Mucho se ha hablado y se ha escrito de
los productos que los conquistadores españoles trajeron de las Américas: oro,
plata, cacao, patatas, tomate, maíz, tabaco y un largo etcétera.
Sin duda ninguna que lo más apetitoso
era el oro, mas bien escaso y la plata, esta sí, abundante, pero lo que Europa
no ignora es que fue la patata la que más hizo por ella. Gracias a las patatas
traídas del nuevo continente y plantadas en casi todos los países, salió el
viejo continente de las hambrunas crónicas que venía padeciendo.
La piña, el mango, la papaya o el
aguacate, son frutas procedentes de América y de las que disfrutamos ahora en
abundancia, pero en tiempos pasados carecían de valor y a pesar de su
importante aporte vitamínico, imprescindible contra el escorbuto que se
presentaba en las largas travesías marítimas, la sociedad no las apreciaba.
Pero justo es decir que como
contraprestación, los conquistadores también llevaron a las nuevas tierras,
productos agrícolas de primer orden como el arroz, el café, el ajo y la
cebolla, almendras, nueces, uvas, manzanas y naranjas, limones, pomelos, pero
sobre todos ellos dos de los que hoy quería hablar: el trigo y el olivo.
Existe en la ciudad de Lima, capital
del Perú, fundada en 1535 por Francisco Pizarro, una zona ajardinada que se
llama Parque Olivar de San Isidro, debido a la presencia de numerosos olivos
centenarios plantados entre los primeros que llegaron a aquellas tierras de
manos de una mujer excepcional.
Esta mujer se llamaba Inés Muñoz y
estaba casada con Francisco Martín de Alcántara, hermano de madre del
conquistador Francisco Pizarro.
El olivar de san Isidro
La saga de los Pizarro es una
curiosísima historia que merece la pena contar aunque sea muy por encima.
Indudablemente su principal bastión es el conquistador, don Francisco González,
apodado “El Ropero”, que posteriormente, al entrar en la Historia, fue conocido
como Francisco Pizarro González.
Pizarro era hijo de Francisca González
Mateos, nacido en 1478, fue su padre don Gonzalo Pizarro Rodríguez de Aguilar,
apodado “El Largo”, jefe de la guardia personal de los Reyes Católicos, los
llamados “continos”, un cuerpo de cien soldados que de continuo, velaban por la
seguridad de sus majestades. Gonzalo, que tuvo muchos hijos fuera y dentro del
matrimonio, a su muerte los reconoció a todos, menos a Francisco.
La madre de Pizarro era de la familia
de “Los Roperos” y trabajaba como sirvienta en el convento de San Francisco el
Real, de Coria, donde profesaba una tía de don Gonzalo que en las visitas que
giraba a su familiar, se quedó prendado de la joven y la sedujo, hasta dejarla
embarazada. Al saberse su estado, fue expulsada del convento y buscó refugio en
casa de su madre, donde dio a luz a Francisco, “El Ropero”, conquistador del Perú.
Posteriormente se casó con Martín de
Alcántara y tuvo un hijo al que también puso de nombre Francisco, que por tanto
era hermanastro del anterior.
Pues con este último casó doña Inés
Muñoz y con dos hijos muy pequeños, acompañó a su marido cuando su hermanastro
se lo llevó en su segundo viaje a América, expedición que llevaba las
capitulaciones para la conquista del reino del “Birú”.
Sus dos hijos murieron en la travesía
hasta Panamá que fue de una gran penosidad, pero ella, junto con su marido,
supieron sobreponerse a la tragedia y continuar con la expedición.
Gran parte de esa penosidad en la
travesía se debió a que Pizarro, que conocía perfectamente las deficiencias
americanas en materias de vegetales, había preparado una buena cantidad de
plantones de olivo, así como una buena provisión de simientes de trigo, las dos
especies que más echaba en falta, que junto con la vid, que llegaría algo más
tarde, complementarían la dieta a la que los españoles estaban acostumbrado. La
vid y el olivo no podían viajar en la misma embarcación, pues no había forma de
almacenar agua suficiente para su riego y para el consumo humano, en las
exiguas carabelas de la época.
Los plantones de olivo requirieron de
un cuidado permanente y de un riego regular, cosa que se hacía con el agua que
a bordo se almacenaba para el consumo humano, lo que hizo mermar muchísimo las
reservas y provocó la aparición de deshidrataciones que los dos niños pequeños
no pudieron soportar.
Una vez en Panamá cruzaron hasta el
Pacífico, donde Pizarro formó su expedición con 181 hombres, de los que 80 eran
infantes y 77 de caballería, 20 ballesteros, 3 arcabuceros y 37 caballos,
partiendo a la conquista del imperio Inca.
En la expedición, recayó en doña Inés
la tarea de organizar el avituallamiento y la alimentación del núcleo que
formaban su cuñado y sus capitanes, casi todos de la familia Pizarro, así como
el cuidado de las simientes y de los plantones.
No era fácil la intendencia en
aquellos parajes, pues los alimentos locales no gustaban a los españoles y no
había ninguna posibilidad de obtener los que constituían la dieta tradicional
española. Echaban de menos los quesos, los embutidos, el pan de trigo o el
aceite para cocinar y sobre todo, el vino.
Una vez en el Perú, Pizarro fundó la
primera ciudad en el año 1534, la actual Jauja. Un año más tarde fundó Lima, a
donde trasladó la capitalidad del imperio que estaba conquistando y en la que
se plantaron diez mil plantones de olivo de los que muchos aún perviven,
centenarios, en el parque de San Isidro que en aquel tiempo era un enorme
huerto de la casa que el matrimonio Alcántara tenía en la nueva ciudad.
Y por aquellas tierras conoció Pizarro
a una princesa inca llamada Quispe Sisa, de la que se enamoró perdidamente y
con la que se casó, después de haberla bautizado y puesto por nombre Inés, como
su cuñada.
Así pues, hubo dos Inés desde el
principio de la conquista peruana, aunque no eran las únicas féminas, pues
otras mujeres también acompañaban a la expedición. Entre ellas se encuentra
Catalina de la Cueva, una segoviana que ejerce de cocinera y que se convierte
en compañera permanente de Inés Muñoz.
Entre las dos y con la ayuda de la
princesa Inés comienzan la búsqueda de alimentos que los españoles no rechacen
porque observan que los indios lucen sanos y fuertes con su alimentación, lo
que les indica que no debe ser tan detestable.
Doña Inés Muñoz llevó un diario que
inició en 1533, en donde reflejó episodios muy curiosos de la conquista del
Perú, pero siguiendo con lo que era el tema de su principal preocupación,
refleja que es el maíz la alimentación principal de los indios y que lo
consumen en numerosas variedades y que incluso hacen con él una bebida que
puede fermentar y contener alcohol. Habla también de las “papas”, de la que
dice que existen variedades muy diferentes que consumen diariamente y cocinada
de muy diversas formas. La carne que consumen procede de las llamas y las
alpacas que salan y secan al sol, así como de unos conejos pequeños que los
indios llaman “cuy”.
Coinciden varios historiadores en
asegurar que era doña Inés de un tesón y fuerza de voluntad tal que en
numerosas ocasiones era quien animaba a los conquistadores a quienes con la
buena alimentación, que a pesar de los escasos recursos ella les proporcionaba
y con sus encendidas soflamas, evitaba que cayeran en el desaliento.
Estuvo presente cuando la conjura de
Almagro el Mozo acabó con la vida del conquistador Francisco Pizarro, refriega
en la que también murió su esposo, Martín de Alcántara.
Ella y los tres hijos del conquistador
fueron apresados y embarcados en una nave en el puerto de El Callao, poniendo
rumbo norte, con intención de abandonarlos en la primera isla desierta con la
que se toparan.
Afortunadamente, el piloto desobedeció
las órdenes y condujo a los apresados al puerto de Manta donde se pusieron bajo
la protección del gobernador especial, enviado por España para poner orden en
los turbios asuntos del Perú.
Pero por si su aportación a la
agricultura no fuera suficiente, que lo fue hasta el extremo de que Ricardo Palma
a quien me he referido ya en varias ocasiones, en su obra Tradiciones Peruanas,
la llama “La Ceres peruana”, en alusión a la diosa griega de la agricultura, se
debe a ella la instalación del primer telar para tejer la lana de las llamas,
las vicuñas y las alpacas, tan abundantes tan abundantes y de tan buena calidad
que le proporcionó grandes beneficios.
Ya viuda, volvió a casar, esta vez con
el caballero de Santiago, don Antonio de Rivera, con el que tuvo dos hijos que
murieron al salir de la adolescencia.
Viuda por segunda vez, decidió
entregar su inmensa fortuna a la iglesia y fundó el monasterio de la Concepción
de Lima.
Claustro de la Concepción en la
actualidad
Falleció en la ciudad de Lima el 3 de
julio de 1594 y a la inusual edad de ciento diez años.
Ha pasado a la historia como
introductora del trigo y el olivo en América, pero en realidad fueron muchas
las frutas y verduras que consiguió hacer crecer en las nuevas tierras, de ahí
que se la equiparase con la diosa Ceres.
Me ha parecido muy interesante, soy un apasionado de la historia de los conquistadores españoles y debo reconocer que desconocía muchos datos que tu aportas. Tu labor de investigación debe ser muy ardua. Mi aplauso Jose María.
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