viernes, 9 de enero de 2015

EL ARTE NO TIENE MIEDO





Una frase afortunada, pero completamente vacía de contenido. La he oído y leído recientemente para disculpar a un torero, uno de los llamados artistas, que suele cosechar más fracasos que triunfos y que, en cualquiera de las dos situaciones, es verdaderamente genial.
Efectivamente el arte no tiene miedo, el que lo tiene es el artista, si es que a cualquiera se le puede llamar artista, porque cosechar más broncas que palmas, no es precisamente la mejor presentación para un virtuoso.
Ha habido toreros que daban lo que en el argot se conoce como “la espantá” y que no es otra cosa que negarse a torear o a acabar con la vida del toro en el momento culminante de la corrida, o lo que es casi más bochornoso, realizar todo un aliño de mantazos con la única intención de confundir al animal que empieza a defenderse como puede, mostrando sus peores cualidades; maniobra con la que se quiere hacer creer al público que no hay quien toree al bicho, al que se despacha de una estocada trapera y por lo bajo. Algunos ejemplos lo tenemos muy recientes, pero lo que voy a contar ocurrió hace ya casi un siglo.
Me vino a la memoria anoche, mientras mi nieta, que tiene siete años cenaba y yo me esforzaba por hacerle un juego de manos con las cartas que no me salía ni a tiros.
Entre cucharada y cucharada, mi nieta me miró y muy seria me dijo: “¡Qué mal has quedado, abuelo!”.
Era verdad y sin pensarlo me salió la frase ya poco usada, pero que fue muy ilustrativa en otros tiempos: “He quedado peor que “Cagancho” en Almagro.
Como es natural al mencionar el nombre de “Cagancho”, a la pequeña le hizo gracia, creyendo, como mucha gente piensa, que el nombre hace referencia a ese desahogo biológico que exonera las tripas y que quizás, porque el protagonista de esta historia lo hiciera con cierta profusión, le hubiera valido el apodo referido. Pero no es esa la razón del mote, que más tarde explicaré.
Joaquín Rodríguez Ortega, alias “Cagancho”, nació en 1903 en el sevillanísimo barrio de Triana. De ascendencia gitana, era nieto de un cantaor flamenco e hijo de un herrero.

Cagancho vestido de luces

La herrería estuvo durante muchos siglos en manos de los gitanos, o egipcianos, como entonces se los conocía, hábiles artesanos en trabajar el hierro sin grandes florituras, limitándose a lo muy básico como forjar herraduras y otros utensilios domésticos: clavos, trébedes, aperos de labranza, etc., pero el joven Joaquín, con sus espectaculares ojos verdes, no quería pasarse la vida golpeando el martillo contra el yunque ni avivando la fragua; por dentro sentía una vena artística que quería expresar con el toreo.
Curiosamente, “Cagancho” se vistió de luces por primera vez en mi pueblo, San Fernando y cuando ya tenía casi veinte años, por lo que no fue, desde luego, muy precoz. Un año después debutó en la Maestranza y tres años más tarde se había hecho famoso por incorporar un toreo con las manos bajas, que desde entonces se ha puesto de moda y se le exige a los matadores.
Pero su irregularidad y su momentáneo miedo, le hacían perder el cartel que con faenas geniales conseguía ganar y de todas las actuaciones, quizá la más aciaga fue la que tuvo lugar en Almagro, el día veintiséis de agosto de 1927 y que ha dado lugar a la frase que me vino a la memoria ante el fracaso de mis habilidades prestidigitadoras.
Pero también se habían acuñado frases cuya localización era diferente y Las Ventas o Priego, fueron cosos en los que el gitano de los ojos verdes cosechó monumentales fracasos.
Quizás lo de Almagro fue lo peor, porque el público, enfurecido, arrojó almohadillas, botas de vino y cuanto sólido tenía a mano, acabando por incendiar las balconadas de madera de la plaza de toros.
La corrida había acaparado una gran expectación y hasta Almagro habían llegado trenes abarrotados de aficionados con el deseo de ver al ídolo del momento.
Pero “Cagancho” no estaba aquel día por la labor. Un presagio o una mala idea, se le había cruzado y ya fue necesario que su cuadrilla le obligase a vestirse de luces y llegar a la plaza justo en el momento en que se iba a iniciar el paseillo.
Si al primer toro, que era el tercero de la tarde lo toreó con aquella muleta de su invención en la que la estaquilla era mucho más larga de lo habitual, por lo que se pasaba al toro a mucha distancia, al sexto, que recibió siete puyazos y mató a varios caballos que cubiertos con mantas salpicaban el suelo de la plaza, no lo quiso ni ver.
Mientras trataba de torearlo, o mejor dicho, de darle muletazos desde muy lejos, le pegaba estocadas en el vientre, los cuartos traseros y delanteros y huyó despavorido al burladero cuando el animal se le revolvió. Cubierto tras la seguridad de la tablas, siguió pinchando encarnizadamente al animal, actividad en la que llegó a contagiar a su cuadrilla que comenzaron a hacer lo mismo, hasta que sonó el tercer aviso, señal de que el toro iba al corral.
La bronca fue monumental y duró hasta altas horas de la noche, en que los trenes se llevaron a los frustrados aficionados, después de que la Guardia Civil, e incluso un destacamento de Caballería del Ejército, cargara contra la muchedumbre.


Bronca a “Cagancho”

La jornada, con su dramático desenlace, quedó para la historia y “Cagancho”, como tantas tardes, terminó durmiendo en el cuartelillo.
En 1928 debutó en Méjico, en donde de inmediato se convirtió en un ídolo y en donde no protagonizó tantas “espantás” como en España, quizás por el clima, el tequila o la menor presencia de los bichos de aquellas tierras.
Tras su retirada de los toros, se trasladó a Méjico en donde murió en 1984, víctima de un cáncer de pulmón.
Cuando ya había cumplido cincuenta años y en España pocos se acordaban de él, fuera de temporada, se anunció que “Cagancho” iba a torear en Las Ventas.
La plaza puso el cartel de no hay billetes, pues la expectación que despertó en los viejos aficionados fue tremenda y la tarde no defraudó a sus seguidores porque en su segundo toro, cuarto de la tarde, realizó una faena memorable que quedó tanto para el recuerdo que cambió radicalmente el sentido de aquella frase, en la que se trastocó el peyorativo “quedar como Cagancho…” por “armar la de Cagancho…”
Después de este breve recorrido por la historia de aquella “quedada”, naturalmente que mi nieta volvió a la carga para preguntarme por qué le llamaban “Cagancho”, si no era por aquello que ella pensaba.
Y otra ráfaga de memoria me vino de inmediato. Lo había referido en clase el mejor profesor de literatura que yo he tenido. Era un hombre ya muy mayor, poeta, escritor y amante de la literatura que nos enseño a amar los libros como nunca ningún profesor consiguió.
Se llamaba don Gabriel y un día de clase, estudiando a un escritor que no recuerdo, nuestro libro refería que había escrito algo sobre un torero al que denominaba “Carancho”, cosa que indignó a don Gabriel que no comprendía la ridiculez de trastocar el nombre del famoso torero para que la palabra “Cagan…” no apareciera escrita, en un cesura fuera de toda lógica y fue en ese momento en el que nos contó la razón de aquel apodo.
El torero “Cagancho” era hijo de un herrero sevillano, un gitano que trabajaba en la fragua y que los domingos se iba al mercadillo con sus forjas a venderlas a grito pelado.
En aquella época del siglo XIX, los enseres domésticos eran muy reducidos y uno de los que más éxito tenía eran los ganchos, de diferentes tamaños, con los que se colgaban los calderos sobre el fuego, las carnes en los puestos, las ristras de ajo, en las paredes de la cocina, las macizas llaves de hierro, las balanzas en una viga, o los sobretodos, detrás de las puertas.
El herrero, a voz en grito pregonaba su mercancía: ¡Ca gancho, un reá!
Repetía incesantemente y el público acudía a comprar los útiles ganchos y de camino se llevaba algunas escarpias, fallebas para las puertas y otros artilugios de forja.
El gitanillo seguía desgañitándose con su mensaje y tanto lo repetía que se le quedó el mote de “Ca gancho”, en clarísima alusión a sus férricos objetos y que nada tenía que ver con la actividad escatológica que algún mal pensado quiso ver en el mote y que la infantil inocencia de mi nieta intuía.

Como suele ser la costumbre, el apodo se convirtió en familiar y al torero se le empezó a conocer como al hijo de “Ca gancho”, pasando más tarde a ser el verdadero titular del apodo.

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