No me estoy refiriendo a la elegante
raya del pantalón o a esa otra raya, menos exhibida, también de círculos
elegantes pero más peligrosa que hace estragos en el cerebro, sino a la modesta
raya de pintura blanca reflectante, que divide las carreteras y que
afortunadamente, por la proliferación de autovías y autopistas, cada vez se usa
menos.
Dividir en dos una carretera dibujando
en su centro una raya continua es algo a lo que estamos muy habituados y
sabemos que pisarla, aun sin romperla, cuesta unos cientos de euros y algunos
puntos del carnet de conducir. La vemos tan cotidiana, tan frecuente en
nuestras ciudades y carreteras, que nunca nos hemos parado a averiguar por qué
existe, ni quien la puso en uso por primera vez.
Quizás hayamos pensado que es una
solución lógica para diferenciar el tráfico que va en una dirección y el que va
en la contraria y que como tal solución, se ha puesto en práctica desde que las
carreteras dejaron de ser caminos de tierra o piedras, para convertirse en asfalto,
pero la realidad es que no ha sido así.
En primer lugar, la raya blanca
pintada en el pavimento es muy antigua; tiene siete siglos de vida y nunca
obedeció a la necesidad de dividir el tráfico en un sentido y en otro, sino a
la de separar el tráfico rodado de carretas y de caballerías, del de
personas.
Pero es necesario hacer un poco de
historia y centrar el tema.
Hubo en la historia de la Iglesia de
Roma, momentos en que las finanzas estaban por los suelos. Muchos Papas y otros
prelados distinguidos no hicieron, durante sus mandatos, otra cosa que
enriquecerse y vaciar las arcas vaticanas que llegaron a pasar por momentos de
tremenda angustia económica, tanto que se puede considerar un “milagro” la
forma en la que a veces salieron del tremendo atolladero económico en el que se
encontraban.
La falta de finanzas gravitaba
fundamentalmente sobre dos pilares, ambos de suma trascendencia: el poder
terrenal, basado fundamentalmente en el ejército y las grandes construcciones a
que la santa organización tenía acostumbrado a sus seguidores.
Desde que Constantino el Grande
trasladara la corte de Roma a Bizancio, rebautizada como Constantinopla, cedió
al papado casi toda la península italiana, convirtiendo al Papa en un verdadero
rey sobre sus territorios. Para poder gobernarlos era preciso tener un ejército
que garantizara toda las acciones del estado y otra cosa más importante, una
obediencia civil y religiosa de todos los habitantes del “reino”, usando al
ejército cuando la segunda premisa fallaba.
No existía ninguna razón para que Roma
fuese la capital de la cristiandad, pero los afanes expansionistas de Pablo de
Tarso y sus seguidores y la creencia, quizás infundada, de que el apóstol Pedro
hubiera muerto en dicha ciudad, de lo que no hay constancia en un sentido ni en
el contrario, supuso a la postre que la necesidad, ya vislumbrada por los
primeros cristianos de estar cerca del poder, era más factible trasladándose a
Roma que permaneciendo en la mísera y arrinconada Jerusalén.
Como centro de la cristiandad Roma
debía convertirse en la ciudad monumental que es y a ello contribuyeron algunos
de los Papas, como los que construyeron la Capilla Sixtina o la Basílica de San
Pedro, por no hablar de la infinidad de templos y grandes monumentos que la ciudad
eterna acoge.
La capilla Sextina, enciclopedia de la
pintura renacentista, se debe al Papa Sixto IV y es anterior a la Basílica de
San Pedro, para cuya construcción no había en las arcas vaticanas ni un real,
pero como muchos de los que se sentaron en el solio vaticano pensaban que más
se le iba a recordar por sus obras arquitectónicas que por las espirituales,
Julio II, sobrino del de la capilla Sextina, quiso ensombrecer a su antecesor y
emprendió la construcción de la basílica.
Para ello no tuvo más que corregir y
ampliar una disposición que su tío había puesto en práctica y que no era otra
que la de legalizar, vía impuestos, la prostitución en Italia.
Nunca había sido una actividad legal,
pero desde que el Papa les exige un impuesto si quieren desempeñar el oficio
más antiguo del mundo, se convierten en unas trabajadoras toleradas, además del
sostén de la economía vaticana. Julio, al comprobar los inmensos beneficios que
reportaba aquel impuesto, lo hace extensivo a todos los miembros del clero que
quisieran tener queridas, o simplemente estuviesen casados; y para que aquellos
que no tenían votos de castidad, pudiesen deslizarse en la cama de cualquier
mujer, sin cometer ninguna falta, otro pequeño impuesto que todos pagaban con
sumo placer.
Era una fuente de ingresos fabulosas,
lo que da idea de hasta que punto llegaba la concupiscencia de la época, pero
no era suficiente para todos los gastos del estado vaticano, así que Julio se
dio a pensar y se le ocurrió una gran idea.
No era otra cosa que la de aliviar los
daños de las almas sufrientes en el purgatorio, mediante la aportación de un
“pequeño óbolo”: las indulgencias.
En palabras del propio Papa: “Los
que murieron en la luz de la caridad de Cristo pueden ser ayudados por la
oraciones de los vivos. Y no solo eso. Si se dieren limosnas para las
necesidades de la Iglesia, las almas ganarán la indulgencia de Dios.”
El negocio era redondo y miles de
clérigos marcharon por todo el orbe cristiano vendiendo aquellas panaceas
espirituales por cantidades en dinero a veces miserable, pero no importaba
porque todo era negocio, ya que la contraprestación, además de inacabable, era
gratis.
En aquella época oscura, donde el
temor a Dios imperaba sobre todo lo terrenal, la venta de indulgencias era un
negocio fabuloso.
Actualmente está en desuso, pero
recuerdo que de pequeño mi madre compraba unas indulgencias que permitía a los
españoles comer carne todos los viernes
del año, salvo los de cuaresma y que había sido consecuencia de la
aportación española en la lucha contra el turco. Bula de la Santa Cruzada, creo
que se llamaba, y como mi madre, muchos españoles contribuían así al
mantenimiento de las cargas.
Para disimular un poco la desfachatez
de ofrecer la remisión de la sagrada condena al purgatorio, mediante una limosna,
antes de que las indulgencias se hubieran puesto de moda, otros papas habían
inventado diferentes procedimientos que encubrían la misma transacción: tu me
das una limosna y yo te garantizo que tu paso por el purgatorio va a ser de lo
más liviano.
Claro que si después no resulta así,
las reclamaciones al maestro armero, pero la limosna ya estaba en la
faltriquera del cura.
Otra forma de ganar indulgencia era
peregrinando a los lugares santos, cosa que hacían muchos cristianos a su buen
arbitrio y sin organización alguna, hasta que en el año 1300, el Papa Bonifacio
VIII tuvo una brillante y feliz idea.
Bonifacio trasladó la corte papal
desde Nápoles, a donde la había llevado su antecesor, Celestino V, un ermitaño
que quiso alejarse de las intrigas de Roma, y que renunció al papado tras cinco
meses desde su coronación.
Además de la sede papal de Nápoles,
Bonifacio se encontró las arcas completamente vacías, pues su antecesor era de
los de verdad, de pobreza, castidad y rezo, y había repartido entre los pobres
todo el dinero que se encontró en la caja fuerte.
Pobre como las ratas, Bonifacio tuvo
una idea y promulgó el primer Año Santo que consistía en que todos los
peregrinos que visitasen el templo de San Pedro, en Roma, obtendrían
indulgencia plenaria.
Eso quería decir que iban a pasar por
el purgatorio como la luz por el cristal, sin romperse ni mancharse.
Una verdadera ganga, total, por hacer
una excursioncita de nada a Roma. La idea fue aceptada inmediatamente por
posaderos, comerciantes, vendedores y todos los demás comprendidos en las
categorías de “gentes de mal vivir” que entendieron que aquella congregación de
fieles cristianos podría proporcionar pingües beneficios y así, putas y
ladrones también acudieron gozosos a recibir su indulgencia.
Plaza de San Pedro abarrotada
de peregrinos
Pero algo falló en la logística porque
unas semanas después de la proclamación, fue tal la afluencia de peregrinos a
la ciudad de Roma que se organizó un caos monumental del que era imposible
salir.
Posadas y casas de comidas
abarrotadas, obligaban a la gente a dormir a la intemperie y alimentarse como
mejor pudieran; infinidad de robos, riñas y pendencias por cualquier motivo se
daban en todas partes y lo que resultó más alarmante, un colapso total de las
calles en las que resultaba imposible transitar, tal era el revuelto de
carruajes, caballerías y caminantes.
Tras varios días de verdadero
calvario, el autor de la idea del Año Santo, tuvo otra, quizás no tan
magnífica, pero sí mucho más eficiente: ordenó que en todas las calles de Roma
se pintase en el centro una línea blanca que separase a los caminantes del
resto de los que transitaban por ellas y ordenó a sus guardas hacer cumplir
aquella disposición y castigar la contravención con una multa.
No quitarían ningún punto del carnet
de conducir, porque eso se inventó más tarde, pero sí que inventaron la raya
continua y la multa por pisarla.
¡Y eso a principios del siglo XIV!
No te digo que con tus articulos nos enteramos de temas que incluso los profesionales desconocemos.Ahora se de donde surge la linea continua, aunque sería imaginable pensar que fué la Iglesia.
ResponderEliminarMuy muy interesante el artículo!!!!
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