Sin duda alguna, el ejército más
ridículo del mundo, pero ejército al fin y al cabo, es la Guardia Suiza de el
Vaticano. Ridícula su indumentaria, ridículas sus armas y ridículos su número y
sus condiciones de acceso.
Porque no se debe olvidar que la
famosa Guardia Suiza, esa que tanto colorido presta a las imágenes vaticanas,
es un cuerpo de ejército, en donde hay soldados, suboficiales, oficiales y un
capitán, su jefe, aunque el verdadero “jefe ceremonial” es el papa, al que los
miembros de su guardia saludan militarmente, pero rodilla en tierra. Si el
capitán es de noble ascendencia, se le asciende automáticamente a comandante.
Su número total apenas sobrepasa los cien componentes, todos
son mercenarios, suizos de nacionalidad, altos, rubios (preferentemente),
mayores de diecinueve años, solteros al inicio, con posibilidad de casarse si
han alcanzado el grado de cabo y se reenganchan por dos años más y, por
supuesto, católicos hasta la médula. Desde su fundación, con muy pocas variantes,
han venido ofreciendo la misma imagen que ahora vemos.
En muchas viejas familias suizas,
pertenecer a la Guardia es una tradición que se va pasando de padres a hijos
durante muchas generaciones.
Teatrera formación de la
Guardia, con yelmo, coraza y pendón
La creación de este minúsculo ejército
se debe a dos papas: Sixto IV y su sobrino Julio II, el Papa Guerrero, como se
le conoce.
Sixto IV advirtió que sus dominios,
que eran muchos, los llamados Estados Pontificios, no estaban protegidos y que
su persona también era vulnerable, así que solicitó a la Confederación
Helvética, le cediera algunos de los ya entonces famosos mercenarios suizos,
para formar una especie de cápsula de protección que éstos le prestaron.
Más tarde, su sobrino, Julio II, a
quien las guerras y las intrigas le gustaban más que cualquier cosa que a la
religión o el espíritu se refiriera, coincidió con su tío en que sus
territorios debían ser protegidos y a la vez, procurarse una escolta personal
que preservara su integridad.
Recordando a aquellos mercenarios,
tuvo la idea de crear su propio ejército y así, el veintidós de enero de 1506,
un grupo de ciento cincuenta mercenarios suizos, al mando del capitán Kaspar
von Silene, entraron en el Vaticano, donde fueron recibidos por el papa que les
dio su bendición y a los que alojó en unos cuarteles construidos ex profeso.
Inmediatamente se pensó que aquella
Guardia debía distinguirse de los demás ejércitos por su indumentaria y para
eso se usaron los colores amarillo-azafranado y azul, del escudo de la poderosa
familia De la Rovere, a la que pertenecía el papa. Más tarde, el papa León X,
introdujo en el uniforme el color rojo, representativo de la Casa de los
Medicis, no menos poderosa y de la que era miembro.
Con estos colores y poquísimas variaciones
en su diseño, la Guardia Suiza, siglos después, viste el uniforme militar más
antiguo del mundo.
Su entrenamiento de base militar es
con espada y alabarda, lo que da buena idea de su actualización interna, aunque
también reciben instrucción en armas de fuego y en tácticas de control de
multitudes.
Los de menor empleo portan, además de
la espada y la alabarda, un spray de gases lacrimógenos, por toda defensa.
Desde esa fecha, solamente una acción
de verdadera guerra ha comprometido a los suizos del Vaticano y en esa ocasión
fue contra el ejército español y alemán del Emperador Carlos V, el 5 de mayo de
1527, fecha en la que se inició el famosísimo Saqueo de Roma, un hecho
singular, en el que el emperador arremetió contra su “jefe espiritual”.
Ha sido la única confrontación con
sangre y en ella perdieron la vida ciento cuarenta y siete guardias,
sobreviviendo cuarenta y dos que fueron los que acompañaron al papa Clemente
VII por el pasadizo secreto que une el Vaticano con el castillo de Sant Ángelo,
en donde se refugió.
Este hecho, en el que los guardias se
portaron valerosamente, hasta el extremo de dar su vida por defender al papa,
creó un fuerte vínculo entre la Guardia y el pontífice que dura hasta nuestros
días y marcó una fecha tan señalada que desde entonces fue elegida para el
juramento de los nuevos guardias que se van incorporando para sustituir a los
que cumplen la edad reglamentaria que está fijada en treinta y cinco años.
Toda esta introducción tiene como
objetivo exponer el cuando y el como de la creación de un ejército que
proporcione seguridad a los antiguos Estados Pontificios, primero y a la actual
Ciudad del Vaticano, después, pero el por qué de la creación de este ejército
es de una explicación que no se compadece nada con la doctrina que desde esa
sede se pretende transmitir al mundo.
Aquello de entregar todo lo que tengas
a los pobres y seguirme, o lo de que mi reino no es de este mundo, duró poco.
Vamos, no duró nada, porque enseguida llegó Saulo, nuestro San Pablo, con su
afán de universalidad y poder y lo trastocó todo.
Ya no bastaba predicar a los gentiles,
había que latinizar la religión, es decir, elevar las prédicas a todo el
imperio romano y así lo hicieron, pero fue con Constantino cuando ya la
naciente iglesia dio el vuelco definitivo: tocó poder y eso le gustó. Se había
convertido en la religión oficial del Imperio aunque Constantino, su emperador,
que fingió hacerse cristiano, no abjuró nunca de sus ancestrales dioses, a los
que siguió adorando.
Y siguió tocando poder durante muchos
siglos, pero empezó a comprender que como su Maestro decía, su poder era
solamente espiritual, de otro mundo y que estaba a expensas de que cualquiera
de los muchos reyes, caudillos y señores poderosos de aquellas épocas, le
perdieran el miedo a la condenación eterna a la que se exponían yendo contra el
santo representante de Dios en la tierra y le arrebatara sus posesiones en una
sola galopada y entonces un papa se inventó lo del Sacro Imperio y escogió a
Carlomagno al que coronó emperador en la navidad del año 800, convirtiéndolo en
el adalid de la cristiandad, el brazo secular que estaba destinado a proteger
al tan débil “poder eterno”.
Desde entonces ser emperador del Sacro
Imperio, Rey de Romanos, como también se le denominaba, constituía un apetitoso
objetivo, pues en una sociedad como la medieval, estigmatizada por la fuerza de
la Iglesia, convertirse en el protector de la institución y sus territorios,
era una quimera que en todo el mundo conocido, solamente alcanzaba un rey cada
muchos años.
Nuestro Alfonso X, el Sabio, uno de
los mejores reyes que ha tenido Castilla, también estuvo enredado en las
marañas políticas para conseguir la corona sagrada, pero no estaba Castilla en
ese momento para soportar muchas presiones externas, tenía ya bastantes con su
lucha contra el invasor, la repoblación y la construcción de un “cuerpo
jurídico” con el que gobernarse y diferentes papas pasaron de él en beneficio
de monarcas mejor situados políticamente.
Pero gustarle, al rey Alfonso, sí que
le hubiera gustado. De eso no cabe duda.
El único monarca español que consiguió
el Rex Romanorum fue Carlos I, un monarca obsesionado fanáticamente con la
religión católica, convertido en el azote de los protestantes a los que fue
derrotando batalla tras batalla, consiguiendo una victoria tras otra, hasta que
perdió definitivamente la guerra.
Dios no estaba de su lado y es más que
probable que al analizar, en su retiro de Yuste, las consecuencias finales de
su particular cruzada contra los luteranos, llegase a la conclusión de que como
todo en la época se fiaba al juicio de Dios, posiblemente el Dios de los
protestantes fuese más verdadero que el suyo.
Pues aun siendo tan profundamente
católico y además paladín de la Iglesia, en 1527 arremetió contra el papa y la
famosa Liga de Cognac (nada que ver con borrachos) que formaban alrededor del
pontífice, Francia, y las ciudades-estado italianas de Milán, Venecia y
Florencia.
Este extraño contubernio en el que los
estados del norte de Italia se alían con la nación que desde siempre quería
invadirlos y que lo propicie el papa contra el que es su defensor sagrado, no
tenía otra pretensión que frenar el poder del emperador Carlos, tras su
victoria sobre Francia, pero el poderío militar hispano-alemán del momento, no
conocía oponente y el ejército de Italia, al mando del Condestable de Borbón,
muy poderoso pero completamente en la ruina, no tuvo más remedio que acceder a
lo que sus soldados, que llevaban meses sin cobrar, pedían, que era marchar
sobre Roma y saquearla.
Y se doblegó el condestable y durante
una semana devastaron Roma, saqueando edificios públicos y casas privadas,
arramblando con cuanto objeto de valor encontraban y así durante una semana, en
que se retiraron, bien por orden del condestable, bien porque ya no había nada
más que robar.
Extraño suceso en el que el defensor
ataca con saña al defendido, siendo aquel el monarca más católico de la
cristiandad y éste el representante de Dios en la tierra, aunque es posible que
el emperador estuviese ignorante de lo que estaba sucediendo hasta muchos días
después, que las noticias entonces viajaban muy despacio.
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