra salvajadas como ésta, otra
práctica era observada en la Axarquía, sin que se tenga información de que en
otros lugares se empleara también.
Allí, cuando una mujer estaba próxima
al parto, la comadrona o la familiar que la iba a asistir, preparaba unos
trozos de pan, a los que humedecía y guardaba en un cuarto oscuro y húmedo. A
los pocos días, el pan presentaba en toda su superficie un moho verdoso que se
daba de comer a la embarazada que hasta el momento del parto, e incluso
después, estaba consumiendo aquel pan enmohecido.
Situación de la Axarquía
Tras el parto, no solían presentarse
las temidas fiebres y en pocos días las heridas normales del alumbramiento
cicatrizaban y la madre podía hacer vida normal.
Este pan era conocido como se dice en
el título de este artículo: “El pan de las embarazadas” y no era otra cosa que un aporte de antibióticos
naturales procedente de las levaduras fermentadas en la masa de pan.
En definitiva, que la raza humana es
inteligente, tanto para descubrir la penicilina, como para emplearla sin
haberla descubierto: así de sencillo.
soy de la Axarquia.Un saludo.AR
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