jueves, 11 de diciembre de 2014

TOROS PARA OLVIDAR LA AFRENTA, Y II





Sin dejar de mirar los cercados, el ganadero seguía rumiando lo que su cliente le decía. No sabía si en todo el mundo habría un solo inglés que fuera capaz de ponerse delante de cualquiera de los seis toros que les iba a vender y cuyos números llevaba apuntado en un trozo de papel. No quería confundirse y aquellos animales, aunque nobles, le estaban causando ya muchos problemas. Cuando una corrida no se vendía en su tiempo, era mejor sacrificarla, si no, todo eran contrariedades.
-Y ¿tienen ustedes concedidos los permisos para correr y lidiar los toros? –preguntó.
Por respuesta, Brands sacó un documento de su bolsillo. Era el acuerdo del consistorio por el que se autorizaba la corrida de toros que los ingleses habían solicitado.
-La vamos a celebrar en el baldío que hay junto a la Casa del Cabildo, arrimado a la obra del Hospital de San Juan de Dios y hasta el convento. Tenemos autorización para cerrar las calles y colocar andamios y tablones en toda la plaza, así como los asientos para el personal que serán muchos, pues han de venir nuestros convidados de Sevilla, Sanlúcar, Jerez y El Puerto de Santa María.
Todo lo que aquellos extraños compradores decían, causaba la natural sensación en el ganadero, que no cabía en sí de asombro.
-Y ¿ya tienen pensado quienes van a lidiar y lancear los bichos? –volvió a preguntar intrigado por todo aquello.
-Nuestro representante, mister Canibro, de Jerez, será el que se ocupe de todo lo relacionado con los lidiadores –respondió Comingan, mientras se retiraba un poco hacia el interior del carro porque la cercanía de un toro le imponía cierto respeto.
Brands quería hacerse simpático, le molestaba aquel ambiente tan tenso entre el ganadero y ellos. Pensaba que aquel hombre no les creía y que quizás estuviera rumiando que de alguna manera se iban a llevar las reses sin pagarlas u otra cosa similar que le pudiera perjudicar en sus ganancias.
-Las carnes de los toros las vamos a dar como limosna para ayudar a la obra y fábrica de la iglesia del Hospital.
Varios síes con la cabeza fue toda la respuesta que aquella obra de misericordia mereció del ganadero que, ensimismado en sus pensamientos, consultando el papel con los números y buscándolos en los costillares de los toros, detuvo su caballo e hizo parar al carro.
-Aquellos tres toros negros y los dos “coloraos”, junto con el que antes se acercó al carro, son los animales que les ofrezco. Ganado de primera calidad y toros bravos y encastados.
Los ingleses se miraron asintiendo entre ellos. Los animales eran formidables. Daba pavor verlos desde lejos y detrás de los varales del carro, ¡cómo sería aquello visto desde cerca!
-Si quieren, se los apartamos ahora mismo y los ven con más detalle –dijo el ganadero.
En menos de una hora, los seis toros se encontraban en un cercado junto a la cortijada. Desde lo alto de la tapia que hacía pared con el cortijo, vieron los seis ejemplares que, asustados e inquietos, se arrejuntaban, buscando protección en la manada.
-¡Da miedo verlos! –exclamó Comingan y el ganadero se sonrió.
-Y ¿dice usted que para dar ceremonia a su rey se va usted a hartar de pasar miedo con esta corrida? –preguntó sarcástico.
No esperaba respuesta, pero Brands se la ofreció.
-Todo sea para mayor gloria de su Majestad. Si supiera usted lo que ha pasado nuestro pueblo hasta llegar a este momento, comprendería que el rey quiera la mayor celebración que se pueda ofrecer y una corrida de toros es, en España, el mejor espectáculo que podemos dar.
-Eso es verdad, desde luego. No hay fiesta que iguale a la corrida de toros, ni en ambiente, ni en emoción –convino el ganadero, que seguía a la vez el hilo de sus pensamientos y volvió a preguntar-. Y ¿qué pasó con su rey, si es que puede saberse?
Ya no podía aguantar más su intriga y aun a fuerza de ser considerado descortés, formuló aquella pregunta que los ingleses no parecían tener mucho interés en aclarar.
-Cosas de las monarquías. Jacobo sucede a su hermano Carlos II, el cual sucedió a su padre, Carlos I que murió…-el suspenso de la frase tuvo en el ganadero el efecto de un resorte y como una alimaña del bosque, miró fijamente a los ojos de Brands reclamando la terminación de la frase de una manera urgente-, ejecutado por los rebeldes. Lo subieron al patíbulo y le cortaron la cabeza –concluyó el inglés con la cabeza gacha.
-¿Qué habéis matado a vuestro rey? –preguntó el ganadero en el colmo de su asombro.
-Así fue, pero de eso hace ya algunos años –respondió Comingan abochornado.
No hizo ninguna otra pregunta pero acababa de comprenderlo todo. Para lavar una afrenta como la de matar a su rey, sería suficiente con que en cada rincón del mundo ofrecieran un agasajo capaz de compensar la magnicida atrocidad que habían cometido.
-¡Si lo llego a saber antes, le hago caso al corredor! –dijo para sus adentros el ganadero.
El alba los sorprendió arropados en las cobijas, calados de rocío y entumecidos los cuerpos.
El ganado ya pastaba tranquilo y algunos peones se habían levantado pronto para atender a las reses.
Una hora después estaban nuevamente en marcha y por la orilla de la mar, se acercaban a la ciudad que por momentos se recortaba, al fondo, con más detalles.
A la altura de las murallas que protegen la única entrada en Cádiz, subieron una cuesta, para dejar la playa y volver al camino real que llevaba a la ciudad. A poco, el camino se explayaba en un llano al que, en días de fiestas, acudían los ciudadanos a solazarse. Allí, arrinconaron las reses contra el cantil que daba al mar, dejando descansar a la manada en aquel erial arenoso, antes de cruzar las murallas y entrar en las primeras casas de la ciudad.
Rápidamente se arremolinaros algunos curiosos: zagales, militares de la guarnición que defendía la muralla, furcias y jornaleros desocupados y marineros, tripulación de los buques que en el puerto esperaban llenar o vaciar sus bodegas, que merodeaban por la zona en busca de compañía femenina con la que dar satisfacción a sus apetitos. Una multitud variopinta, entre la que no faltó quien, de inmediato, arrojase un pedrusco a los toros.
El ganadero dio instrucciones de no moverlos, ni dejar que nadie se acercara, mientras que él y su hijo emprendieron un galope para alejar a la multitud y luego, continuaron con un trotecillo ligero para dirigirse al cabildo y entrevistarse con la autoridad.
Ante las puertas de las Casas de Cabildo, desmontaron, preguntaron a los alguaciles quienes eran las personas responsables del festejo y el más señalado, les indicó que el Consistorio había elegido entre sus capitulares al Teniente General don Manuel Enrriquez de Figueroa y a don José Fantoni Sobranis, caballero de la Orden de Calatrava, que se encontraban comprobando el estado de las instalaciones.
Hacia ellos se dirigieron padre e hijo, caminando, pero sin abandonar sus garrochas que les identificaban entre el gentío que ya empezaba a congregarse. Apenas los vieron acercarse, los capitulares abandonaron su tarea y se dirigieron a darles encuentro.
-Muy buenos días tengan los señores capitulares -saludó cortésmente el ganadero con una leve inclinación, llevándose la mano al chambergo.
Los capitulares, ataviados de toda gala, respondieron al saludo con afectados modales cortesanos. Luego, tras informarse de cómo y donde había quedado la manada, explicaron al ganadero el recorrido que harían los toros en la corrida.
-Bajarán por la cuesta de Las Calesas, hasta la iglesia de Santo Domingo y desde allí, hemos preparado andamios y tablones para cerrar la calle de Plocia hasta el Hospital de San Juan de Dios. Antes de llegar al hospital se ha construido la corraleta para encerrar a los toros esperando la lidia, que será esta tarde. No creo que haya ningún problema.
-Si el pueblo sabe correr toros, no lo habrá, pero si no saben, le advierto que traigo un ganado muy recio -respondió el ganadero-. Son toros ásperos, encastados y con sus años, lo mejor que tenía en mis dehesas. Pero lo primero que tienen que hacer ustedes es mandar alguaciles a que nos ayuden a tener a la gente alejada de las bestias. Antes de venir hemos tenido que darles una corrida porque empezaban a apedrear a las reses.
-A partir de este momento la responsabilidad es nuestra –manifestó el Teniente General Enrriquez-. Los alguaciles están preparados, así que, a las doce de la mañana, soltamos un cañonazo que indica que empieza la corrida de los toros y a las cinco de la tarde, otro cañonazo señalará el principio de la lidia.
El ganadero comprobó el recorrido de las reses, la corraleta, la plaza y todo fue de su agrado.
-Muy grande me parece el coso -comentó por todo desacuerdo.
-Vendrá mucha gente. Casi todos los escaños están vendidos a tres pesos el asiento -respondió el Caballero de Calatrava.
-Parecen ustedes contentos de celebrar esta corrida para que los ingleses se olviden de que mataron a su rey -reprochó el ganadero.
-Bueno, a nosotros eso no nos importa. Ellos corren con todos los gastos, hemos dado la vara de sitio a tres pesos y además, van a dar de limosna las carnes, para terminar la obra de la Iglesia. No nos piden cuenta de nada: ¡Qué más le podemos pedir, si el pueblo se va a divertir sin que nos cueste ni un solo real!
El ganadero miró a su hijo que a un lado, contemplaba la escena admirado de cuanto se desarrollaba ante sus ojos. Nunca antes había visto una ciudad como aquella, ni tanta gente, ni tan bien vestida; ni había percibido el sabor de un aire salino que olía tan extraño. Su padre se le acercó y echándole un brazo por el hombro, le incitó a caminar hasta donde habían dejado las caballerías.
Por el camino pensaba en sus toros, allá arriba de la cuesta, bravos y peligrosos. ¡Ojalá que aquel día la única sangre humana que hubiera que dar al recuerdo fuera la de aquel rey ajusticiado por su pueblo!
¡Que sus toros no hicieran ningún daño!, le pidió al santo que daba nombre a aquel hospital y que él nunca había oído nombrar.

SSS

Lo narrado en este relato es una ficción, pero en el Libro de Actas del Ayuntamiento de Cádiz, en el tomo correspondiente al año 1685, folios 276 a 278, consta que el caballero inglés Diego Comingan, de la Orden Militar y dignidad en el Reino de Inglaterra y Escocia, solicitó del Cabildo la autorización para correr y lidiar seis toros para conmemorar la coronación de su graciosa Majestad Jacobo II, cuyas circunstancias reales quedan expresadas en el texto anterior. El Cabildo autorizó el festejo que se celebró el sábado veintiocho de julio de 1685.

Los nombres asignados a los Capitulares, son los que figuran en el Acta.

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