Esta no ha sido una buena semana en lo
que a artículos se refiere. No he sido capaz de encontrar un tema interesante
para desarrollar, así que, dando ya las boqueadas la noche del jueves, sin nada
interesante que llevar a la pluma y revisando mis archivos, me topé con un
artículo que de forma novelada, escribí un día sobre una noticia
que publicaba la prensa gaditana en aquellos duros años del asedio francés.
Y es que las mujeres de Cádiz habían
decidido confeccionar uniformes y calzado para los distintos regimientos que
formaban la guarnición de la ciudad.
Se me ha ocurrido publicarlo para
llenar el hueco, porque en parte sigue un poco la línea de los demás artículos,
solo que esta vez relatado de forma diferente.
Todos los personajes, lugares y
circunstancias que figuran en él son reales.
[[[
-¡Maldito Levante! -Exclama tras los
cristales de la ventana el diputado Andrés Morales.
Desde hace más de una semana un
tórrido viento de levante, el Levante, como se le llama en Cádiz, sopla sin
misericordia, levantando, en calles y plazas, nubes ardientes de tierra que se
cuelan por las rendijas asfixiando a los habitantes de toda la zona que, como
única protección, cierran puertas y ventanas, corren las cortinas para aislar
en lo posible sus viviendas y cuando caminan por la calle, sujetan faldas y
sombreros para evitar que el viento se los lleve.
El calor no da respiro de día ni de
noche y lo que es peor, produce mal humor en muchas personas y Andrés es una de
ellas.
Vestido para marchar al Oratorio,
espera que la sirvienta le traiga el panfleto que se edita cada día y que gusta
leer antes de salir a cumplir con su misión de Diputado del Común. Lo ha
elegido el Ayuntamiento por su doble condición de comerciante y capitán de los
Artilleros Voluntarios Distinguidos, para que represente los intereses de la
ciudad en la redacción de la Constitución.
Apoyado en el alféizar de la ventana, en
el primer piso del número ciento sesenta y cuatro de la calle de Linares,
observa los remolinos de tierra, hojas y papeles que el viento forma, mientras
piensa en la jornada que tiene por delante.
Le duele la grave situación del país,
o lo que de él está quedando, pero eso no es más que un acicate para esforzarse
en el trabajo que le ha tocado desarrollar y, mientras que los escasos
ejércitos españoles y las abundantes guerrillas, se oponen con sus menguadas
fuerzas al ejército más poderoso del mundo, cosechando milagrosamente más
éxitos que fracasos, los diputados, venidos de los confines del imperio, se
reúnen cada día para dar forma a una Constitución que permita a todos vivir en
paz y armonía y que a la vez proteja los derechos de los ciudadanos frente al
poder absoluto.
Unos golpes en la puerta lo sacan de
sus pensamientos. La sirvienta entra ofreciéndole el número cincuenta y seis de
El Redactor General, correspondiente a aquel nueve de agosto del año 1811.
Aunque sabe perfectamente la fecha en
la que está, a Andrés le gustaba leer desde la primera hasta la última palabra
de aquel periódico que empieza como si fuera la orden general de servicios de
un cuartel que es en lo que casi se ha convertido aquella plaza sitiada y
nombra a los jefes militares, los regimientos que harán la guardia y a los que
les toca el baño.
Su amigo Agustín es el Coronel Jefe de
día. Hace unas semanas que no lo ve, pero esa tarde, cuando terminen las
sesiones irá a la Capitanía General a tomar una copa de vino de Chiclana con él.
“A las damas de Cádiz una gaditana”;
así empieza el primer artículo que lee con interés y que firma L.M.P.
Fotocopia del panfleto
Tira distraídamente de la leontina y
saca del bolsillo del chaleco un reloj de plata. Un regalo de su padre cuando
allá, en su Nueva España natal, cumplió los veintiún años. Desde entonces no se
ha desprendido de él.
Mira la hora alzando la tapa. Faltan
pocos minutos para las nueve de la mañana y aún no ha sonado el primer
cañonazo. El maldito Levante, además de volver tarumba a las personas, arremolinar
toda la suciedad y asfixiar a las gallinas que se apretujan en los gallineros
de las azoteas de cada casa, empuja tanto las bombas francesas que casi llegan
a Puerta de Tierra.
Como artillero, sabe perfectamente que
para llegar hasta la ciudad, los franceses tendrían que construir cañones más
grandes. Con los que tienen han hecho todo tipo de experimentos, incluso
ahuecando las bolas de hierro que usan de proyectil y rellenándolas de plomo
para que pesen más y que así puedan llegar a la ciudad, pero desde el Trocadero
les resulta inalcanzable.
¿Qué es lo que dice esta supuesta
gaditana? Se pregunta, coincidiendo con el primer cañonazo y volviendo a releer
el periódico. El artículo comenta
que le han cambiado el nombre al Regimiento, que desde ahora llevará el de la
ciudad de Cádiz y sigue hablando del deseo de esa gaditana de proteger a los
beneméritos soldados y confeccionarles uniforme y calzado.
¿Qué es lo que quiere esta mujer?
¿Montar un taller de sastrería para hacerles uniformes a los soldados? ¿Una
talabartería para trabajar el cuero? ¿Quién se esconde tras estas tres
iniciales? ¿De dónde sacará los paños?
A lo mejor la idea no es mala
–piensa–. ¡Seguro que el cura Terrero ya sabe algo de este asunto!
A la hora en punto, como cada día,
sale de su casa para dirigirse al Oratorio. Él mismo fue quien propuso aquel
lugar para continuar con las sesiones, cuando en la Isla ya era imposible
continuar.
Por la calle de los Sacramentos
alcanzó a ver la sotana parda y la teja desteñida del cura Terrero, diputado
por Algeciras, caminando delante. Apresuró el paso para ponerse a su altura.
–Buenos días, padre Vicente –saludó–.
¿Habéis leído el Redactor? ¿Qué os parece esa idea de proporcionar vestimenta a
los soldados?
–Como todos los días, querido Andrés, lo
he leído y la idea ya la conocía y me parece bien. Hay una dama gaditana que de
momento no se quiere dar a conocer, que propone a otras señoras de la ciudad la
creación de una Sociedad Patriótica, como tantas de las que están funcionando
en las zonas ocupadas.
–Sí, pero esas sociedades son para
otras cosas, no para vestir soldados. De eso tiene que ocuparse el Gobierno. A
lo sumo que cada regimiento se procure la uniformidad, tal como he hecho yo con
los Artilleros Voluntarios, que incluso he ayudado a diseñar el uniforme.
–La escasez es tal que hasta a los
soldados hay que vestirlos, amigo Andrés. ¿Por qué te parece mal la iniciativa?
Ahora estamos en verano y hace calor, pero llegarán los fríos y las lluvias y
nuestros soldados van casi desnudos y descalzos. ¡Así no podemos hacer frente a
los franceses!
–¡Nosotros no podemos hacerle frente a
nadie, padre Vicente! Solamente podemos resistir hasta que vengan en nuestra
ayuda o los franceses se harten y se marchen. ¡O se muera ese maldito Napoleón!
–Pero mientras que eso ocurra no es
malo que las mujeres estén ocupadas en algo productivo y vestir a nuestros
soldados es una buena idea.
–¿De dónde van a sacar las telas para
los vestidos y los cueros para los zapatos? ¿Lo ha pensado ya esa dama?
–preguntó algo airado ante la prepotencia del cura.
–¡Ahí estará el mérito de toda esta
operación, querido Andrés! Ya lo he hablado con algunas de las que están
dispuestas a colaborar. Se trata de vaciar los armarios de viejas ropas
inservibles, descoser vestidos guardados desde años atrás para aprovechar
trozos de paños, arreglar pantalones, chalecos, camisas y casacas y luego teñir
todas las prendas con un mismo color para que la idea de uniformidad no se
pierda. En cuanto al cuero, desde hace ya algún tiempo se están curtiendo los
cueros de todos los caballos y burros que mueren en la ciudad.
–Pues a mi me parece que poca ropa
queda guardada. Ya no sé cuando fue la última vez que un sastre me confeccionó
una casaca y no recuerdo haber visto una pieza de paño en mucho tiempo. Y pocos
cueros habrá procedente de los escasos caballos hambrientos que quedan. Yo
mismo tuve que sacrificar mi yegua porque no tenía nada que darle de comer. Y
acuérdese de aquellos caballos que se comieron todas las cortezas de los
árboles del paseo del Perejil. Luego nos los hemos comido a todos
–Seguro que en tu casa hay mucha ropa
que ya no usas y aunque esté desgastada, siempre habrá trozos aprovechables.
Es de eso de lo que se trata, de descoser y cortar las piezas que puedan
servir. Luego volverlas a coser y confeccionar algo de ropa.
–¡Pero es un esfuerzo inútil, baldío!
Es mejor reunir fondos y encargar a algún barco que nos traigan paños de
Gibraltar o de Mahón. ¡Afán de notoriedad! Seguro que detrás está Frasquita
Larrea, ¿verdad, señor cura?
–¡Te equivocas, Andrés! Detrás de esta
idea está la de organizar una Sociedad Patriótica que contará con mujeres de la
altura de la marquesa de Villafranca, la de Astorga y muchas otras damas que
quieren actuar por sí mismas, sin ninguna tutela masculina, como viene
ocurriendo siempre que por su iniciativa se crean sociedades: que luego los
hombres pasan a dirigirlas, desplazándolas de manera intolerable. ¡Es la hora
de la mujer!
Andrés se ha quedado pensativo. Él,
que ha propuesto tantas cosas dispares, como que el ejército lo mande quien
esté más preparado y no el de mayor graduación, se encuentra que no sabe qué
decir ante la idea de que las mujeres tomen la iniciativa.
Bonito articulo!!!
ResponderEliminarMuy Gadita!!!
ResponderEliminar