sábado, 6 de diciembre de 2014

TOROS PARA OLVIDAR LA AFRENTA, I




Pocos meses antes de jubilarme, allá por 2010, un amigo me pidió que colaborara en una obra que se estaba gestando en San Fernando (mi pueblo natal) y que escribiera algo sobre toros. El tema era totalmente libre, pero en la trama debían entrar a formar parte los toros y el humor.
De hecho la recopilación de historias iba a llevar el nombre de “TaHumoraquia”.


Portada de la recopilación

Sobre toros se ha escrito y mucho y además yo no soy ningún entendido en la materia, sobre humor, no me encuentro capacitado para escribir, así que estando ante un gran dilema, me puse a buscar, entre mis archivos, algo relacionados con los toros y con la historia.
Y lo encontré en forma de un acta del cabildo de Cádiz, fechada en 1685, sobre la que con más imaginación que arte, construí esta historia que por ser demasiado larga dividiré en dos partes.


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La noche cayó casi de golpe tras aquel caluroso viernes veintisiete de julio de 1685 que ya daba sus últimos coletazos. El frío y la humedad se enseñorearon del ambiente y el calor del viaje se olvidó de pronto, como si nunca lo hubieran pasado.
Entre las dunas, coronadas de juncos y salpicadas aquí y allá de arenarias, lechetreznas, cardos marineros y barrones, la manada remoloneaba junto a los abrevaderos que peones y vaqueros habían preparado, unos con heno recién cortado, otros con agua. Los seis toros se miraban recelosos, nerviosos y alterados ante cualquier ruido o movimiento, encelados con los compañeros de manada, embistiéndose a cada momento, cabeceando al aire con pitones aguzados, buscando al rival sin que los vaqueros puedan hacer nada por tranquilizarlos, sólo hablarles y dejarles que entre ellos resuelvan sus diferencias.
El monótono sonar de los esquilones de los mansos servía como música de fondo acompasada con el bramido de las olas del mar al chocar contra las rocas o reventar de espumas en la playa.
Al fondo, por donde se había puesto el sol, las tenues luces de la ciudad decoraban tristemente una noche oscura.
Los dos jinetes que conducían la manada permanecían a lomos de sus caballos, garrocha en mano, mientras que peones y vaqueros, improvisaban una empalizada en donde encerrar las reses.
El más joven se puso de pie sobre los estribos, mirando a la playa cercana.
-Nunca había visto el mar. Es bonito -dijo casi en una meditación.
-No te acerques a él. Es peligroso y nosotros, los de tierra adentro, no lo entendemos. Desmonta y atiende al caballo; yo voy a dar una vuelta a ver si todo está en orden –dijo el más viejo de los jinetes.
El joven obedeció de inmediato; nunca cuestionaba las órdenes de su padre. Descabalgó, soltó la cincha de su caballo y le quitó la silla. Por el ronzal, lo condujo hasta un apartado en el que habían dejado el carro en el que transportaban las pacas de heno y los aperos necesarios para la conducción de la manada. Ató el caballo a uno de los varales y le acercó un cubo de madera con agua limpia que el animal bebió con avidez. Luego, sobre un saco de arpillera extendido en la arena del suelo, amontonó paja fresca. Con un trapo áspero empezó a cepillarle el lomo mientras el caballo comía lentamente.
-¿Cuántas leguas hemos caminado? -preguntó a su padre cuando se acercó para atar su montura al carro.
-Muchas; más de veinte y aún nos queda otra para llegar a Cádiz. Podríamos llegar esta noche, pero es mejor para el ganado que lo dejemos descansar aquí y mañana, cuando estén menos cansados y nerviosos, meterlos en la ciudad.
La ganadería estaba más allá de Medina, casi cerca de Alcalá, pero se había comprometido con aquellos señores tan raros que llegaron a comprarle una corrida, a que él mismo les llevaría los toros hasta la capital.
Con las primeras horas del día se habían puesto en camino y aparte del rato que pararon para almorzar, no dejaron de caminar ni un momento. A veces, cuando la trocha era ancha, daban una carrera a la manada, pero casi siempre iban al paso cansino de los cabestros, evitando pasar por aldeas y cortijadas, dejando tras de si una densa nube de polvo cuyo color cambiaba como cambiaba el paisaje por el que pasaban.
Cruzaron vaguadas y subieron alcores, incluso alguna que otra colina más pronunciada hasta que, muy a lo lejos, desde un viso, observaron la tierra llana que se extendía hasta el mar que, al fondo, como una cinta azul, adornaba la tierra.
-Allí, en aquella lengua de tierra, está la capital –dijo el ganadero, llevándose la mano a la altura de los ojos para protegerlos de los rayos del sol, mientra apoyaba la garrocha en una piedra junto al camino.
Descendieron hasta la tierra llana y tomaron un cordel entre marismas, dejando Chiclana a un lado.
Lo peor fue cruzar La Isla de León. No había ni trocha ni cañada, sólo el camino real que pasaba por el centro del pueblo.
El jinete más viejo se había adelantado para advertir a las autoridades que llevaban una manada de toros bravos para lidiar en Cádiz y lo que él no quería que ocurriese, ocurrió. Pusieron la manada a un trotecillo cansino, para tener a los animales entretenidos y que no percibieran mucho de su alrededor, pero aún así, decenas de personas se habían arremolinado en las calles para ver pasar a los toros y varios mozalbetes corrieron a su lado hasta que las fuerzas les abandonaron y otros, los más osados, apedrearon a las reses, alguna de las cuales se revolvió fieramente, necesitando de todo el oficio de los vaqueros y los cabestros para reconducirlos a la manada.
A la salida del pueblo, en una zona que llaman El Canal, pararon a descansar un rato. Dieron de beber a la manada y a los caballos y enseguida continuaron. Quedaban pocas horas de sol y el jinete viejo quería estar aquella noche lo más cerca posible de Cádiz.
Luego, por zonas marismeñas, fueron buscando la playa.
-Si el mar los aguanta por un lado, nosotros tenemos que hacer la mitad del trabajo -le dijo su padre, cuando le preguntó porque no seguían el camino real.
Y así habían llegado hasta la playa que llaman de Santibañez, en donde al amor de una buena lumbre, dispusieron las viandas para reconfortar el cuerpo, maltrecho y dolorido de la larga caminata y exhausto por el esfuerzo y tantas horas de vigilia.
-¿Porqué van a celebrar una corrida de toros en Cádiz, si no es tierra de campo y ganado? –preguntó el joven entre uno y otro bocado de tasajo que cortaba, sobre una rebanada de pan asentado, con la faca que sacó de la faja con que sujetaba el calzón.
El padre lo miró comprensivo. Era un buen hijo, pero no demasiado listo. No serviría para llevar el negocio cuando él faltara; gracias al cielo que tenía otros hijos que continuarían con la ganadería, porque aquél, capaz de trabajar hasta deslomarse, no perdía ni un segundo en hacer sus propias conjeturas. Era más fácil preguntar que pensar.
Antes de responder agarró la bota de vino rancio y bebió un largo chorro que rebosó por las comisuras de los labios, resbaló por el cuello y tiñó de rojo sucio el cuello de la camisa.
-Quieren celebrar la coronación de un rey, me parece -le contestó pensativo.
Tampoco él se lo explicaba cuando al cortijo llegaron en calesa, mediada la tarde, dos extraños individuos acompañados por un conocido corredor de ganado de Medina.
-Quieren comprar una corrida de toros bravos y yo les he dicho que los tuyos son los más bravos de toda esta zona –le había dicho el corredor tras el saludo de rigor y mientras le guiñaba un ojo en señal de complicidad.
Con un grave acento extranjero, el más alto de los dos caballeros que acompañaban al corredor, se descubrió levemente mientras tendía su mano presentándose.
-Soy Richard Brands y mi acompañante es mister Comingan, de la delegación de su Majestad el Rey de Inglaterra y Escocia en Cádiz.
El ganadero respondió al saludo descubriéndose y tendiendo su mano, mezcla de sarmientos resecos y ásperos reptiles, que el forastero apretó con cortesía.
-Los señores dirán -fue su tosco saludo.
El corredor quiso mediar en la conversación pero el inglés al que llamaban Comingan, no estaba dispuesto a dejarse embaucar y fue al grano. Con un fuerte acento, pero empleando correctamente cada una de las palabras, construyendo las frases con cierto estilo, se encaró al ganadero.
-Queremos comprar una corrida de toros bravos -dijo-. No vamos a regatear el precio, pero queremos los ejemplares más bravos que tenga y que los lleve hasta Cádiz.
El ganadero estudió a sus dos clientes. Su indumentaria demostraba palpablemente que disfrutaban de buena posición: casacas de terciopelo, jubones ajustados y abotonados en pedrerías, calzones cortos, con medias y zapatos adornados de innecesarias hebillas plateadas. Al más joven no le faltaba siquiera un lunar de terciopelo negro en el carrillo derecho, que era la moda del momento y con los que los cortesanos trataban de desviar la atención de las cicatrices que la viruela había dejado en sus rostros ¿Qué entenderían de toros aquellos dos vestidos para un salón de baile?
El corredor comprendió lo que estaba pensando y en un apartado le soltó lo que había venido mascullando desde que se le presentó la ocasión de terciar en la venta.
-¡Estos no tienen ni idea de toros! Véndeles lo que te sobre de por ahí y cóbrales como si fuera ganado de primera.
El ganadero lo miró con desdén. No era esa su forma de proceder. Lo bueno tenía un precio y lo malo o regular otro, pero cada uno el suyo.
-Y ¿cuándo piensan los señores celebrar esa corrida de toros? –preguntó rascándose la cabeza por debajo del chambergo.
-El sábado veintiocho, si es posible que estén los toros allí –respondió mister Comingan.
-¡Estarán! –fue la respuesta escueta y precisa-. Si quieren, me acompañan a ver el ganado y ustedes mismos elijen lo que desean comprar. En el precio no vamos a discutir, les digo ahora lo que valen y si están de acuerdo empezamos a apartarlos.
Los ingleses se miraron, oyeron el precio de cada toro y no les pareció excesivo, luego, subidos en un carro de altos varales, acompañaron a los vaqueros a escoger los toros.
-Y ¿qué dicen los señores que piensan celebrar? –preguntó el ganadero, cabalgando junto al carro.
-La coronación de nuestro rey, Jacobo II de Inglaterra, Irlanda y Escocia –respondió mister Comingan.
-Y ¿por una cosa que ha pasado tan lejos, van ustedes a hacer una corrida de toros en Cádiz? –preguntó incrédulo el ganadero, mientras apoyaba la garrocha sobre el hombro.
-Es deseo de su Majestad que todo el mundo sepa que ha sido coronado rey y las órdenes que hemos recibido son las de hacer, en cada lugar, la fiesta más sonada con la que el pueblo pueda divertirse, por eso, junto con otros muchos ingleses que viven en esta zona, hemos pensado que lo mejor es una corrida de toros –le explico el inglés.


(continúa)

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