Durante muchos años con esta
exclamación comenzaban los viajes en tren. Negras locomotoras soltando humo y
carbonilla, tiraban de largos trenes formados por vagones de madera e incómodos
asientos, hasta que otros más confortables vinieron a sustituirlos y a estos
los sustituyeron las camas que hicieron el viaje de lo más confortable.
Solamente así se explica la existencia de trenes tan emblemáticos como el
Transiberiano o el Orient Espress, con larguísimos recorridos.
Pero, ¿que se hacía antes, cuando no
existían estos medios de locomoción?
Pues a recorrer caminos, andando o a
caballo, o cruzar los mares a remo o a vela. ¡No había más! Y aun así hubo
quien tuvo el valor de recorrer medio mundo y lo que es más importante, dejar
por escrito las crónicas de esos largos periplos.
Tren de mediados del siglo XIX
Desde siempre se nos ha presentado al
célebre Marco Polo, como el primer gran viajero de la historia de occidente; un
mercader veneciano que en el último tercio del siglo XIII viajó hasta el
Extremo Oriente en un largísimo itinerario de veinticuatro años y muchos miles
de kilómetros. Su aventura nos llegó en una obra titulada El libro de las
maravillas, más conocida como Los viajes de Marco Polo que el veneciano dictó a
un escritor de la época llamado Rustichello, mientras estuvo preso en Génova,
implicado en cuestiones políticas.
Sin desmerecer la epopeya de Marco
Polo, con la que nos deleitamos en nuestra juventud, no es cierto que este
fuera el primer gran viajero de la Era Cristiana, ni tampoco el primero en
dejar por escritos las memorias de sus viajes.
Nueve siglos antes de que el ilustre
viajero hubiera nacido, cuando todavía el imperio romano extendía su dominación
en una gran parte del mundo conocido, nació y vivió en la provincia romana de
“Gallaecia”, una mujer llamada Egeria, escondida durante siglos en los
entresijos de la historia y a la que recientemente se la ha rescatado para
otorgarle la consideración de primera gran viajera mujer de la que se tiene
noticia.
Los datos biográficos que de ella se
conocen son bien escasos lo que se da a la especulación sobre sus orígenes y su
familia, por eso hay quien la relaciona con la familia de la primera esposa del
emperador romano Teodosio el Grande, que había nacido en Cacabelos (antigua
Cauca), cerca de Ponferrada, en la comarca de El Bierzo y por tanto en la
provincia de Gallaecia, hacia el año 350; otra opinión, también puramente
especulativa, es que fue la esposa, o al menos, pareja, del obispo hispano
Prisciliano, ejecutado por la Iglesia como hereje y del que en la actualidad se
tienen serias sospechas de que sea su cadáver el que tantos peregrinos veneran
en Santiago de Compostela ( ver mi artículo
De cualquier forma al pertenecer a una
familia adinerada y muy poderosa, gozó de gran predicamento en la sociedad de
su época, entre la que destacó por ser una mujer extremadamente religiosa y de
una curiosidad ilimitada, habiendo llegado a ser abadesa de algún convento
importante de aquella provincia romana, de ahí que se la relacione con
Prisciliano, pues en aquella época no existían votos de castidad entre los
religiosos.
Se sabe de ella y esta vez con
certeza, que visitó los Santos Lugares, en un viaje que realizó en 381 y que
duró tres años, recogiendo sus impresiones en un manuscrito en latín vulgar
llamado Itinerario a los Santos Lugares (Itinerarium ad Loca Sancta).
Aunque viajar es una actividad que
siempre se tiene por arriesgada, en aquella época, hacerlo dentro de los límites
del Imperio Romano, no revestía graves dificultades. La Pax romana
proporcionaba unos índices de seguridad más que aceptables y, como se verá más
adelante, la viajera no lo hacía en solitario, sino fuertemente acompañada.
Aprovechando las vías romanas y el
establecimiento en todos los itinerarios de las denominadas “mansio”, o casa de
postas que jalonaban los caminos, viajar era relativamente confortable, máximo
en el caso de esta abadesa que usó de su influencia para acogerse a la
hospitalidad de conventos, monasterios y cuantas instalaciones religiosas iba
encontrando en su camino.
Contaba, por añadidura de algún tipo
de salvoconducto oficial que debía estar expedido por una alta personalidad del
imperio, pues le autorizaba a recurrir a protección militar si llegaba el caso,
por lo que en muchas de las etapas del viaje, iba acompañada de una escolta de
soldados romanos.
Hay constancia de que en 381 llegó a
Constantinopla, desde donde partió hacia Jerusalén, visitando todas las
ciudades mencionadas en los Evangelios y describiendo los ritos y ceremonias
religiosas que se observan en cada lugar, por lo que su Itinerario tiene el
doble valor de libro de viajes y catálogo de cultos y ceremonias de los inicios
del cristianismo.
Imperio romano en el siglo IV
En las orillas del Mar Muerto, visita
el lugar donde la tradición situaba la estatua de sal de la mujer de Lot, no
hallando vestigio alguno de dicha estatua y sube a lo más alto de la montaña en
donde la tradición dice que ardía permanentemente la zarza a cuya luz recibiera
Moisés las Tablas de la Ley.
En su cumbre, situada a más de mil
quinientos metros de altura, esta ubicado el monasterio de Santa Catalina,
hasta el que llega, sudorosa y jadeante, pero sin ayuda alguna, mientras que
sus acompañantes han de ser socorridos.
Subió también al monte Nebo, lugar
desde el que Yahvé permitió a Moisés que contemplase la Tierra Prometida y en
el que se dice que está enterrado el patriarca.
Cuando ya se disponía a regresar a
Gallaecia, oyó hablar de unos santos monjes de Mesopotamia y sin dudarlo cambió
su itinerario para conocerlos.
Así llegó al río Eufrates, del que
cuenta que es tan impetuoso como
el Ródano, pero mucho mayor.
Acompañada del obispo Eulogio de
Siria, visitó a aquellos monjes anacoretas que tanto despertaron su interés,
los cuales vivían en pleno desierto y en unas condiciones extremadamente
inhóspitas.
De todo aquello que observaba, tomaba
buena nota en una colección de relatos que a modo de diario, pero mucho más
detallado, iba escribiendo.
Había llegado al extremo oriente del
imperio. A partir de aquel punto, se acababa la hegemonía romana y el terreno
era peligroso, además, ya no podía contar con escolta militar, por lo que fue
convencida de que se volviera y aunque ella quería adentrarse en Persia, fue
convencida de que se diera la vuelta, que su viaje estaba cumplido y que le
quedaba mucho que contar sobre su experiencia.
Llevaba cuatro años de viaje cuando
decidió regresar a Constantinopla en donde siguió escribiendo con la ilusión de que aquellas páginas suyas fuesen leídas por sus queridas monjas de Gallaetia,
aunque es más que probable que en ese momento se sintiese mal, pues no intentó
siquiera regresar a su tierra.
Falleció con toda posibilidad en
aquellas tierras próximas a Constantinopla y allí debe estar enterrada en algún
lugar desconocido, perdido en aquel vastísimo territorio.
Lo mismo que su sepultura, su obra
literaria también se perdió y durante más de quince siglos, nadie supo de ella.
A finales del siglo XIX, concretamente
en 1884, en la ciudad italiana de Arezzo, apareció un códice en pergamino, de
treinta y siete folios, que contenía una obra ya conocida de San Hilario de
Poitiers y una segunda obra, desconocida e incompleta, a la que faltaban folios
del principio y del final y en la que se relataba el viaje a Tierra Santa. Tras
muchos estudios y especulaciones, se ha determinado que es una copia del
manuscrito del Itinerarium.
Es fácil comprender que Egeria “nació”
después de haberse descubierto su libro. Es decir, nadie había vuelto a hablar
de ella desde que desapareciera en las postrimerías del siglo IV; la única
referencia escrita que de ella se conoce es una carta de San Valerio, obispo de
Zaragoza y personaje coetáneo, a unos monjes e El Bierzo, en la que se la
menciona profusamente. Fue al descubrirse su libro cuando la autora afloró en
la historia, que hubo que recomponer a su medida y más por las propias
apreciaciones que ella formula en sus escritos que por verdadera constatación
rigurosa.
Por eso hay quien la ha identificado
con Pulcheria, hija del emperador Teodosio, del que ya antes se dijo que debió
ser familia, lo que justificaría sus enormes privilegios.
A principios del siglo XX, un monje
benedictino y destacado hispanista llamado Marius Ferotin, fue quien
definitivamente centró el personaje y la autoría del Itinerarium, pues San
Valerio había usado muchos de sus datos en aquella carta mencionada más arriba,
usando incluso el mismo estilo y vocabulario en la descripción de los
trayectos.
Desde entonces nadie duda de la autoría
del libro, como nadie lo hace de que estamos ante la primera viajera de la
historia que por más de cuatro años y sin descanso, recorrió todos los límites
orientales del imperio romano, confeccionando un libro de viajes tenido por el
primero escrito por mujer.
Posteriormente se han ido encontrando
otras referencias a la obra de Egeria, como la hallada en el Liber de Locis
Sanctus que escribió Pedro Diácono, monje benedictino, historiador y escritor
del siglo XII.
Es momento de reivindicar para nuestra
compatriota el honor que le cabe, tanto como viajera, como de persona de
profundas convicciones y sobre todo, de transmisora de sus experiencias.
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