A quienes nos gusta la Historia suele
ocurrirnos que terminamos decepcionados cuando es llevada al cine.
Eso me ocurrió anoche al ver la
película sobre el general Prim que pusieron en televisión.
Un general desvaído, sin definirse
demasiado bien y que según las últimas investigaciones realizadas de manera científica sobre su
cadáver, que se halló momificado al exhumarlo, las verdaderas causas de su muerte no se compadecen nada con la información oficial que sobre
la misma se ofreció y que se presenta en la película.
Pero no es sobre Prim ni sobre la poco
afortunada película de lo que quiero escribir; es sobre otro asesinato ocurrido
en Madrid, a no mucha distancia del de la calle del Turco (actual Marqués de
Cubas), sita a espaldas del Palacio de las Cortes, en el que la nocturnidad y
la alevosía, llevaron a sus autores a asesinar impunemente al ocupante de otro
carruaje, en esta ocasión también un personaje muy famoso y controvertido en su
época, aunque por razones muy distintas.
Vamos descendiendo en el escalafón.
Hace unas semanas hablaba de quién asesinó de Napoleón y ésta le toca el turno
a hablar de quién acabó violentamente con la vida de un conde.
Conde que, ni por asomo, llega a la
popularidad del protagonista imperial, pero sí que era persona de una gran
talla intelectual, al que la poca fortuna de nacer en el más esplendoroso
momento de nuestra intelectualidad literaria, eclipsó notablemente.
Tuvo una vida tan poco ejemplarizante,
fue tan alocado su temperamento, tan comprometedores sus actos y tan peligrosos
sus enfrentamientos que tras su muerte, muchas personas respiraron con
tranquilidad, entre ellas, el entonces rey de las Españas, Felipe IV.
Juan de Tassis y Peralta, II conde de
Villamediana, pertenecía a una familia de rancio abolengo, los Torriano, o
Turriano, procedentes de Italia, que llegaron a España en tiempos de Carlos I,
en donde rápidamente entraron a formar parte de la corte y en la que fueron
ascendiendo hasta que Felipe III otorgó el título de conde de Villamediana al
padre del protagonista de esta historia. Título que éste heredó en 1607, a la
muerte de su padre y con quince años de edad.
Nació en Lisboa en 1582, cuando España
y Portugal eran una misma nación y sobre la que reinaba Felipe II. Sus padres
fueron Juan de Tassis y Acuña, Correo Mayor del reino y María de Peralta.
Por la próximidad de la familia al
rey, el conde se crió en palacio, recibiendo una esmerada educación en todos
los campos, sobre todo en ciencias y literatura en donde hubiera destacado
hasta convertirse en una figura de primer orden si no hubiese tenido la poca
fortuna de nacer en el Siglo de Oro y ser coetáneo de Cervantes, Quevedo,
Góngora, Lope de Vega, Garcilaso de la Vega, Fray Luís de León y tantos otros
que conformaron la etapa más gloriosa de nuestras letras, y si su carácter no
lo hubiera llevado por tan distintos derroteros.
De una inteligencia vivísima, no llegó
sin embargo a completar estudios universitarios y apoyado en su familia y en la
gran fortuna personal, se dedicó a lo que realmente le gustaba que era escribir
poesía para zaherir a los demás personajes de la época.
Como es natural, esta actividad la
realizaba desde el anonimato, pero en aquella época Madrid era un pañuelo
dentro del que todos se conocían y los sonetos del conde de Villamediana eran
identificados por sus amigos y sus enemigos, aunque no fueran firmados.
El conde de Villamediana
Esta actividad socavada le acarreaba
enemigos mortales, pero también le traía amigos que veían en sus sátiras el
castigo público que determinados personajes merecían, circunstancia que les
hacía admirar al valiente que se atrevía a criticar por escrito a tanto
petimetre que rondaba por la corte.
Entre sus amigos, en el gremio de
escritores, se encontraba Luís de Góngora; entre sus más encarnizados enemigos,
Francisco de Quevedo, quizás un algo celoso de las cualidades literarias del
conde, que rivalizaba con él en las pullas sociales.
Pero el de Villamediana no era
solamente un agudo observador y un estupendo poeta, además era un empedernido
jugador de cartas y dados, un espadachín muy hábil, un toreador y alanceador a
caballo muy eficaz y, sobre todo, un mujeriego contumaz.
Destacar en tantos campos en una corte
ramplona, no era bien visto por tantos envidiosos que no le llegaban a la
altura intelectual ni física. Nadie podía con él jugando a los naipes y no
había en la corte jinete y espadachín más hábil.
Su vida era una alocada carrera de
juego, riesgo, galanteo y sátira, un cóctel explosivo que en el año 1611, le
llevó a un primer destierro de seis años, en los que fue confinado en el reino
de Nápoles a las órdenes de su virrey, el conde de Lemos.
Regresó a España con un berrinche
descomunal, atacando con sus sátiras la corrupción de la corte y sobre todo, al
valido del rey, el poderosísimo duque de Lerma, al que no costó demasiado
esfuerzo volver a desterrarlo, esta vez a Andalucía, en donde permaneció tres
años, hasta la muerte de Felipe III, ocurrida en 1621.
Su pasión por las mujeres y por el
riesgo, en un mismo acto, le llevó a comprometerse al máximo y así, mantuvo
amores con Francisca de Távara, una bellísima joven portuguesa, dama de la
reina y amante del rey, granjeándose la inquina de éste, como es natural.
En 1622, para celebrar el primer
aniversario del reinado de Felipe IV, escribió una obra de teatro llamada La
Gloria de Niquea que se representó en Aranjuez, interpretando todos los papeles
los personajes de la corte, desde la reina, Isabel de Borbón, a sus damas y
nobles cortesanos.
Para poder tener contacto físico con
la reina, de la que estaba profundamente enamorado y a la que solamente tocarla
estaba penado con la muerte, preparó el incendio del teatro, para poder
salvarla en brazos.
Su osadía le llevó a disputarle la
esposa al rey y dice la leyenda que consiguió llevarla al lecho, o al menos
tuvo con ella más intimidad y roce de lo que estaba permitido.
En cierta ocasión en que la reina
miraba al exterior, apoyada en la barandilla de un balcón de palacio, se le
aproximó el rey por detrás y en forma de broma le tapó los ojos con las manos.
La contestación de la soberana dejó
atónito a su marido, pues esta, sin apenas inmutarse dijo: “Estaos quieto,
conde”.
El rey pidió inmediatas explicaciones,
pero la reina debía ser hábil también con la lengua, quizás contagiada de su
amante y sin pensarlo le respondió: “¿No sois acaso el conde de Barcelona?
Pero el rey no se lo tragó y rumiaba
para sus adentros la afrenta de la que quizás estaba siendo objeto y en cierta
ocasión en que con la reina y toda la corte, contemplaban una corrida de toros
en las que el conde lanceaba un animal, la reina hizo en voz alta un
comentario: “¡Qué bien pica el conde”, a lo que el rey respondió: “Pica bien,
pero pica muy alto”.
Se dice que este el origen de la
expresión “picar alto”.
No todas las damas con las que estuvo
relacionado guardaban de él un recuerdo afectuoso. Casi todas terminaron
despechadas, por lo que al final unían a sus maridos el odio que profesaban al
de Villamediana.
Odio al que se unía el de aquellos a
los que desplumaba en el juego, ya fuera de naipes o de dados, a los que
ridiculizaba con la espada y con la pluma y, en fin, a algún que otro caballero
despreciado, porque las aficiones sexuales del conde no conocían límite y entre
sus innumerables devaneos, también se encuentran relaciones homosexuales.
No es de extrañar que al final,
alguien decidiera que había que acabar con la vida de semejante engendro, pero
nunca se ha sabido con certeza qué
mano fue la que movió los hilos que desembocaron en el asesinato alevoso con el
que pasó a mejor vida para tranquilidad de tantos.
Un investigador histórico ha
encontrado hasta siete personas que podrían haber encargado la muerte de Juan
de Tassis.
Indudablemente el primero, el propio
rey, después su valido, el Conde Duque de Olivares, y luego otros personajes,
hombres y mujeres de la corte, los que llegaron hasta dos ballesteros reales,
Iñigo Méndez y Alonso Mateos, sobre los que no existe duda alguna que fueron
los autores materiales del crimen.
De la forma que fuese e inspirado por
cualquiera de los que tantas razones tenían para acallar para siempre la boca más
mordaz y la espada más afilada de la corte, el día veintiuno de agosto de 1622,
en las primeras horas de la noche, cuando se dirigía a su domicilio por la
calle Mayor, ya próximo a la Puerta del Sol, encontró la muerte.
Sobre el incidente escribió Quevedo
que el conde había estado paseando todo el día en su carruaje, en compañía de
su amigo Luís de Haro, cuando circulaban por la calle Mayor, salió un hombre
del Portal de los Pellejeros, mandando parar el carruaje, so pretexto de
entregar un recado urgente al conde que confiado, se expuso a la tremenda
estocada que dicho individuo le propinó y que le atravesó el costado, saliendo
por la espalda. Quiso bajar del carruaje para enfrentarse a su matador, pero cayó de bruces y expiró.
Lo trasladaron al zaguán de su casa donde sólo pudieron auxiliar su alma.
El asesinato del conde de
Villamediana
Se abrió una investigación que llevaba
implícita la orden de no averiguar nada, lo que ya sabido, acrecentaba las
sospechas entre las más altas dignidades, máxime cuando se supo, poco tiempo
después, que el temible Santo Oficio había abierto un procedimiento contra el
conde por sodomía, lo que de haber continuado, habría acarreado serios
problemas a numerosos hombres influyentes de la corte.
Curioso y gran personaje!!
ResponderEliminar