Bajito, regordete, con un mechoncillo
de pelo sobre la frente, pintado siempre con una mano introducida entre los
botones de su casaca…, esa es la imagen que tenemos de Napoleón Bonaparte, uno
de los mejores estrategas de todos los tiempos, comparable únicamente a
Alejando Magno o Julio César.
Es posible que sea verdad, que su
capacidad como militar estuviera por encima de toda cuestión, pero que en el
campo de batalla fuera un genio no implica que en las demás vertientes de la vida
se comportase con la misma brillantez.
De hecho no fue así y algunas de sus
estúpidas acciones le llevaron a ser tan odiado, como antes había sido querido.
Su nacimiento, gris, y su
encumbramiento vertiginoso, casan perfectamente con su rápido declive y su
sombrío fallecimiento.
Porque, como todo el mundo sabe,
Napoleón, el hombre más importante de su tiempo, murió oscuramente en la isla
de Santa Elena, el día cinco de mayo de 1821.
Santa Elena está por allí abajo,
perdida en el Atlántico sur, a casi tres mil kilómetros de las costas de Angola
y sin nada más alrededor. Tiene poco más de cien kilómetros cuadrados y es un
territorio británico de ultramar, como gustan ellos llamar a las colonias.
Cuando, recluido en la isla de Elba,
Napoleón consiguió fugarse y llegar hasta París, para volver a proclamarse
emperador, el mundo volvió a temblar, pero afortunadamente para el resto de
Europa, la improvisación con la que tuvo que actuar condujo a la derrota de
Waterloo, tras la cual, los ingleses se buscaron otra isla de la que no pudiera
salir y lo enviaron a Santa Elena.
Pintura de Napoleón en Santa
Elena
Una vez en la isla, a donde había
llegado en compañía de un numeroso séquito de aduladores y hombres fieles, la
salud del general empezó a resentirse, entrando en un progresivo deterioro del
que nunca se repuso, a pesar de la gran cantidad de médicos que le trataron,
unos enviados por los británicos y otros, franceses de su entera confianza.
El clima insano de la isla y la fuerte
depresión que sufría, agravaron indudablemente el otro padecimiento que era
mucho más preocupante.
Él estaba seguro de que lo estaban
envenenando y cuando comprendió que su muerte estaba cercana, exigió a su
médico personal que practicara una autopsia de su cadáver, para decir al mundo
cual había sido la causa de su muerte.
El médico cumplió las órdenes del
emperador y confeccionó un informe en el que aseguraba que había fallecido de
cáncer de estómago, como también había fallecido su padre.
La noticia de su muerte, por causas
naturales, llegó a Europa con el consiguiente retraso y en buena parte de
Francia y, sobre todo, entre las potencias extranjeras, fue recibida con una
sensación de alivio, porque se había acabado un problema peliagudo, como era la
constante amenaza de un nuevo regreso y nadie salía manchado con aquel
desenlace.
Pero el genio militar de Napoleón
había trazado una estrategia, aunque sería necesario esperar más de un siglo
para que se pudiera poner en marcha.
Jamás rehuyó una batalla y no iba a
quedarse de brazos cruzados ante la más importante batalla de su vida y
convencido como estaba de que lo envenenaban, ha podido, por fin, señalar a su
verdugo.
En 1955, un médico sueco llamado Sten
Forshufvud, experto en toxicología y en química, estaba leyendo las memorias de
Louis Marchand, fiel ayuda de cámara de Napoleón que le acompañó hasta su
último momento.
Marchand, hombre minucioso, como se
espera que sea el ayuda de cámara de un personaje de la altura de Napoleón,
anotó, con todo lujo de detalles, cómo fueron los últimos años del emperador y
como progresaba su enfermedad.
El sueco, voy a llamarlo así porque su
nombre es demasiado complicado, se quedó muy sorprendido con aquella lectura,
pues fue capaz de reconocer claramente veintiocho síntomas que definen
perfectamente el envenenamiento lento por arsénico, además de apreciar otras
circunstancias claramente reveladoras de la falsedad del informe de la
autopsia, como era que el estado de obesidad que presentaba, incompatible con
un fallecimiento por cáncer de estómago.
Pero si esto era poco, el sueco siguió
una profunda investigación, comprobando que, cuando veinte años después de su
muerte, su cadáver se trasladó a Francia, al exhumarlo se comprobó que el
cuerpo se mantenía en aceptables condiciones de conservación, no así las ropas
y otros enseres que había en el ataúd, los cuales había seguido el proceso
lógico de descomposición, más rápido en aquella isla de clima extremadamente
húmedo.
El cuerpo casi incorrupto justificaba
la presencia de arsénico en su organismo y se sumaba así a todos los demás
síntomas que ya había advertido.
Por fortuna, casi todos los
acompañantes del exilio había escrito sus vivencias, incluso algunos, publicado
su memorias de aquellos últimos años, las cuales fueron reunidas por el médico
sueco y estudiadas en profundidad. Aquellas lecturas lo afianzaron más, si
cabe, en su ya certeza, aunque pensaba que no habría forma de probar que
aquella muerte había sido un asesinato.
Pero unos años más tarde, una nueva
técnica de análisis se había desarrollado con resultados sorprendentes. Era el
análisis del cabello que podría proporcionar datos como el tipo de veneno
empleado, la cantidad ingerida y el tiempo que había estado suministrándose.
El problema estaba en localizar
cabello del emperador, sabiendo que las autoridades francesas no iban a
autorizar exhumar el cadáver para realizar los análisis, por lo que era
necesario buscar otros caminos, que afortunadamente se hallaron y de una forma
relativamente sencilla.
En aquella época era muy corriente,
entre enamorados, o entre personas con otro tipo de relación, obsequiarse con
mechones de cabello, o conservar uno de estos como recuerdo. Incluso habían
aparecido unos pequeños estuches de bella estructura que se colgaban al cuello
y que recibían el nombre de “guardapelos” .
Guardapelo de la época
La familia de Marchand, en la que se
profesaba una verdadera veneración al emperador, conservaba todos los objetos
personales de aquel que había sido ayuda de cámara de quien, para ellos, era el
personaje más importante de la historia y así, en un sobre en el que se leía:
“Cabellos del emperador, 5 de mayo de 1821”, se encontró un mechón, cortado,
precisamente el día de su muerte.
El sueco consiguió analizarlos y
encontró concentraciones de arsénico tres veces superiores a lo normal, pero
aún habría más. Como Marchand había anotado las fechas de cada una de las
crisis de la enfermedad de su idolatrado emperador, el médico sueco pudo hacer
una curva sobre las trazas, comprobando que en aquellos momentos, la cantidad
de arsénico llegaba a ser sesenta veces lo normal.
La conclusión fue que el veneno se le
suministraba una vez al mes, en una dosis muy estudiada que no producía la
muerte inmediata pero iba deteriorando su organismo progresivamente.
El sueco publicó sus investigaciones
en una revista científica e inmediatamente surgieron voces a favor y en contra
de las conclusiones.
Por los ortodoxos, se trató de
justificar la presencia de arsénico, como componente de una crema que usaba
para el cabello, o suministrado con fines curativos para tratar la depresión,
pero Marchand y otros que escribieron sus memorias en forma de crónicas de
aquellos años, habían sido muy explícitos: Napoleón no fue tratado nunca contra
la depresión, ni consentía en tomar medicamento alguno.
Además, durante el destierro lo
trataron cinco médicos distintos, uno de ellos enviado por su propia madre, que
mal iban a coincidir en tratamientos a base de arsénico.
Por tanto, solamente quedaba la teoría
del asesinato, cosa muy difícil de investigar, como cualquiera puede suponer,
partiendo de los escasos conocimientos que pudieran parecer indubitados.
Uno era que durante los cinco años que
estuvo en el exilio había recibido con cierta periodicidad, una dosis de
veneno. El otro era que quien lo suministraba lo hacía a escondidas de todas
las personas que había en la isla, pues algunas de ella no lo hubiesen
permitido.
Nos encontramos entonces con que el
asesino acompañó al emperador durante todo el tiempo que estuvo en la isla y
que tenía toda su confianza.
Con esto se concluía que tuvo que ser
envenenado por uno de los suyos, no de sus carceleros y de entre su séquito,
solamente cinco personas cumplían los requisitos: su ayuda de cámara, Marchand,
y sus subordinados Abram Noverraz, Etienne Saint Denis, el mariscal Henry
Bertrand y el general Charles Tristan, marqués de Montholon, al que acompañaba
su esposa, la bellísima Albine de Vassal y su hijo mayor.
Napoleón y Albine tuvieron un tórrido
romance en la isla, del que nacieron dos hijas, ante el estupor de todos y la
complacencia del marido.
Todas estas personas comían juntos y
todos bebían el mismo agua y los mismos vinos, salvo un vino rumano que se le
enviaba exclusivamente al emperador y del que bebía un par de vasos diarios.
Este era el único vehículo posible para
hacerle llegar el veneno, sin que afectase a los demás.
Todos los acompañantes eran fanáticos
del emperador. Todos habían llegado desde la nada y todos le habían servido
durante muchos años.
Todos menos el marqués de Montholon,
de origen aristocrático, ascendió a general cuando Napoleón estaba prisionero
en Elba. Tras la derrota final, el marqués, para sorpresa del propio emperador,
se pone incondicionalmente a sus órdenes y se ofrece para acompañarlo al
destierro, junto con su familia.
Fue Montholon el único de los acompañantes del emperador que
cuando cinco días antes de su muerte, su estado de salud se agravó y las
autoridades británicas enviaron a su médico para que lo tratase, estuvo a favor
de la teoría del galeno inglés de suministrarle un vomitivo que a la postre le
acarreó la muerte.
Lo que nunca se sabrá es si el
aristócrata francés, de quien se detectaron contactos posteriores con la
familia real francesa, primera interesada en la desaparición del emperador, se
movió por fines políticos o lo hizo por resentimiento y celos de ver a su
hermosa mujer en brazos del emperador.
bonito articulo, mezcla de investigación,engaño amoroso, lealtades y deslealtades, dentro de la historia. Un abrazo!!
ResponderEliminarMORALEJA: Donde esté el vino de Toro (Zamora), que se quite el vino de Rumanía.
ResponderEliminarMicroscópico estudio sobre la muerte de Napoleón, muy interesante.
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