jueves, 20 de noviembre de 2014

LA QUINTA ESENCIA




Nos estamos volviendo locos. Cada semana salta a los titulares un nuevo caso de corrupción política en nuestro país. Ahora, hasta de partidos que solamente han concurrido una vez a las elecciones y cada día se analizan por los expertos que pululan por los medios de comunicación, las irregularidades cometidas por tantos desaprensivos como nuestra querida España alberga.
¡Y nosotros que pensábamos que éramos un pueblo noble y sacrificado! Pues resulta que no era así. Nunca se ha visto tanto golfante suelto y hasta el más tonto, del rincón más mísero de la piel de toro, es capaz de hacer relojes de madera que andan.
Y con esta frase hecha lo que quiero decir es que cada cual es capaz de inventar una forma de “llevárselo crudo” mientras se mantiene en su puesto político y nos da a todos los demás unas amplias lecciones de moral.
El sentir unánime es que los corruptos, los sinvergüenzas de la política, tienen que pagar por lo que han hecho y devolver lo distraído, pero me temo que pagarán poco y de devolver, nada de nada: lo mío es mío y lo que hay en España es de los españoles.
Pagan, eso sí, con el descrédito y con la vergüenza de ser públicamente señalados con el dedo, pero esta es una pena intangible que hay a quien le afecta mucho y a quien le resbala.
No es suficiente pasar el agobio de ese dedo que te señala, hay que ir mucho más allá, volver a la justicia pública y al castigo ejemplar, para que se sepa que quien la hace, no solamente la paga, es que se le va a caer el pelo.
Corruptos los ha habido desde siempre y la historia está bien documentada de ellos, pero cuando se les pillaba lo pagaban y lo hacían con penas durísimas, de las que las más de las veces no salían con vida.
Así pagaron Juan de Tovar y Antonio Ortiz, con la sentencia dictada el 24 de abril de 1591 de la que más adelante hablaré.
¿Y qué habían hecho estos dos individuos? Pues habían testificado en el caso de un político corrupto y asesino que, por sus muchos y buenos contactos, había conseguido evadirse siempre de la justicia.
Se trataba nada más y nada menos que del poderosísimo Antonio Pérez, secretario y ministro de Felipe II, cuya historia es de sumo interés para los amantes de las intrigas palaciegas y de los sucesos oscuros de la historia.
Para refrescar un poco la memoria, me voy a dirigir a un artículo que publiqué hace ya unos años sobre la princesa de Éboli, amante de Antonio Pérez y que puedes encontrar en este enlace: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-plaza-de-la-hora.html.
Involucrado en el asesinato de Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, hermanastro del rey Felipe II, el cual trataba de colocar en la cabeza de su señor la corona de Portugal, en aquel momento vacante. La intención de Antonio Pérez era evitar que se especulase con esa posibilidad.
La cuestión es que fue acusado de instigador de ese crimen y de otro que se cometió a continuación, consiguiendo salvar la vida al huir a Aragón, de donde era procedente su familia y acogerse a la protección del Justicia Mayor, una especie de Defensor del Pueblo.
Pero mucho antes de eso, el infiel secretario había usado hasta los venenos para deshacerse de sus enemigos políticos o de cualquier otra persona que estorbase a sus asuntos.
Una de estas personas que después de haberle servido ampliamente empezaba a estorbarle, pues ya conocía demasiados secretos sobre su pasado y sus actividades, era el clérigo y astrólogo Pedro de la Hera.
El secretario Pérez era un hombre sumamente extraño, muy cuidadoso con su aspecto físico, presumía de tener la dentadura completa a pesar de haber pasado la línea de los treinta años, a partir de los cuales eran pocas las personas que conservaban unos cuantos dientes; aficionado a los perfumes y a la ropa de gran calidad, llegó a tener fama de homosexual, cuando en realidad eran un mujeriego empedernido. Pero también tenía otra afición oculta y esta era la astrología, en la que se apoyaba para la toma de decisiones.

Antonio Pérez vestido con gran lujo

Y en esta afición conoció al clérigo de la Hera, el cual le había trazado muchas cartas astrales y le había hecho innumerables vaticinios sobre las cuestiones que Pérez le solicitaba.
Tras la muerte de Escobedo y antes de su huída a Aragón, primero y después a Francia, donde murió, el clérigo había manifestado su apoyo a las autoridades para esclarecer, por medio del conocimiento de los astros, la autoría del asesinato de Escobedo.
Sabía Antonio Pérez que, en realidad, el clérigo no necesitaba consultar a las estrellas para saber quien era la mano que movió los hilos y conseguir acallar para siempre a Escobedo. Por eso la actitud del clérigo llegó a ponerle muy nervioso.
Días después, Pérez fue a casa del clérigo para hacerle una de las rutinarias visitas que le hacía. Encontrándolo enfermo y en cama, se ofreció para darle una extraña medicina “cúralo-todo” a la que él llamaba “Quinta esencia” y sin pensarlo dos veces, mandó a su casa a recoger la pócima que más tarde ingirió el clérigo, causándole la muerte.
Antonio Pérez tenía aquella pócima sobradamente probada en muchas y controvertidas ocasiones anteriores, si bien nadie se había atrevido a señalarle como envenenador, dada la ascendencia que sobre el rey tenía.
Pero en aquel momento las cosas eran diferentes. Había perdido la confianza del rey, era solapadamente acusado de la muerte de Escobedo y el fulminante fallecimiento de su amigo y depositario de tantos secretos, como el padre de la Hera, acabaron por derribar al árbol que ya se tambaleaba y a estas dos últimas muertes se le unieron las de otras personas como las de Insausti y Bosque, los autores materiales de la muerte de Escobedo y la de Rodrigo Morgado, confidente y recadero de la princesa de Éboli, con la que había tenido Pérez muchísima relación y conocía sus secretas inclinaciones.
Así las cosas, se le había incoado una causa, en el momento en que se quita de en medio; no obstante, la investigación continúa y se cita a declarar a las dos personas que se mencionan al inicio de esta historia: Tovar y Ortiz, los cuales declararon en su favor, diciendo que el “agua milagrosa” que Pérez dio de beber al clérigo era de todo punto inocua y que ellos mismos la habían probado antes de suministrarla al paciente y que otras personas que estaban en la casa, también la habían probado sin que nada les hubiese ocurrido.
Pero las pesquisas del alcalde de Casa y Corte, el doctor Pareja de Peralta, no concluyeron con aquellas confesiones exculpatorias, sino que continuaron con más testimonios, a cuyo final, el propio alcalde sacó por conclusión que el día de la muerte del clérigo, a eso de las cinco de la tarde, Antonio Pérez, acompañado de su mayordomo, Diego Martínez, se presentó en la posada de doña Juana Ribera, en la que el clérigo se hospedaba, precisamente en el momento en que iban a dar una taza de caldo al enfermo.
Entonces, Pérez dijo que no le diesen aquello, que él le daría una medicina mejor y entregando la llave de su casa al mayordomo, le ordenó ir a buscar un frasco que en su escritorio tenía preparado.
Un rato después volvió el mayordomo con el frasco, cuyo contenido echó en una copa a la que Pérez agregó unos polvo que guardaba en una caja que él mismo llevaba y que echó en la copa, dándola de beber al clérigo.
Éste se resistía a beber aquello que ya sabía el resultado que le iba a producir y entonces con la ayuda de Toribia Ribera, una hermana de la dueña de la posada que sujetó la cabeza del enfermo, se lo hizo tragar a la fuerza.
Enseguida el clérigo perdió el sentido y a eso de la medianoche, fallecía entre tremendos retortijones y bascas.
Las declaraciones de las dos hermanas fueron fundamentales para desmentir el testimonio de Tovar y Ortiz, a los que el alcalde decidió someterlos a nueva declaración, comenzando por el primero de ellos.
Empezó Tovar a contestar con respuestas evasivas y conforme le apretaban más las clavijas, empezó a no recordar nada, terminando por negarse a seguir declarando, momento en el que el alcalde (y aquí entra la contundencia del sistema inquisitivo) le previno de que se le sometería a tormento, al que Tovar pareció enfrentarse con gran presencia de ánimo.
Pero cuando, desnudo sobre el potro, atado de pies y manos, el verdugo dio una primera vuelta al artilugio con el empezaba a estirar sus miembros, la presencia de ánimo desapareció y Tovar empezó a cantar de plano y reconoció que la esposa de Antonio Pérez, había recibido una carta de su marido desde Zaragoza, en la que daba instrucciones de lo que tanto él como Ortiz debían decir en la causa y como descargo de la actuación del corrupto Pérez.
Convictos y confesos, como era imprescindible en aquel momento histórico, fueron condenados por testigos falsos a que fuesen hasta la “prisión sobre sendos asnos de albarda, con soga de esparto al pescuezo y voz de pregonero manifestando su delito, traídos a la vergüenza pública por las calles de Madrid y después llevados a galeras para servir a su majestad como galeotes al remo y sin sueldo por tiempo de diez años”.
Perder la confianza es lo peor que le puede suceder a un político y Antonio Pérez había perdido la de su rey al que tanto y tan bien había servido. Su poder, que aun conservaba incluso después de haber huido, le sirvió para conservar la vida, terminando sus días en Francia, enemiga mortal de España en aquellos momentos y en donde el infame secretario tenía muy buenos contactos. Murió en 1611, en la más absoluta pobreza.

Nuestros actuales políticos han perdido toda nuestra confianza y por eso están empezando a caer uno tras otro. No cumplirán condenas como las de los secuaces de esta historia, pero tampoco podrán escapar a ningún sitio. Tendrán que hacer frente a la situación y a la vergüenza pública y a falta de pregonero que manifieste sus delitos, seremos todos los que se los echemos en cara.

2 comentarios:

  1. Conozco a una descendiente directa de la Princesa de Eboli, Almudena, escritora y aristócrata del Ducado del Infantado.

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