En la actualidad, la moda viene
dictada por los diseñadores. Señores y señoras que se encierran en sus estudios
y dibujan los vestidos que se van a llevar en la temporada siguiente. Cada uno
tiene su estilo propio del que impregnan sus creaciones y del que luego copian
otros diseñadores, de mucho menos postín, que son los que colocan esas
tendencias en los grandes almacenes o en tiendas de moda de muchísimo menor
precio.
Pero hace dos siglos la moda no era
así. No había diseñadores ni grandes emporios destinados a diseñar moda y
entonces ésta nacía del arte de las costureras que supieran interpretar cómo
deseaban las señoras que fueran sus trajes. Luego, todo era cuestión de copiar.
En la historia hay varias mujeres que
se distinguieron por su capacidad creativa para imponer las modas de vestidos,
peinados, aderezos y cuanto se pudiera llevar para ensalzar la belleza
femenina.
Uno de estos aderezos fue “la caramba”, una especie de
complicado lazo, una moña, casi siempre de carísimas sedas, en el que se podían
colocar infinidad de objetos de orfebrería para enlucirlo aún más y que
favorecía muchos a las damas.
El genial Goya, pintó a varias damas
de la corte, nobles e incluso a reinas, adornando sus cabelleras con exquisitas
“carambas”.
Dos
damas de la nobleza luciendo sendas “carambas”
Pero, ¿de donde viene ese extraño
nombre de este abalorio? Pues viene de su inventora, una cantante y actriz muy
famosa en la época a la que su público bautizó como “La Caramba” dado que repetía mucho esa palabra en una tonadilla
que cantaba diariamente y que el público le solicitaba.
Se llamaba esta comediante, como se
conocía en la época a las mujeres dedicadas a la farándula, María Antonia
Vallejo Fernández y nació en 1751 en la granadina ciudad de Motril.
Ligera de cascos desde su más tierna
juventud, bellísima y de cante gitano y desgarrado, acompañaba a sus padres que
ya fueron faranduleros, en sus desplazamientos artísticos, representando
papelitos en las comedias y sainetes que sus padres ponían en escena y en los
que ya demostraba la voluptuosidad que con los años llegaría a alcanzar.
En aquellos tiempos había dos ciudades
en España en donde se podía destacar en las artes de la escena. Una era, por
supuesto, Madrid, la corte, y la otra era Cádiz.
Sí, no se extrañe nadie. Cádiz era la
palestra en la que se esforzaban por destacar los actores y actrices de la
época y tiene una explicación muy lógica sabiendo que el puerto gaditano era el
principal de España, desde que la Casa de Contratación de Sevilla pasó Cádiz en
1717, en donde permaneció durante setenta y tres años, cuando fue suprimida
como consecuencia del Decreto de Libre Comercio que suponía la libertad
absoluta para comerciar con América.
En Cádiz y durante todo ese tiempo, se
estuvieron formando las compañías de
actores que embarcaban para hacer la ruta de Indias y a Cádiz venían los
principales “ojeadores” de las compañías de teatro madrileñas y de otras
grandes ciudades españolas para hacer sus fichajes de temporada.
Y en los escenarios de nuestra querida
ciudad, apareció, en 1775, cantando tonadillas, una joven llamada María Antonia
Fernández. Ya había desechado su primer apellido, Vallejo, figurando solamente
con el de su madre. No se sabe muy bien cual fue la razón, pero es probable que
ella quisiera destacar la vena gitana que le correspondía por parte materna y
que el apellido Fernández representaba a la perfección y excluir el Vallejo que sonaba a
castellano.
Estuvo actuando en Cádiz durante un
año hasta que le propusieron ir a Madrid para actuar en la compañía del teatro
de la Cruz, uno de los más prestigiosos de la capital, en donde actuaría como
“sobresaliente de música”, trabajando al lado de las grandes figuras de la
escena de la época.
Quizás extrañe el título de
sobresaliente de música, pero es de saberse que en aquella época se cantaba a
pleno pulmón, no solo para llegar hasta el último rincón del teatro, muchas
veces al aire libre, sino para hacerse oír por encima de los rumores de un
público muy poco respetuoso con los actores que no cesaba de conversar,
imprecar o jalear al artista. Esa circunstancia hacía que las voces de las
tonadilleras se quebrase con frecuencia y era obligado pasar unos días de
reposo, dando paso al sobresaliente.
Las habilidades escénicas de María
Antonia agradaron al público, pues las temporadas siguientes siguió en cartel y
en 1779, aparece como “tercera de cantado”. Ha dejado de ser sobresaliente y
según su contrato, gana veintidós reales y nueve de ración.
Tengo que reconocer que no sé que era
esa manera de expresar los sueldos y no he encontrado dónde aclararlo, así que
lo dejo tal como lo encontré, agregando que en aquella época, representó
numerosos sainetes del entonces autor de moda, don Ramón de la Cruz.
En la temporada de 1781, La Caramba se
enamoró perdidamente de un francés, medio escritor y medio rico llamado Auguste
Saumenique, con el que acordó casarse en secreto, pues la familia de él se
oponía totalmente a la boda, dada la fama que ya tenía la comediante, que sin
parar en barras, cambió los nombres de sus padres, consiguió de ellos cédulas
de defunción y, en fin, se hizo pasar por quien no era, aunque eso sí, aportó
al matrimonio una dote de más de ciento sesenta mil reales, que ni siquiera
sirvieron para que el francés aguantara mucho tiempo en el tálamo y
comprendiendo que había hecho una soberana tontería casándose con la frívola
Caramba, decidió separarse, por lo que la Fernández cogió sus pertenencias y se
fue a vivir con su madre.
Es necesario resaltar que la enorme
cantidad de dinero de la dote daba una idea de cual era el tren de vida que
llevaba la cantante que con su sueldo no podría nunca haber conseguido aquella
fortuna que era producto de regalos de todos los que la pretendían.
Retrato a plumilla de “La
Caramba”, firmado por ella
Pero la vida frívola de la tonadillera
dio un cambio radical y completamente inesperado.
Era su costumbre, como la del Madrid
elegante de la época, pasear por las tardes por la llamada Fronda del Prado, el
conocido paseo madrileño que discurre entre la Plaza de Cibeles y la de Atocha,
por donde tanto a pie como en carruajes, paseaban desde los más castizos hasta
los personajes más populares.
Allí era donde se lucían los vestidos,
las nuevas tendencias y donde María Antonia había puesto de moda su lazo para
el pelo.
Cierto día, a la caída de la tarde, el
cielo empezó a ponerse gris; pasó luego pasó a negro y como suele ser
corriente, comenzó a descargar una verdadera tromba de agua.
“La Caramba”, al ver cómo se iba
poniendo la tarde, subió por la Carrera de San Jerónimo para dirigirse al
teatro, pero el aguacero la sorprendió a medio camino y tuvo que refugiarse en
la iglesia del convento de frailes Capuchinos.
En ese momento, ocupaba el púlpito un
venerable religioso que se dirigía a sus feligreses con una elocuencia poco
usual y arremetiendo duramente contra las pecadoras, a las que vaticinaba las
peores consecuencias cuando hubieran de rendir sus cuentas en la otra vida.
María Antonia se sintió tan afectada
por aquellas palabras que en aquel momento, de rodillas ante el altar, prometió
trocar su vida de galanteo por otra de cristiana penitencia. Acudió a un
confesionario y haciendo un acto de profunda contrición, se comprometió a
borrar con obras piadosas todos sus desvaríos anteriores.
Y así lo cumplió. Vendió sus vestidos
y sus alhajas y repartió entre los pobres el dinero; cambió sus sedas por sayas
y sus ajorcas por cilicios y así se la empezó a ver, pobremente vestida, con un
rosario permanentemente en la mano y la cabeza inclinada hacia el suelo.
Aquella mirada altiva de la que hacía
escandaloso alarde, había desaparecido de su rostro y sus carnes lozanas y
frescas pronto empezaron a secarse y arrugarse, castigadas por el martirio al
que las sometía.
Al invierno siguiente enfermó y sin
apetencia alguna a seguir viviendo, murió el día diez de junio de 1787, a la
edad de 36 años, siendo enterrada en la iglesia parroquial de San Sebastián, en
la calle Atocha y más concretamente en la Capilla de la Congregación de actores
de Nuestra Señora de la Novena.
Hizo testamento unos días antes,
dejando por única heredera de los escasos bienes que poseía a su madre y
confesando que había falsificado la documentación para casarse.
Su entierro fue muy sonado y llorado
en la capital, donde “La Caramba” se había ganado un lugar preeminente de la
escena española y hasta los frailes capuchinos del convento en el que se operó
su conversión y que le estaban profundamente agradecidos, pues a ellos llegó
toda la fortuna de la cantante, encabezaron el duelo en procesión.
Así fue la vida de esta cantante y
actriz singular que fue la admiración de toda España y en la que se la recuerda
por su facilidad para dictar la moda de su época y haber sido la inventora de
aquel lazo que desde hace dos siglos se viene usando, porque no se piense que
tal abalorio pasó de moda con los años. Es posible que no se use tanto como en
aquella época, pero todavía no se ha olvidado, al menos no lo había olvidado la
recién fallecida duquesa de Alba, a la que puede verse en esta fotografía
luciendo una “caramba”.
Yo la conocia como escarapela y moña.
ResponderEliminarJose María, curiosísimo y ameno como siempre. Me gusta.
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