Hace pocas semanas publicaba un
artículo sobre el rey Felipe II y los beneficios que pretendía sacar de la
alquimia, pseudo-ciencia que pretendía trastocar metales innobles en oro y en
la que confiaba para salir de los enormes apuros económicos que atravesaba
España.
Al escribir el artículo anteriormente
mencionado, en el que a veces me referí al rey con el apelativo con el que ha
pasado a la historia: El Prudente, recordé que cuando estudiaba historia en el
bachiller, una profesora nos presentaba al rey como a una persona abúlica, con
graves errores en su reinado que pasaron desapercibidos gracias a la enorme
dimensión que tenía España en aquellos momentos y en todos los órdenes de la
vida.
No pretendo y además, ni mis
conocimientos ni mi formación me lo permiten, enjuiciar la figura histórica de
Felipe II que ya han hecho insignes historiadores y biógrafos, solamente quiero
destacar algunos aspectos de su vida, algunas de sus decisiones que me parecen
que no son precisamente las de una persona prudente, sino más bien de todo lo
contrario.
Aquella profesora nos comentó que uno
de los grandes errores o imprudencias que Felipe II cometió durante su reinado
fue no trasladar la capital del imperio a Lisboa, cuando por una de esas carambolas
que el destino depara, se vio con la corona de Portugal sobre sus ya muy
coronadas sienes.
En efecto, si Lisboa hubiese sido la
nueva capital del imperio hispano-luso, la ciudad donde se asentara la corte
más poderosa del mundo, aunque no hubiera sido con carácter definitivo, pero sí
por algunos años alternándose luego con Madrid, es más que probable que los
portugueses hubiesen aceptado de mejor ánimo la unión peninsular, como siglos
atrás había sido y hoy, quizás, seguiríamos siendo un solo país.
Incluso no hubiese sido necesario
rodear de gran boato el acontecimiento, pero una acción prudente aconsejaba que
al menos el monarca, se hubiese desplazado hasta Lisboa con parte de su corte
y durante algunos años hubiese alternado la capitalidad, él y sus sucesores,
entre las dos ciudades.
Pero no, Felipe ni se movió de Madrid,
ni nadie le debió aconsejar el hacerlo. Grave error que perjudicó a los dos
imperios peninsulares que vivían y siguieron viviendo, de espaldas unos a
otros.
De España ni buenos vientos, ni buenos
casamientos, dicen los portugueses y, con ese dicho, retratan perfectamente cómo
son las cosas.
Sin embargo, Felipe ha pasado a la
historia como un gran rey, incluso como el Rey Prudente y es que no hay nada
mejor para la posteridad que tu historia la escriba una amigo.
Porque ya pensando en aquel tremendo
fallo estratégico, se me ocurrieron otros, que quizás no sean de mi total
originalidad, pero el que alguien más cualificado lo hay pensado, no me priva
de haberlo hecho yo también por mi cuenta.
Y así, repasando la vida del poderoso
monarca, encontré algunas situaciones, en las que evidentemente el rey no daba
ninguna muestra de ser prudente.
Felipe se casó con una doble prima,
María Manuela de Portugal, de quien tuvo un hijo nacido en 1545, el príncipe
Carlos. Un niño enfermizo, sin apenas vitalidad, de reacciones desconcertantes
e inmorales que lo retrataban como un auténtico degenerado. A las puertas de la
muerte por un grave accidente en el que se fracturó el cráneo al caer por unas
escaleras cuando iba obsesivamente tras la hija de un jardinero de palacio, fue
trepanado por el famoso médico Vesalio que consiguió mantenerlo con vida a
costa de acentuar sus infortunadas y negativas cualidades, hasta convertirse en
un verdadero esquizofrénico. Admitido por todos como un enfermo excéntrico y
peligroso, su prudente padre se esforzó en nombrarlo heredero de la corona y
así fue jurado en un acto de verdadera imprudencia al pretender colocar la
corona sobre una mente desquiciada.
El príncipe Carlos, muy
favorecido, en retrato de Sánchez Coello
Gracias a que, poco después, su
intento de marchar a Flandes para unirse a los rebeldes, contra su padre, hizo
que el rey lo confinara en palacio, en donde murió seis meses más tarde; de
otra forma, a pesar de la extraordinaria prudencia de su padre, lo habríamos
tenido de rey, en vez de Felipe III, aunque ¿quién sabe qué habría sido peor?
Claro que ya Carlos I, el emperador,
había dado también muestras de poca prudencia en su forma de gobernar y en 1526
había prohibido la lengua árabe y el uso de las tradicionales vestimentas
musulmanas.
Pues bien, en 1567, Felipe II renueva
aquellas disposiciones y con mucho más rigor, pues a este rey le cegaba su fe y
todo lo que no fuera catolicismo, le olía a azufre. Como contrapartida a sus
exigencias religiosas, cuyo incumplimiento iba acompañado de graves castigos,
tuvo que sofocar la insurrección de los moriscos, en la que Hernando de Córdoba
y Válor, convertido en el caudillo Abén Humeya, tuvo en jaque, en Las Alpujarras,
al ejército más poderoso del mundo y todo por la imprudencia de querer imponer
un cristianismo a gentes fanáticas de otra religión.
La rebelión de los moriscos fue
sofocada, más por tensiones internas de los insurrectos que por méritos propios
del ejército español, pero el problema no se acabó, ni siquiera cuando fueron
deportados y repartidos por diversas regiones españolas.
Lo mismo que quiso hacer con la
Inglaterra de Isabel I, conocida como la Reina Virgen, que trataba de imponer
lo que se dio en llamar religión anglicana en contra de Roma y con la que
mantuvo una larga enemistad como consecuencia del apoyo español a los
católicos. Aquella nefasta confrontación terminó con el desastre de la Armada
Invencible, a cuyo frente el rey Felipe colocó a un hombre que no había visto
el mar en su vida y que incluso se mareaba. Segunda imprudencia en un mismo
asunto.
El duque de Medina Sidonia, Alonso
Pérez de Guzmán trató de negarse a aceptar el nombramiento de almirante de la
flota, cuando la mala fortuna se había llevado a uno de los mejores marinos que
tenía España, don Álvaro de Bazán.
Pero nuevamente la imprudencia del
rey le obliga a aceptar el encargo y claro, entre la poca suerte y la
impericia del duque, el resultado fue el desastre de la Armada.
Pero si hubo un detalle revelador de
la imprudencia de este rey no es otro que la confianza que por muchos años
depositó en su secretario Antonio Pérez, el personaje más turbio de cuantos
rodearon al monarca, a la vez que el más poderoso hasta que su ambición lo
traicionó.
Este funesto episodio se conoce como
Las alteraciones de Aragón y se inicia cuando Pérez se ve implicado en el
asesinato político de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria, estando
de por medio la princesa de Éboli (véase mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-plaza-de-la-hora.html
), incidente en el que también estuvo implicado el propio rey, del que se dijo
que mantenía relaciones íntimas con la famosa y manipuladora princesa.
El secretario Antonio Pérez
Valgan estos ejemplos que ido
entresacando del texto de Historia Moderna que estudié en Bachiller y que
reflejan lo que al principio manifestaba.
No parece que, efectivamente, Felipe
II fuese un rey prudente, es más seguro afirmar que era de una timidez
invencible, de carácter retraído, que disfrazaba de una altivez que hacía
temblar al cortesano más forjado.
Más que prudente, indeciso, como le
hizo ver el papa Sixto V, cuando le pidió dinero para una segunda Armada contra
el anglicanismo, y le contestó diciendo que no y alegando que el rey consumía
tanto tiempo en meditar sobre sus empresas que cuando tomaba una decisión se
había consumido el tiempo y el dinero.
Abúlico, tímido, desconfiado,
irresoluto, altivo e imprudente y sin embargo quizás el mejor rey de la
historia de España que no es culpable de que su cautela y falta de decisión
haya sido interpretada como prudencia.
Su padre, el emperador Carlos, abdicó
en 1556 y se retiró a Yuste. Un año después, los monjes del monasterio
felicitaron al emperador en el primer aniversario de su abdicación y el
emperador les contestó: Hoy hace justamente un año que abdiqué y un año que me
arrepentí.
Cuentan también que el emperador, al
tener noticias de la brillante victoria española en la batalla de San Quintín,
contra el permanente enemigo francés, preguntó a su informador si su hijo había
seguido la marcha victoriosa hasta París y al contestarle que no, exclamó: ¡A su
edad y con su fortuna, yo no me habría parado a mitad del camino!
Y ciertamente hubiese sido una
decisión muy acertada para acabar con la rivalidad francesa de una vez por
todas, pero nuevamente la indecisión, que no la prudencia, obraron en su
contra.
Me ha gustado el articulo. Pienso igual.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con que siempre la timidez se confunde con la prudencia.
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