Sin dejar de mirar los cercados, el
ganadero seguía rumiando lo que su cliente le decía. No sabía si en todo el
mundo habría un solo inglés que fuera capaz de ponerse delante de cualquiera de
los seis toros que les iba a vender y cuyos números llevaba apuntado en un
trozo de papel. No quería confundirse y aquellos animales, aunque nobles, le
estaban causando ya muchos problemas. Cuando una corrida no se vendía en su
tiempo, era mejor sacrificarla, si no, todo eran contrariedades.
-Y ¿tienen ustedes concedidos los
permisos para correr y lidiar los toros? –preguntó.
Por respuesta, Brands sacó un documento
de su bolsillo. Era el acuerdo del consistorio por el que se autorizaba la
corrida de toros que los ingleses habían solicitado.
-La vamos a celebrar en el baldío que
hay junto a la Casa del Cabildo, arrimado a la obra del Hospital de San Juan de
Dios y hasta el convento. Tenemos autorización para cerrar las calles y colocar
andamios y tablones en toda la plaza, así como los asientos para el personal
que serán muchos, pues han de venir nuestros convidados de Sevilla, Sanlúcar,
Jerez y El Puerto de Santa María.
Todo lo que aquellos extraños
compradores decían, causaba la natural sensación en el ganadero, que no cabía
en sí de asombro.
-Y ¿ya tienen pensado quienes van a
lidiar y lancear los bichos? –volvió a preguntar intrigado por todo aquello.
-Nuestro representante, mister Canibro,
de Jerez, será el que se ocupe de todo lo relacionado con los lidiadores
–respondió Comingan, mientras se retiraba un poco hacia el interior del carro
porque la cercanía de un toro le imponía cierto respeto.
Brands quería hacerse simpático, le
molestaba aquel ambiente tan tenso entre el ganadero y ellos. Pensaba que aquel
hombre no les creía y que quizás estuviera rumiando que de alguna manera se
iban a llevar las reses sin pagarlas u otra cosa similar que le pudiera
perjudicar en sus ganancias.
-Las carnes de los toros las vamos a
dar como limosna para ayudar a la obra y fábrica de la iglesia del Hospital.
Varios síes con la cabeza fue toda la
respuesta que aquella obra de misericordia mereció del ganadero que,
ensimismado en sus pensamientos, consultando el papel con los números y
buscándolos en los costillares de los toros, detuvo su caballo e hizo parar al
carro.
-Aquellos tres toros negros y los dos
“coloraos”, junto con el que antes se acercó al carro, son los animales que les
ofrezco. Ganado de primera calidad y toros bravos y encastados.
Los ingleses se miraron asintiendo
entre ellos. Los animales eran formidables. Daba pavor verlos desde lejos y
detrás de los varales del carro, ¡cómo sería aquello visto desde cerca!
-Si quieren, se los apartamos ahora
mismo y los ven con más detalle –dijo el ganadero.
En menos de una hora, los seis toros se
encontraban en un cercado junto a la cortijada. Desde lo alto de la tapia que
hacía pared con el cortijo, vieron los seis ejemplares que, asustados e
inquietos, se arrejuntaban, buscando protección en la manada.
-¡Da miedo verlos! –exclamó Comingan y
el ganadero se sonrió.
-Y ¿dice usted que para dar ceremonia a
su rey se va usted a hartar de pasar miedo con esta corrida? –preguntó
sarcástico.
No esperaba respuesta, pero Brands se
la ofreció.
-Todo sea para mayor gloria de su
Majestad. Si supiera usted lo que ha pasado nuestro pueblo hasta llegar a este
momento, comprendería que el rey quiera la mayor celebración que se pueda
ofrecer y una corrida de toros es, en España, el mejor espectáculo que podemos
dar.
-Eso es verdad, desde luego. No hay
fiesta que iguale a la corrida de toros, ni en ambiente, ni en emoción –convino
el ganadero, que seguía a la vez el hilo de sus pensamientos y volvió a
preguntar-. Y ¿qué pasó con su rey, si es que puede saberse?
Ya no podía aguantar más su intriga y
aun a fuerza de ser considerado descortés, formuló aquella pregunta que los
ingleses no parecían tener mucho interés en aclarar.
-Cosas de las monarquías. Jacobo sucede
a su hermano Carlos II, el cual sucedió a su padre, Carlos I que murió…-el
suspenso de la frase tuvo en el ganadero el efecto de un resorte y como una
alimaña del bosque, miró fijamente a los ojos de Brands reclamando la
terminación de la frase de una manera urgente-, ejecutado por los rebeldes. Lo
subieron al patíbulo y le cortaron la cabeza –concluyó el inglés con la cabeza
gacha.
-¿Qué habéis matado a vuestro rey?
–preguntó el ganadero en el colmo de su asombro.
-Así fue, pero de eso hace ya algunos
años –respondió Comingan abochornado.
No hizo ninguna otra pregunta pero
acababa de comprenderlo todo. Para lavar una afrenta como la de matar a su rey,
sería suficiente con que en cada rincón del mundo ofrecieran un agasajo capaz
de compensar la magnicida atrocidad que habían cometido.
-¡Si lo llego a saber antes, le hago
caso al corredor! –dijo para sus adentros el ganadero.
El alba los sorprendió arropados en las
cobijas, calados de rocío y entumecidos los cuerpos.
El ganado ya pastaba tranquilo y
algunos peones se habían levantado pronto para atender a las reses.
Una hora después estaban nuevamente en
marcha y por la orilla de la mar, se acercaban a la ciudad que por momentos se
recortaba, al fondo, con más detalles.
A la altura de las murallas que
protegen la única entrada en Cádiz, subieron una cuesta, para dejar la playa y
volver al camino real que llevaba a la ciudad. A poco, el camino se explayaba
en un llano al que, en días de fiestas, acudían los ciudadanos a solazarse.
Allí, arrinconaron las reses contra el cantil que daba al mar, dejando
descansar a la manada en aquel erial arenoso, antes de cruzar las murallas y
entrar en las primeras casas de la ciudad.
Rápidamente se arremolinaros algunos
curiosos: zagales, militares de la guarnición que defendía la muralla, furcias
y jornaleros desocupados y marineros, tripulación de los buques que en el
puerto esperaban llenar o vaciar sus bodegas, que merodeaban por la zona en
busca de compañía femenina con la que dar satisfacción a sus apetitos. Una
multitud variopinta, entre la que no faltó quien, de inmediato, arrojase un
pedrusco a los toros.
El ganadero dio instrucciones de no
moverlos, ni dejar que nadie se acercara, mientras que él y su hijo
emprendieron un galope para alejar a la multitud y luego, continuaron con un
trotecillo ligero para dirigirse al cabildo y entrevistarse con la autoridad.
Ante las puertas de las Casas de
Cabildo, desmontaron, preguntaron a los alguaciles quienes eran las personas
responsables del festejo y el más señalado, les indicó que el Consistorio había
elegido entre sus capitulares al Teniente General don Manuel Enrriquez de
Figueroa y a don José Fantoni Sobranis, caballero de la Orden de Calatrava, que
se encontraban comprobando el estado de las instalaciones.
Hacia ellos se dirigieron padre e hijo,
caminando, pero sin abandonar sus garrochas que les identificaban entre el
gentío que ya empezaba a congregarse. Apenas los vieron acercarse, los
capitulares abandonaron su tarea y se dirigieron a darles encuentro.
-Muy buenos días tengan los señores
capitulares -saludó cortésmente el ganadero con una leve inclinación,
llevándose la mano al chambergo.
Los capitulares, ataviados de toda
gala, respondieron al saludo con afectados modales cortesanos. Luego, tras
informarse de cómo y donde había quedado la manada, explicaron al ganadero el
recorrido que harían los toros en la corrida.
-Bajarán por la cuesta de Las Calesas,
hasta la iglesia de Santo Domingo y desde allí, hemos preparado andamios y
tablones para cerrar la calle de Plocia hasta el Hospital de San Juan de Dios.
Antes de llegar al hospital se ha construido la corraleta para encerrar a los toros
esperando la lidia, que será esta tarde. No creo que haya ningún problema.
-Si el pueblo sabe correr toros, no lo
habrá, pero si no saben, le advierto que traigo un ganado muy recio -respondió
el ganadero-. Son toros ásperos, encastados y con sus años, lo mejor que tenía
en mis dehesas. Pero lo primero que tienen que hacer ustedes es mandar
alguaciles a que nos ayuden a tener a la gente alejada de las bestias. Antes de
venir hemos tenido que darles una corrida porque empezaban a apedrear a las
reses.
-A partir de este momento la
responsabilidad es nuestra –manifestó el Teniente General Enrriquez-. Los
alguaciles están preparados, así que, a las doce de la mañana, soltamos un
cañonazo que indica que empieza la corrida de los toros y a las cinco de la tarde,
otro cañonazo señalará el principio de la lidia.
El ganadero comprobó el recorrido de
las reses, la corraleta, la plaza y todo fue de su agrado.
-Muy grande me parece el coso -comentó
por todo desacuerdo.
-Vendrá mucha gente. Casi todos los
escaños están vendidos a tres pesos el asiento -respondió el Caballero de
Calatrava.
-Parecen ustedes contentos de celebrar
esta corrida para que los ingleses se olviden de que mataron a su rey -reprochó
el ganadero.
-Bueno, a nosotros eso no nos importa.
Ellos corren con todos los gastos, hemos dado la vara de sitio a tres pesos y
además, van a dar de limosna las carnes, para terminar la obra de la Iglesia.
No nos piden cuenta de nada: ¡Qué más le podemos pedir, si el pueblo se va a
divertir sin que nos cueste ni un solo real!
El ganadero miró a su hijo que a un
lado, contemplaba la escena admirado de cuanto se desarrollaba ante sus ojos.
Nunca antes había visto una ciudad como aquella, ni tanta gente, ni tan bien
vestida; ni había percibido el sabor de un aire salino que olía tan extraño. Su
padre se le acercó y echándole un brazo por el hombro, le incitó a caminar
hasta donde habían dejado las caballerías.
Por el camino pensaba en sus toros,
allá arriba de la cuesta, bravos y peligrosos. ¡Ojalá que aquel día la única
sangre humana que hubiera que dar al recuerdo fuera la de aquel rey ajusticiado
por su pueblo!
¡Que sus toros no hicieran ningún
daño!, le pidió al santo que daba nombre a aquel hospital y que él nunca había
oído nombrar.
SSS
Lo narrado en este relato es una
ficción, pero en el Libro de Actas del Ayuntamiento de Cádiz, en el tomo
correspondiente al año 1685, folios 276 a 278, consta que el caballero inglés
Diego Comingan, de la Orden Militar y dignidad en el Reino de Inglaterra y
Escocia, solicitó del Cabildo la autorización para correr y lidiar seis toros
para conmemorar la coronación de su graciosa Majestad Jacobo II, cuyas
circunstancias reales quedan expresadas en el texto anterior. El Cabildo
autorizó el festejo que se celebró el sábado veintiocho de julio de 1685.
Los nombres asignados a los
Capitulares, son los que figuran en el Acta.
Buen relato!!!
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