El día 13 de abril de 1660 el Tribunal
de la Santa Inquisición celebró el último Auto de Fe de la ciudad de Sevilla.
En ese macrojuicio, como lo
llamaríamos hoy, fueron condenados a la hoguera ochenta judíos, algunos
recalcitrantes en su fe, otros falsos conversos que mantenían sus ritos
ocultamente y otros muchos denunciados por envidias, venganzas e inquinas de
sus propios vecinos, sin que, aparentemente, hubieran transgredido las
“sagradas leyes de la Inquisición”.
Cierto que no todos estaban presentes
para ser quemados, pues el Santo Oficio no podía detenerse ante bobadas como no
haber capturado a alguno de los denunciados y entonces quemaban una
representación del mismo: en efigie, lo llamaban. Una especie de burda estatua
con alguna de la ropa del reo fugado y con su nombre en un cartel colgado del
cuello.
La cuestión era quemar algo, lo que
fuera y así se daba la sensación de triunfo absoluto contra el mal que causaban
los herejes, en este caso los judíos, pero en otros muchos, disidentes
católicos, personas con ideas no coincidentes con las imperantes en la
época, falsos magos o científicos
cuyas teorías chocaban frontalmente contra la mal entendida fe cristiana.
El acto tuvo lugar en la Plaza de San
Francisco, a espaldas del actual ayuntamiento sevillano, allí donde desemboca
la famosa calle Sierpes. Una plaza espaciosa para dar cabida al numeroso
público que estos macabros espectáculos concitaban, así como para sentar,
cómodamente, a toda la curia religiosa, civil y militar de la ciudad que acudía
a presenciar aquella barbaridad de quemar vivo a docenas de personas.
Este juicio divino tuvo dos
características: la primera la ya referida de haber sido el último de la
capital del Guadalquivir en el que se ajustició a los reos y el segundo es que
uno de los que fueron quemados en estatua, estaba presente entre el público de
la ciudad en la que vivía desde años atrás, con una identidad falsa.
La historia es curiosa, pero lo es
mucho más si se conoce quien era esta persona y por qué ocultaba su identidad.
Se trataba de Antonio Enríquez Gómez,
persona, o mejor, diría yo, personaje que a pesar de sus extraordinarias
cualidades literarias, no ha pasado a la historia, o mejor dicho, no ha pasado
a engrosar las listas de literatos que han alcanzado la fama y sus nombres se
han visto incluidos en los libros de texto.
Esto, que puede ser un galimatías,
tiene una explicación bien sencilla.
Antonio Enríquez nació en Segovia en
1600, según la Enciclopedia Larousse y todas las biografías escritas sobre él
hasta que en 2003 se obtuvieron documentos fidedignos con los que sus
principales biógrafos fijan su nacimiento en el mismo año, pero en la cercana
ciudad de Cuenca.
Hijo de un judío converso, de
ascendencia portuguesa, adquirió una esmerada educación, pues pertenecía a una
familia adinerada. Siguió estudios de humanidades y con veintiún años ingresó
en la carrera militar, en la que permaneció hasta 1636, sin que sobreviniera
ningún sobresalto en su existencia.
En 1618 se casó con la burgalesa Isabel
Alonso, cristiana vieja con la que trató de limpiar su pasado judío y con la
que tuvo tres hijos. Fijada su residencia en Madrid, frecuentó círculos
literarios, donde trabó amistad con el propio Lope de Vega, pero también se
relacionó con Calderón de la Barca, Vélez de Guevara y otros importantes
escritores de la época.
Hacia 1630 empezó a escribir diversas
piezas que representaba en los famosos corrales de comedias y algunas de ellas
fueron muy bien recibidas por el público. Su nombre y sus obras sonaban junto
con las de los mejores dramaturgos de nuestro Siglo de Oro.
Pero en ese tiempo, la Inquisición
inicia una serie de investigaciones sobre su familia, acusándolos de
“criptojudíos”, un término para abarcar cualquier práctica del judaísmo
realizada de manera oculta mientras se declara públicamente pertenecer a la fe
católica. Fruto de las pesquisas inquisitoriales son detenciones y castigos a
diversos familiares de Antonio, uno de cuyos abuelos, fue condenado a la
hoguera y quemado en estatua, pues ya había fallecido en el momento de dictarse
la sentencia.
Esta circunstancia hace que Enríquez
huya a Francia, por la llamada “senda del marrano” que saliendo de Madrid,
pasaba por Fuenlabrada, donde se reunían judíos procedentes de toda la
península, y marchaban luego hacia Burgos y Navarra, desde donde por varias
rutas, ya que la Inquisición vigila constantemente a los “marranos”, pasaban
por fin a Francia, en ese momento, como casi siempre, en aquella época, en
guerra contra España.
Allí tiene Enríquez familiares que
viven a socaire de la política del momento, mucho más permisiva que la
española, incluso favorecedora de aquellos que huían de la Inquisición, lo que
le beneficia y permite vivir unos años de tranquilidad y prosperidad económica,
pues desde el país vecino actuaba como representante de los negocios
familiares, relacionados con la lana. Es en esa época cuando se desata su
producción literaria, sobre todo como poeta y dramaturgo.
Retrato de Antonio Enríquez
Gómez
Durante unos años, se carece de datos
sobre su vida y sus actividades hasta que hacia el año 1649, regresa a España
bajo una nueva identidad y después de haber desvalijado las arcas de su
floreciente negocio en Francia. Ahora se llama don Fernando de Zárate y
Castronovo, con cuyo nombre se instala primero en Granada, en donde se amanceba
con una joven de la localidad a la que hace pasar por su esposa, pues quiere
dar sensación de familia normal y dos años más tarde se afinca en Sevilla,
razón por la que se dice al principio que presenció su ejecución en efigie.
Durante este tiempo ha continuado con
su producción literaria, hasta que en 1661 fue detenido por el Santo Oficio que
no cejaba en su persecución y aunque ya lo había quemado dos veces en efigie,
una en Toledo en 1651 y otra, la ya mencionada de Sevilla, seguía
persiguiéndolo como a un fantasma. Ingresado en prisión, murió dos años más
tarde cuando su proceso aún no había concluido, por lo que no pudo “reconciliarse” en vida.
“Reconciliación” era el término eufemístico que la inquisición usaba
para justificar sus ejecuciones tras confesar el reo su pertenencia a la
herejía, judaísmo, magia o cualquier otra actividad que mereciera la
persecución religiosa. Pero en aquellos tiempos importaba poco que el reo no
estuviera presente, como se ha dicho ya anteriormente, para quemarlo en efigie
o como en este caso para “reconciliarlo” en ausencia, el 14 de junio de 1665, dos años después de su muerte.
Su muerte debió tener causa en los
tormentos a los que fuera sometido, pues Enríquez delató a parte de su familia
que se vio por ello en prisión y no cabe pensar que un hombre de la
determinación de éste, delatara a nadie y menos a familiares si no hubiese sido
sometido a las más dolorosas torturas.
Quizás las características de su vida
hayan influido en que su figura como literato no se diera a conocer en su
momento y más tarde, la nebulosa de los tiempos fue ocultándola hasta que
alguien se topó con él, rescatándolo de las sombras en las que se hallaba
envuelto.
Y ese alguien fue el sacerdote, poeta
y editor Carlos de la Rica que tras una profunda labor en archivos, sacó su
verdadera biografía, tal como se conoce actualmente.
La obra de Enríquez Gómez es muy
extensa y comprende poesía, novela, dramas, comedias y escritos de muy variada
índole, desde culturales hasta políticos y además, en su exilio francés,
escribió muchas obras para distribuir exclusivamente en las sinagogas.
Por su educación, enfocada en
principio hacia la milicia y luego a los negocios, se piensa que su formación
fue autodidacta, pero muy extensa, pues a lo largo de su obra se aprecia una
profunda cultura con conocimiento de los clásicos, de la historia, de las
religiones y un amplio sentido crítico de la sociedad de su tiempo.
Toda su obra es de una gran
profundidad -según dicen sus biógrafos, pues yo aún no he encontrado ningún
trabajo suyo, más que algunas poesías sueltas- y de ellas se ha entresacado
gran parte de su pensamiento y de sus motivaciones para marchar de España o
para volver años después.
Por qué un literato de su envergadura
no figura en nuestros anales y resulta además prácticamente desconocido, es
realmente incomprensible, sobre todo cuando numerosos investigadores
extranjeros se han ocupado de él y muchas de sus obras están traducidas al
inglés y francés. No cabe otra explicación que la mojigatería de siempre: era
judío, por tanto un “marrano” que no merecía ni el más mínimo reconocimiento;
pero el tiempo es inexorable y pone a cada cual en su lugar y a Antonio
Enríquez Gómez le ha llegado su tiempo y con él, el reconocimiento de su obra.
Muy Interesante!!!
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