viernes, 24 de octubre de 2014

LA RAYA CONTÍNUA




No me estoy refiriendo a la elegante raya del pantalón o a esa otra raya, menos exhibida, también de círculos elegantes pero más peligrosa que hace estragos en el cerebro, sino a la modesta raya de pintura blanca reflectante, que divide las carreteras y que afortunadamente, por la proliferación de autovías y autopistas, cada vez se usa menos.
Dividir en dos una carretera dibujando en su centro una raya continua es algo a lo que estamos muy habituados y sabemos que pisarla, aun sin romperla, cuesta unos cientos de euros y algunos puntos del carnet de conducir. La vemos tan cotidiana, tan frecuente en nuestras ciudades y carreteras, que nunca nos hemos parado a averiguar por qué existe, ni quien la puso en uso por primera vez.
Quizás hayamos pensado que es una solución lógica para diferenciar el tráfico que va en una dirección y el que va en la contraria y que como tal solución, se ha puesto en práctica desde que las carreteras dejaron de ser caminos de tierra o piedras, para convertirse en asfalto, pero la realidad es que no ha sido así.
En primer lugar, la raya blanca pintada en el pavimento es muy antigua; tiene siete siglos de vida y nunca obedeció a la necesidad de dividir el tráfico en un sentido y en otro, sino a la de separar el tráfico rodado de carretas y de caballerías, del de personas.
Pero es necesario hacer un poco de historia y centrar el tema.
Hubo en la historia de la Iglesia de Roma, momentos en que las finanzas estaban por los suelos. Muchos Papas y otros prelados distinguidos no hicieron, durante sus mandatos, otra cosa que enriquecerse y vaciar las arcas vaticanas que llegaron a pasar por momentos de tremenda angustia económica, tanto que se puede considerar un “milagro” la forma en la que a veces salieron del tremendo atolladero económico en el que se encontraban.
La falta de finanzas gravitaba fundamentalmente sobre dos pilares, ambos de suma trascendencia: el poder terrenal, basado fundamentalmente en el ejército y las grandes construcciones a que la santa organización tenía acostumbrado a sus seguidores.
Desde que Constantino el Grande trasladara la corte de Roma a Bizancio, rebautizada como Constantinopla, cedió al papado casi toda la península italiana, convirtiendo al Papa en un verdadero rey sobre sus territorios. Para poder gobernarlos era preciso tener un ejército que garantizara toda las acciones del estado y otra cosa más importante, una obediencia civil y religiosa de todos los habitantes del “reino”, usando al ejército cuando la segunda premisa fallaba.
No existía ninguna razón para que Roma fuese la capital de la cristiandad, pero los afanes expansionistas de Pablo de Tarso y sus seguidores y la creencia, quizás infundada, de que el apóstol Pedro hubiera muerto en dicha ciudad, de lo que no hay constancia en un sentido ni en el contrario, supuso a la postre que la necesidad, ya vislumbrada por los primeros cristianos de estar cerca del poder, era más factible trasladándose a Roma que permaneciendo en la mísera y arrinconada Jerusalén.
Como centro de la cristiandad Roma debía convertirse en la ciudad monumental que es y a ello contribuyeron algunos de los Papas, como los que construyeron la Capilla Sixtina o la Basílica de San Pedro, por no hablar de la infinidad de templos y grandes monumentos que la ciudad eterna acoge.
La capilla Sextina, enciclopedia de la pintura renacentista, se debe al Papa Sixto IV y es anterior a la Basílica de San Pedro, para cuya construcción no había en las arcas vaticanas ni un real, pero como muchos de los que se sentaron en el solio vaticano pensaban que más se le iba a recordar por sus obras arquitectónicas que por las espirituales, Julio II, sobrino del de la capilla Sextina, quiso ensombrecer a su antecesor y emprendió la construcción de la basílica.
Para ello no tuvo más que corregir y ampliar una disposición que su tío había puesto en práctica y que no era otra que la de legalizar, vía impuestos, la prostitución en Italia.
Nunca había sido una actividad legal, pero desde que el Papa les exige un impuesto si quieren desempeñar el oficio más antiguo del mundo, se convierten en unas trabajadoras toleradas, además del sostén de la economía vaticana. Julio, al comprobar los inmensos beneficios que reportaba aquel impuesto, lo hace extensivo a todos los miembros del clero que quisieran tener queridas, o simplemente estuviesen casados; y para que aquellos que no tenían votos de castidad, pudiesen deslizarse en la cama de cualquier mujer, sin cometer ninguna falta, otro pequeño impuesto que todos pagaban con sumo placer.
Era una fuente de ingresos fabulosas, lo que da idea de hasta que punto llegaba la concupiscencia de la época, pero no era suficiente para todos los gastos del estado vaticano, así que Julio se dio a pensar y se le ocurrió una gran idea.
No era otra cosa que la de aliviar los daños de las almas sufrientes en el purgatorio, mediante la aportación de un “pequeño óbolo”: las indulgencias.
En palabras del propio Papa: “Los que murieron en la luz de la caridad de Cristo pueden ser ayudados por la oraciones de los vivos. Y no solo eso. Si se dieren limosnas para las necesidades de la Iglesia, las almas ganarán la indulgencia de Dios.”
El negocio era redondo y miles de clérigos marcharon por todo el orbe cristiano vendiendo aquellas panaceas espirituales por cantidades en dinero a veces miserable, pero no importaba porque todo era negocio, ya que la contraprestación, además de inacabable, era gratis.
En aquella época oscura, donde el temor a Dios imperaba sobre todo lo terrenal, la venta de indulgencias era un negocio fabuloso.
Actualmente está en desuso, pero recuerdo que de pequeño mi madre compraba unas indulgencias que permitía a los españoles comer carne todos los viernes  del año, salvo los de cuaresma y que había sido consecuencia de la aportación española en la lucha contra el turco. Bula de la Santa Cruzada, creo que se llamaba, y como mi madre, muchos españoles contribuían así al mantenimiento de las cargas.
Para disimular un poco la desfachatez de ofrecer la remisión de la sagrada condena al purgatorio, mediante una limosna, antes de que las indulgencias se hubieran puesto de moda, otros papas habían inventado diferentes procedimientos que encubrían la misma transacción: tu me das una limosna y yo te garantizo que tu paso por el purgatorio va a ser de lo más liviano.
Claro que si después no resulta así, las reclamaciones al maestro armero, pero la limosna ya estaba en la faltriquera del cura.
Otra forma de ganar indulgencia era peregrinando a los lugares santos, cosa que hacían muchos cristianos a su buen arbitrio y sin organización alguna, hasta que en el año 1300, el Papa Bonifacio VIII tuvo una brillante y feliz idea.
Bonifacio trasladó la corte papal desde Nápoles, a donde la había llevado su antecesor, Celestino V, un ermitaño que quiso alejarse de las intrigas de Roma, y que renunció al papado tras cinco meses desde su coronación.
Además de la sede papal de Nápoles, Bonifacio se encontró las arcas completamente vacías, pues su antecesor era de los de verdad, de pobreza, castidad y rezo, y había repartido entre los pobres todo el dinero que se encontró en la caja fuerte.
Pobre como las ratas, Bonifacio tuvo una idea y promulgó el primer Año Santo que consistía en que todos los peregrinos que visitasen el templo de San Pedro, en Roma, obtendrían indulgencia plenaria.
Eso quería decir que iban a pasar por el purgatorio como la luz por el cristal, sin romperse ni mancharse.
Una verdadera ganga, total, por hacer una excursioncita de nada a Roma. La idea fue aceptada inmediatamente por posaderos, comerciantes, vendedores y todos los demás comprendidos en las categorías de “gentes de mal vivir” que entendieron que aquella congregación de fieles cristianos podría proporcionar pingües beneficios y así, putas y ladrones también acudieron gozosos a recibir su indulgencia.

Plaza de San Pedro abarrotada de peregrinos

Pero algo falló en la logística porque unas semanas después de la proclamación, fue tal la afluencia de peregrinos a la ciudad de Roma que se organizó un caos monumental del que era imposible salir.
Posadas y casas de comidas abarrotadas, obligaban a la gente a dormir a la intemperie y alimentarse como mejor pudieran; infinidad de robos, riñas y pendencias por cualquier motivo se daban en todas partes y lo que resultó más alarmante, un colapso total de las calles en las que resultaba imposible transitar, tal era el revuelto de carruajes, caballerías y caminantes.
Tras varios días de verdadero calvario, el autor de la idea del Año Santo, tuvo otra, quizás no tan magnífica, pero sí mucho más eficiente: ordenó que en todas las calles de Roma se pintase en el centro una línea blanca que separase a los caminantes del resto de los que transitaban por ellas y ordenó a sus guardas hacer cumplir aquella disposición y castigar la contravención con una multa.
No quitarían ningún punto del carnet de conducir, porque eso se inventó más tarde, pero sí que inventaron la raya continua y la multa por pisarla.
¡Y eso a principios del siglo XIV!


2 comentarios:

  1. No te digo que con tus articulos nos enteramos de temas que incluso los profesionales desconocemos.Ahora se de donde surge la linea continua, aunque sería imaginable pensar que fué la Iglesia.

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  2. Muy muy interesante el artículo!!!!

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