Seguro que la inmensa mayoría de
españoles no ha oído nunca hablar de Carlos Gimbernat. Por mi parte confieso que el primer contacto con este personaje fue hace pocos días y con objeto de
documentarme sobre cierta falsificación de monedas españolas ocurrida a finales del siglo XVIII.
Al profundizar en su vida quedé gratamente sorprendido de la proyección internacional de este científico al que en su
propia tierra no se le ha hecho ninguna justicia .
Carlos Gimbernat y Grassot nació en
Barcelona el 17 de septiembre de 1768, en el seno de una distinguida familia
catalana.
Su padre, Antonio Gimbernat, era
médico cirujano y fundador de la Escuela de Cirugía de San Carlos, creada en
1787, en Madrid, por iniciativa del rey Carlos IV.
Estudió ciencias naturales,
matemáticas, física, química y botánica en Madrid y Salamanca, convirtiéndose
en geólogo e historiador natural con sólo veintitrés años, momento en el que como compensación a la
dedicación de su padre, fue pensionado por el rey para perfeccionar sus
estudios en Inglaterra, Francia y Alemania.
Desde entonces vivió casi siempre en
el extranjero, donde fue protegido de Maximiliano José I, rey de Baviera y
principal aliado de Napoleón, pero sin desvincularse nunca de España, en donde
se le nombró para varios cargos.
Su mayor contribución a la ciencia fue
en el estudio de los gases procedentes de las erupciones volcánicas y de las
aguas termales, que hizo siguiendo muy de cerca las erupciones del Vesubio.
Más tarde realizó una amplia
investigación geológica sobre la formación de la cordillera de los Alpes,
demostrando cómo se había producido el cataclismo que dio lugar a los picos más
altos de Europa.
Pero no solamente en la historia
natural o en la geología destacó este español universal, porque en otras ramas
bien dispares, como realizar los primeros estudios sobre la litografía, sistema
de impresión aun no puesto en práctica o sobre la estampación de los tejidos
con la ayuda de aguas sulfúreas, procedentes de manantiales termales.
De toda su obra, que yo no he leído
más que los títulos, lo que más despertó mi curiosidad es un informe que se le
encargó recién llegado a Inglaterra para perfeccionar sus estudios, sobre unas
falsificaciones de monedas españolas que estaba haciendo mucho daño a nuestra
economía.
Para contar lo sucedido es necesario
primero hacer un breve recorrido por la historia.
Durante las guerras que trajo como
consecuencia la Revolución Francesa, la violencia y la animosidad que las
naciones demostraron fue extrema.
La recién nacida república quería
aniquilar, extinguir, a todos los reyes y las casas reales, a los que
calificaba indiscriminadamente de tiranos. Por su parte, reyes y emperadores
europeos se consideraban con todo el derecho a defenderse de aquellos que los
querían destruir.
Toda Europa, menos España, declara la
guerra a Francia, mientras nosotros nos doblegamos, primero a las ideas
“ilustradas” y luego al poderío militar.
Hasta que el pueblo se alzó contra
el invasor, nuestros reyes y sus gobiernos estuvieron en brazos de los
franceses.
Esto hizo que Gran Bretaña declarase
la guerra no solo a Francia, sino también a España y aprovechando su inmenso
poderío naval, pretendieron apoderarse por la fuerza de las colonias españolas,
a la vez que perturbaban el orden y la economía españolas.
Para esto último, unos “negociantes”
de la ciudad de Birmingham, aprovecharon la situación internacional para
falsificar la moneda española, concretamente los reales de a ocho, también
llamado peso de a ocho y que los británicos conocían como “dólar español”, que
era la moneda de plata más fuerte de la época, hasta tal punto que fue la
primera moneda de curso legal de los incipientes Estados Unidos. Actualmente,
el dólar canadiense, el estadounidense, el yuan chino y muchas monedas
hispanoamericanas, tienen su origen en aquella prestigiosa moneda de plata
española.
Las dos caras del Real de a ocho de finales del
siglo XVIII
Es evidente que una falsificación
masiva de esta moneda producía un quebranto más que considerable en la economía
española, ya de por sí muy tocada desde siempre y a pesar de las ingentes
cantidades de oro y plata procedente de las colonias.
Preocupados por la situación, el
embajador de España en Londres, Simón de las Casas y Aragorri, encargó al joven
estudiante Carlos Gimbernat que se desplazase a Birmingham al objeto de
estudiar las diferentes falsificaciones que allí se estaban produciendo y poder
atajarlas.
Gimbernat cumple con su cometido y de
manera exhaustiva, informa al embajador de las circunstancias de la
falsificación.
En primer lugar establece que ésta se
realiza a sabiendas del gobierno inglés, que no toma ninguna medida contra los
falsificadores y que algunos de los fabricantes de Birmingham habían llegado a
poner en circulación cien mil monedas por semana, haciendo la salvedad de que
algunos fabricantes de aquella ciudad eran personas honradas que incluso le
habían ayudado en la investigación que había realizado.
Hasta tal punto era la connivencia del
gobierno británico que un fabricante llamado Garbett, al enterarse de que un
colega suyo había recibido instrucciones de fabricar moneda falsa, se dirigió a
las autoridades británicas denunciando los hechos, de las que ni siquiera
obtuvo contestación.
En vista de la actitud gubernamental,
junto con otros fabricantes honrados, anunciaron que se daría un premio a quien
denunciara a un falsificador de monedas.
Solamente se presentó una denuncia que
se pasó al único magistrado de la ciudad para que tomara juramento al
denunciante, pero resulta que el magistrado estaba ausente y cuando volvió, el
que se había ausentado era el denunciante, así que no fue posible seguir
procedimiento judicial contra la falsificación.
Tal descaro de permisividad existía en
la política británica que incluso un tribunal aceptó la reclamación de un
falsificador que pedía al gobierno el pago por su trabajo y terminó
sentenciando que “la reclamación del falsificador es justa, fundada y legal,
porque debe juzgarse permitida la falsificación”.
Como siempre, Gran Bretaña usaba
cualquier argucia para atacar los intereses españoles, de igual manera a cuando
fomentaba el corso.
Gimbernat descubrió que había cinco
clases diferentes de falsificaciones de los reales de a ocho, habiendo
estudiado minuciosamente muchas de aquellas monedas, a los cuales cortaba,
limaba, analizaba su composición y cualquier otra práctica para determinar su
forma de producción.
Se queja de la dificultad para
conseguir especímenes de las monedas, pues aun contando con la connivencia
gubernamental, todo el proceso está rodeado de un halo de secretismo que hace
que las monedas falsas salgan del país sin que apenas lo perciban las
autoridades y por supuesto ignorándolo el resto de la ciudadanía.
Había dos formas de falsificar: una
usando monedas legítimas manipuladas; la otra falsificándolas por completo.
En el primer caso se prensaban las
monedas, adelgazándolas e imprimiéndole nuevamente cada cara. Así resultaba un
sobrante de ochenta y cuatro granos de plata por cada moneda (unos cuatro
gramos y medio).
Otra forma era limar una cara de la
moneda hasta dejar una finísima hoja con la otra cara, para hacer lo mismo al
contrario. Así se obtenían las dos caras de la moneda que eran auténticas,
entre las que se soldaba una pieza de cobre, cubriendo el canto con un
“cordoncillo” igual al original, así se conseguía una moneda muy difícil de
detectar, pues incluso sonaba como las monedas auténticas y solamente por el
peso era detectable y el beneficio era el de siete octavos del peso de la
plata.
La segunda forma de falsificación era
total. No usaba partes legítimas y procedían de la siguiente manera: sobre una
plancha de cobre prensaban una finísima lámina de plata a dos caras. Luego se
cortaba en círculos del mismo tamaño que la moneda y se imprimían sus dos caras
con unas laminadoras en forma de cilindros. El cordoncillo del borde se hacía
de igual manera a como se mencionaba más arriba.
Eran estas muy malas falsificaciones,
pues las monedas no daban ni el peso, ni el sonido de las auténticas, pero su
beneficio era muy alto.
Otra forma era la utilización de
estaño chapeado, más burda aún que la anterior y más beneficiosa en su
producción.
Estas monedas falsificadas eran
utilizadas exclusivamente por la Compañía de las Indias en todas sus
transacciones comerciales con Estados Unidos y sobre todo con China y la India
y no usaban otra moneda que el real de ocho.
La investigación llevada a cabo por el
joven Gimbernat fue sin duda completa y difícil de realizar aunque sirvió de
bien poco a los intereses de España porque como ya apuntaba él en su informe,
una ley británica sancionaba la falsificación de moneda extranjera, que no
circulara por el Reino Unido, como “crimen contra el tesoro” y sus autores y
cómplices serían castigados con prisión perpetua y confiscación de todos sus
bienes.
Por tanto, concluía el informe, no es
por falta de leyes que los gobernantes no quieran castigar esta ilícita
actividad y es por eso que continúa, envalentonada por la protección que
gobierno y Compañía de Indias ofrecen a los falsificadores.
Otra razón más para calificar a la
“pérfida Albión”, como ella misma se merece, a la vez que se intenta sacar del anonimato
a un científico español sumamente ignorado.
Articulo muy interesante e ilustrativo!
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