Pocos meses antes de jubilarme,
allá por 2010, un amigo me pidió que colaborara en una obra que se estaba
gestando en San Fernando (mi pueblo natal) y que escribiera algo sobre toros.
El tema era totalmente libre, pero en la trama debían entrar a formar parte los
toros y el humor.
De hecho la recopilación de
historias iba a llevar el nombre de “TaHumoraquia”.
Portada de la recopilación
Sobre toros se ha escrito y
mucho y además yo no soy ningún entendido en la materia, sobre humor, no me
encuentro capacitado para escribir, así que estando ante un gran dilema, me
puse a buscar, entre mis archivos, algo relacionados con los toros y con la
historia.
Y lo encontré en forma de un
acta del cabildo de Cádiz, fechada en 1685, sobre la que con más imaginación
que arte, construí esta historia que por ser demasiado larga dividiré en dos
partes.
[[[[[
La noche cayó casi de golpe
tras aquel caluroso viernes veintisiete de julio de 1685 que ya daba sus
últimos coletazos. El frío y la humedad se enseñorearon del ambiente y el calor
del viaje se olvidó de pronto, como si nunca lo hubieran pasado.
Entre las dunas, coronadas de
juncos y salpicadas aquí y allá de arenarias, lechetreznas, cardos marineros y
barrones, la manada remoloneaba junto a los abrevaderos que peones y vaqueros
habían preparado, unos con heno recién cortado, otros con agua. Los seis toros
se miraban recelosos, nerviosos y alterados ante cualquier ruido o movimiento,
encelados con los compañeros de manada, embistiéndose a cada momento, cabeceando
al aire con pitones aguzados, buscando al rival sin que los vaqueros puedan
hacer nada por tranquilizarlos, sólo hablarles y dejarles que entre ellos
resuelvan sus diferencias.
El monótono sonar de los
esquilones de los mansos servía como música de fondo acompasada con el bramido
de las olas del mar al chocar contra las rocas o reventar de espumas en la
playa.
Al fondo, por donde se había
puesto el sol, las tenues luces de la ciudad decoraban tristemente una noche
oscura.
Los dos jinetes que conducían
la manada permanecían a lomos de sus caballos, garrocha en mano, mientras que
peones y vaqueros, improvisaban una empalizada en donde encerrar las reses.
El más joven se puso de pie
sobre los estribos, mirando a la playa cercana.
-Nunca había visto el mar. Es
bonito -dijo casi en una meditación.
-No te acerques a él. Es
peligroso y nosotros, los de tierra adentro, no lo entendemos. Desmonta y
atiende al caballo; yo voy a dar una vuelta a ver si todo está en orden –dijo
el más viejo de los jinetes.
El joven obedeció de inmediato;
nunca cuestionaba las órdenes de su padre. Descabalgó, soltó la cincha de su
caballo y le quitó la silla. Por el ronzal, lo condujo hasta un apartado en el
que habían dejado el carro en el que transportaban las pacas de heno y los aperos
necesarios para la conducción de la manada. Ató el caballo a uno de los varales
y le acercó un cubo de madera con agua limpia que el animal bebió con avidez.
Luego, sobre un saco de arpillera extendido en la arena del suelo, amontonó
paja fresca. Con un trapo áspero empezó a cepillarle el lomo mientras el
caballo comía lentamente.
-¿Cuántas leguas hemos
caminado? -preguntó a su padre cuando se acercó para atar su montura al carro.
-Muchas; más de veinte y aún
nos queda otra para llegar a Cádiz. Podríamos llegar esta noche, pero es mejor
para el ganado que lo dejemos descansar aquí y mañana, cuando estén menos
cansados y nerviosos, meterlos en la ciudad.
La ganadería estaba más allá de
Medina, casi cerca de Alcalá, pero se había comprometido con aquellos señores
tan raros que llegaron a comprarle una corrida, a que él mismo les llevaría los
toros hasta la capital.
Con las primeras horas del día
se habían puesto en camino y aparte del rato que pararon para almorzar, no
dejaron de caminar ni un momento. A veces, cuando la trocha era ancha, daban
una carrera a la manada, pero casi siempre iban al paso cansino de los
cabestros, evitando pasar por aldeas y cortijadas, dejando tras de si una densa
nube de polvo cuyo color cambiaba como cambiaba el paisaje por el que pasaban.
Cruzaron vaguadas y subieron
alcores, incluso alguna que otra colina más pronunciada hasta que, muy a lo
lejos, desde un viso, observaron la tierra llana que se extendía hasta el mar
que, al fondo, como una cinta azul, adornaba la tierra.
-Allí, en aquella lengua de
tierra, está la capital –dijo el ganadero, llevándose la mano a la altura de
los ojos para protegerlos de los rayos del sol, mientra apoyaba la garrocha en
una piedra junto al camino.
Descendieron hasta la tierra
llana y tomaron un cordel entre marismas, dejando Chiclana a un lado.
Lo peor fue cruzar La Isla de
León. No había ni trocha ni cañada, sólo el camino real que pasaba por el
centro del pueblo.
El jinete más viejo se había
adelantado para advertir a las autoridades que llevaban una manada de toros
bravos para lidiar en Cádiz y lo que él no quería que ocurriese, ocurrió.
Pusieron la manada a un trotecillo cansino, para tener a los animales
entretenidos y que no percibieran mucho de su alrededor, pero aún así, decenas
de personas se habían arremolinado en las calles para ver pasar a los toros y
varios mozalbetes corrieron a su lado hasta que las fuerzas les abandonaron y
otros, los más osados, apedrearon a las reses, alguna de las cuales se revolvió
fieramente, necesitando de todo el oficio de los vaqueros y los cabestros para
reconducirlos a la manada.
A la salida del pueblo, en una
zona que llaman El Canal, pararon a descansar un rato. Dieron de beber a la
manada y a los caballos y enseguida continuaron. Quedaban pocas horas de sol y
el jinete viejo quería estar aquella noche lo más cerca posible de Cádiz.
Luego, por zonas marismeñas,
fueron buscando la playa.
-Si el mar los aguanta por un
lado, nosotros tenemos que hacer la mitad del trabajo -le dijo su padre, cuando
le preguntó porque no seguían el camino real.
Y así habían llegado hasta la
playa que llaman de Santibañez, en donde al amor de una buena lumbre,
dispusieron las viandas para reconfortar el cuerpo, maltrecho y dolorido de la
larga caminata y exhausto por el esfuerzo y tantas horas de vigilia.
-¿Porqué van a celebrar una
corrida de toros en Cádiz, si no es tierra de campo y ganado? –preguntó el
joven entre uno y otro bocado de tasajo que cortaba, sobre una rebanada de pan
asentado, con la faca que sacó de la faja con que sujetaba el calzón.
El padre lo miró comprensivo.
Era un buen hijo, pero no demasiado listo. No serviría para llevar el negocio
cuando él faltara; gracias al cielo que tenía otros hijos que continuarían con
la ganadería, porque aquél, capaz de trabajar hasta deslomarse, no perdía ni un
segundo en hacer sus propias conjeturas. Era más fácil preguntar que pensar.
Antes de responder agarró la
bota de vino rancio y bebió un largo chorro que rebosó por las comisuras de los
labios, resbaló por el cuello y tiñó de rojo sucio el cuello de la camisa.
-Quieren celebrar la coronación
de un rey, me parece -le contestó pensativo.
Tampoco él se lo explicaba
cuando al cortijo llegaron en calesa, mediada la tarde, dos extraños individuos
acompañados por un conocido corredor de ganado de Medina.
-Quieren comprar una corrida de
toros bravos y yo les he dicho que los tuyos son los más bravos de toda esta
zona –le había dicho el corredor tras el saludo de rigor y mientras le guiñaba
un ojo en señal de complicidad.
Con un grave acento extranjero,
el más alto de los dos caballeros que acompañaban al corredor, se descubrió
levemente mientras tendía su mano presentándose.
-Soy Richard Brands y mi
acompañante es mister Comingan, de la delegación de su Majestad el Rey de
Inglaterra y Escocia en Cádiz.
El ganadero respondió al saludo
descubriéndose y tendiendo su mano, mezcla de sarmientos resecos y ásperos
reptiles, que el forastero apretó con cortesía.
-Los señores dirán -fue su
tosco saludo.
El corredor quiso mediar en la
conversación pero el inglés al que llamaban Comingan, no estaba dispuesto a
dejarse embaucar y fue al grano. Con un fuerte acento, pero empleando
correctamente cada una de las palabras, construyendo las frases con cierto
estilo, se encaró al ganadero.
-Queremos comprar una corrida
de toros bravos -dijo-. No vamos a regatear el precio, pero queremos los
ejemplares más bravos que tenga y que los lleve hasta Cádiz.
El ganadero estudió a sus dos
clientes. Su indumentaria demostraba palpablemente que disfrutaban de buena
posición: casacas de terciopelo, jubones ajustados y abotonados en pedrerías,
calzones cortos, con medias y zapatos adornados de innecesarias hebillas
plateadas. Al más joven no le faltaba siquiera un lunar de terciopelo negro en
el carrillo derecho, que era la moda del momento y con los que los cortesanos
trataban de desviar la atención de las cicatrices que la viruela había dejado
en sus rostros ¿Qué entenderían de toros aquellos dos vestidos para un salón de
baile?
El corredor comprendió lo que
estaba pensando y en un apartado le soltó lo que había venido mascullando desde
que se le presentó la ocasión de terciar en la venta.
-¡Estos no tienen ni idea de
toros! Véndeles lo que te sobre de por ahí y cóbrales como si fuera ganado de
primera.
El ganadero lo miró con desdén.
No era esa su forma de proceder. Lo bueno tenía un precio y lo malo o regular
otro, pero cada uno el suyo.
-Y ¿cuándo piensan los señores
celebrar esa corrida de toros? –preguntó rascándose la cabeza por debajo del
chambergo.
-El sábado veintiocho, si es
posible que estén los toros allí –respondió mister Comingan.
-¡Estarán! –fue la respuesta
escueta y precisa-. Si quieren, me acompañan a ver el ganado y ustedes mismos
elijen lo que desean comprar. En el precio no vamos a discutir, les digo ahora
lo que valen y si están de acuerdo empezamos a apartarlos.
Los ingleses se miraron, oyeron
el precio de cada toro y no les pareció excesivo, luego, subidos en un carro de
altos varales, acompañaron a los vaqueros a escoger los toros.
-Y ¿qué dicen los señores que
piensan celebrar? –preguntó el ganadero, cabalgando junto al carro.
-La coronación de nuestro rey,
Jacobo II de Inglaterra, Irlanda y Escocia –respondió mister Comingan.
-Y ¿por una cosa que ha pasado
tan lejos, van ustedes a hacer una corrida de toros en Cádiz? –preguntó
incrédulo el ganadero, mientras apoyaba la garrocha sobre el hombro.
-Es deseo de su Majestad que
todo el mundo sepa que ha sido coronado rey y las órdenes que hemos recibido
son las de hacer, en cada lugar, la fiesta más sonada con la que el pueblo
pueda divertirse, por eso, junto con otros muchos ingleses que viven en esta
zona, hemos pensado que lo mejor es una corrida de toros –le explico el inglés.
(continúa)
Muy bonito
ResponderEliminarBonita historia!!!
ResponderEliminar