sábado, 11 de octubre de 2014

GIMBERNAT Y LOS REALES FALSOS





Seguro que la inmensa mayoría de españoles no ha oído nunca hablar de Carlos Gimbernat. Por mi parte confieso que el primer contacto con este personaje fue hace pocos días y con objeto de documentarme sobre cierta falsificación de monedas españolas ocurrida a finales del siglo XVIII.
Al profundizar en su vida quedé gratamente sorprendido de la proyección internacional de este científico al que en su propia tierra no se le ha hecho ninguna justicia .
Carlos Gimbernat y Grassot nació en Barcelona el 17 de septiembre de 1768, en el seno de una distinguida familia catalana.
Su padre, Antonio Gimbernat, era médico cirujano y fundador de la Escuela de Cirugía de San Carlos, creada en 1787, en Madrid, por iniciativa del rey Carlos IV.
Estudió ciencias naturales, matemáticas, física, química y botánica en Madrid y Salamanca, convirtiéndose en geólogo e historiador natural con sólo veintitrés años, momento en el que como compensación a la dedicación de su padre, fue pensionado por el rey para perfeccionar sus estudios en Inglaterra, Francia y Alemania.
Desde entonces vivió casi siempre en el extranjero, donde fue protegido de Maximiliano José I, rey de Baviera y principal aliado de Napoleón, pero sin desvincularse nunca de España, en donde se le nombró para varios cargos.
Su mayor contribución a la ciencia fue en el estudio de los gases procedentes de las erupciones volcánicas y de las aguas termales, que hizo siguiendo muy de cerca las erupciones del Vesubio.
Más tarde realizó una amplia investigación geológica sobre la formación de la cordillera de los Alpes, demostrando cómo se había producido el cataclismo que dio lugar a los picos más altos de Europa.
Pero no solamente en la historia natural o en la geología destacó este español universal, porque en otras ramas bien dispares, como realizar los primeros estudios sobre la litografía, sistema de impresión aun no puesto en práctica o sobre la estampación de los tejidos con la ayuda de aguas sulfúreas, procedentes de manantiales termales.
De toda su obra, que yo no he leído más que los títulos, lo que más despertó mi curiosidad es un informe que se le encargó recién llegado a Inglaterra para perfeccionar sus estudios, sobre unas falsificaciones de monedas españolas que estaba haciendo mucho daño a nuestra economía.
Para contar lo sucedido es necesario primero hacer un breve recorrido por la historia.
Durante las guerras que trajo como consecuencia la Revolución Francesa, la violencia y la animosidad que las naciones demostraron fue extrema.
La recién nacida república quería aniquilar, extinguir, a todos los reyes y las casas reales, a los que calificaba indiscriminadamente de tiranos. Por su parte, reyes y emperadores europeos se consideraban con todo el derecho a defenderse de aquellos que los querían destruir.
Toda Europa, menos España, declara la guerra a Francia, mientras nosotros nos doblegamos, primero a las ideas “ilustradas” y luego al poderío militar.
Hasta que el pueblo se alzó contra el invasor, nuestros reyes y sus gobiernos estuvieron en brazos de los franceses.
Esto hizo que Gran Bretaña declarase la guerra no solo a Francia, sino también a España y aprovechando su inmenso poderío naval, pretendieron apoderarse por la fuerza de las colonias españolas, a la vez que perturbaban el orden y la economía españolas.
Para esto último, unos “negociantes” de la ciudad de Birmingham, aprovecharon la situación internacional para falsificar la moneda española, concretamente los reales de a ocho, también llamado peso de a ocho y que los británicos conocían como “dólar español”, que era la moneda de plata más fuerte de la época, hasta tal punto que fue la primera moneda de curso legal de los incipientes Estados Unidos. Actualmente, el dólar canadiense, el estadounidense, el yuan chino y muchas monedas hispanoamericanas, tienen su origen en aquella prestigiosa moneda de plata española.


Las dos caras del Real de a ocho de finales del siglo XVIII

Es evidente que una falsificación masiva de esta moneda producía un quebranto más que considerable en la economía española, ya de por sí muy tocada desde siempre y a pesar de las ingentes cantidades de oro y plata procedente de las colonias.
Preocupados por la situación, el embajador de España en Londres, Simón de las Casas y Aragorri, encargó al joven estudiante Carlos Gimbernat que se desplazase a Birmingham al objeto de estudiar las diferentes falsificaciones que allí se estaban produciendo y poder atajarlas.
Gimbernat cumple con su cometido y de manera exhaustiva, informa al embajador de las circunstancias de la falsificación.
En primer lugar establece que ésta se realiza a sabiendas del gobierno inglés, que no toma ninguna medida contra los falsificadores y que algunos de los fabricantes de Birmingham habían llegado a poner en circulación cien mil monedas por semana, haciendo la salvedad de que algunos fabricantes de aquella ciudad eran personas honradas que incluso le habían ayudado en la investigación que había realizado.
Hasta tal punto era la connivencia del gobierno británico que un fabricante llamado Garbett, al enterarse de que un colega suyo había recibido instrucciones de fabricar moneda falsa, se dirigió a las autoridades británicas denunciando los hechos, de las que ni siquiera obtuvo contestación.
En vista de la actitud gubernamental, junto con otros fabricantes honrados, anunciaron que se daría un premio a quien denunciara a un falsificador de monedas.
Solamente se presentó una denuncia que se pasó al único magistrado de la ciudad para que tomara juramento al denunciante, pero resulta que el magistrado estaba ausente y cuando volvió, el que se había ausentado era el denunciante, así que no fue posible seguir procedimiento judicial contra la falsificación.
Tal descaro de permisividad existía en la política británica que incluso un tribunal aceptó la reclamación de un falsificador que pedía al gobierno el pago por su trabajo y terminó sentenciando que “la reclamación del falsificador es justa, fundada y legal, porque debe juzgarse permitida la falsificación”.
Como siempre, Gran Bretaña usaba cualquier argucia para atacar los intereses españoles, de igual manera a cuando fomentaba el corso.
Gimbernat descubrió que había cinco clases diferentes de falsificaciones de los reales de a ocho, habiendo estudiado minuciosamente muchas de aquellas monedas, a los cuales cortaba, limaba, analizaba su composición y cualquier otra práctica para determinar su forma de producción.
Se queja de la dificultad para conseguir especímenes de las monedas, pues aun contando con la connivencia gubernamental, todo el proceso está rodeado de un halo de secretismo que hace que las monedas falsas salgan del país sin que apenas lo perciban las autoridades y por supuesto ignorándolo el resto de la ciudadanía.
Había dos formas de falsificar: una usando monedas legítimas manipuladas; la otra falsificándolas por completo.
En el primer caso se prensaban las monedas, adelgazándolas e imprimiéndole nuevamente cada cara. Así resultaba un sobrante de ochenta y cuatro granos de plata por cada moneda (unos cuatro gramos y medio).
Otra forma era limar una cara de la moneda hasta dejar una finísima hoja con la otra cara, para hacer lo mismo al contrario. Así se obtenían las dos caras de la moneda que eran auténticas, entre las que se soldaba una pieza de cobre, cubriendo el canto con un “cordoncillo” igual al original, así se conseguía una moneda muy difícil de detectar, pues incluso sonaba como las monedas auténticas y solamente por el peso era detectable y el beneficio era el de siete octavos del peso de la plata.
La segunda forma de falsificación era total. No usaba partes legítimas y procedían de la siguiente manera: sobre una plancha de cobre prensaban una finísima lámina de plata a dos caras. Luego se cortaba en círculos del mismo tamaño que la moneda y se imprimían sus dos caras con unas laminadoras en forma de cilindros. El cordoncillo del borde se hacía de igual manera a como se mencionaba más arriba.
Eran estas muy malas falsificaciones, pues las monedas no daban ni el peso, ni el sonido de las auténticas, pero su beneficio era muy alto.
Otra forma era la utilización de estaño chapeado, más burda aún que la anterior y más beneficiosa en su producción.
Estas monedas falsificadas eran utilizadas exclusivamente por la Compañía de las Indias en todas sus transacciones comerciales con Estados Unidos y sobre todo con China y la India y no usaban otra moneda que el real de ocho.
La investigación llevada a cabo por el joven Gimbernat fue sin duda completa y difícil de realizar aunque sirvió de bien poco a los intereses de España porque como ya apuntaba él en su informe, una ley británica sancionaba la falsificación de moneda extranjera, que no circulara por el Reino Unido, como “crimen contra el tesoro” y sus autores y cómplices serían castigados con prisión perpetua y confiscación de todos sus bienes.
Por tanto, concluía el informe, no es por falta de leyes que los gobernantes no quieran castigar esta ilícita actividad y es por eso que continúa, envalentonada por la protección que gobierno y Compañía de Indias ofrecen a los falsificadores.
Otra razón más para calificar a la “pérfida Albión”, como ella misma se merece, a la vez que se intenta sacar del anonimato a un científico español sumamente ignorado.

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