En un momento en que toda España anda
convulsa, acuciada por los innumerables casos de corrupción política, buscando,
quizás, un remedio a tanto desbarajuste, muchos no encuentran nada más que el
desgastado “y tú más”, y el tan ajado “eso ha existido siempre”, para salir del
atolladero en el que nos encontramos.
Y ambas muletillas pueden ser verdad,
porque la corrupción está repartida por todos los barrios y, además, desde
tiempo inmemorial.
“No me des nada, hermano, ponme donde
haya”, reza un proverbio que unos dicen árabe y otros atribuyen a diferentes
culturas, pero que es, como casi todo proverbio, de una realidad contundente.
En cuanto una persona, por muy honrada
que haya sido durante gran parte de su vida, accede al lugar donde “hay”, su
recta y honesta trayectoria sufre un cambio que es directamente proporcional a
la cantidad que puede obtener de “donde hay”, e inversamente proporcional a los
sólidos cimientos de su convicciones.
En la España moderna, aquella que
empezó con los Reyes Católicos y siguió con el emperador Carlos y su hijo
Felipe, del que me ocupaba la pasada semana, seguro que hubo corrupciones y
ataques a la hacienda pública por parte de algunos muy allegados al poder, pero
los reyes reinaron y gobernaron, no permitiendo que otros, a veces poco
escrupulosos, ostentasen el máximo poder del estado.
Los Reyes Católicos se trajeron de
Portugal a Isaac Abravanel, un judío experto en finanzas para poner orden en
las arcas y evitar los despilfarros. Gracias a esta especie de ministro de
Economía y Hacienda, hubo dinero para culminar la Reconquista con la toma de
Granada y para financiar el descubrimiento de América.
Pero fue un caso excepciona, lo normal
en la época es que el rey obrara a su mal saber y peor entender, sin dejarse
aconsejar demasiado y controlando personalmente las arcas de la hacienda.
Al morir Felipe II, que ya se había
quejado a Dios por no haberle dado un hijo capaz de gobernar sus reinos, la
cosa cambió.
Y lo hizo radicalmente. Al contrario
que los anteriores y para empezar, Felipe III no tuvo las familiares
debilidades de las partes húmedas, en las que tanto tiempo consumían los
monarcas, descuidando su deberes coronarios. No se le conoció desliz amoroso de
ninguna clase y su honradez y honestidad están hoy fuera de toda duda, pero no
basta ser honesto, honrado y fiel a tu esposa, para gobernar un reino como era
entonces el nuestro. Son necesarias muchas más cualidades y de esas estaba el
monarca más bien escaso.
La historia no lo trata de bobo, tonto
o deficiente mental, simplemente lo acusa de inepto para el ejercicio del
mando, aunque dotado de una piedad y fe cristiana tan proverbiales que no
concebía siquiera la posibilidad de irse a dormir con la sospecha de haber
cometido un pecado durante el día, razón por la que cada noche hacía un acto de
contrición y se imponía una penitencia. Nada comparable a cuando sentía la más
ligera indisposición, en cuyo caso llamaba a su confesor a quien pedía su
bendición, tras lo cual se sentía aliviado del peso que le lastraba.
Como cualquiera comprenderá, con esos
condicionantes no se puede dirigir un estado y mucho menos si es de las
dimensiones del español.
El joven rey lo comprendió pronto y
por eso, puso todo su reino, por primera vez en nuestra historia, en manos de
lo que luego se fue conociendo como “un valido”. Una persona con todos los
poderes de la corona en sus manos, pero sin compromiso alguno de continuidad,
sin sentimientos de ser el cabeza del estado, ni de otras muchas aptitudes que debían tener los
monarcas, siquiera por herencia.
Este primer valido fue también el
primero que no pedía nada más que le pusieran donde había; y tanto que había:
éramos a la vez el país más rico del mundo y también el más pobre, por lo que
don Francisco Gómez de Sandoval, marqués de Denia y conde de Lerma, de
indudable alta alcurnia, aunque en un momento delicado en cuanto a los posibles
de la casa Sandoval, de la que era cabeza visible, frotose las manos de placer.
Siempre estuvo su casa próxima a la
corona; su padre fue el carcelero del degenerado hijo de Felipe II, el príncipe
Carlos y su abuelo y su bisabuelo habían sido los carceleros de doña Juana la
Loca.
El duque de Lerma, pintado por
Rubens
Nada más hacerse con el poder y
frisando los sesenta años, de escasas luces, vanidoso, de trato agradable e
inteligencia corta, pero clara, en la que solamente destacaba en su desmedida
ambición, se traslado a vivir al palacio real comenzando a colocar a sus
familiares en puestos claves, honrándolos con títulos y honores que empiezan
por marquesado para su primogénito, comendaduría para el segundón, marquesado
también para su hermana, grandeza de España a su cuñado, condado a su suegro e
incluso algunas dignidades religiosas, pues a su tío Bernardo de Rojas, lo
nombró arzobispo y para no ser él menos que los demás, promocionó su condado de
Lerma a ducado, que es la cabeza del escalafón de la nobleza.
Llegó a tanto su poder y a tanta la
desidia del rey que ni siquiera se dignaba a firmar los documentos en los que
su firma era imprescindible y que se amontonaban por meses en la mesa de su
despacho.
Para evitarle la desagradable tarea de
firmar a diario, el de Lerma le propuso al rey que su firma valiera tanto como
la del monarca.
Únicamente en la elección del confesor
real, consiguió el rey imponer su decisión, pues el valido quería colocar en
ese puesto a un hombre de su entera confianza, pero el rey eligió al padre
Aliaga que ya venía asistiéndole a su completa satisfacción y no veía la
necesidad de cambio alguno.
Como el valido había comprado casas y
fincas en Valladolid, hizo al rey trasladar la corte y la capitalidad del
estado a la ciudad del Pisuerga.
La ciudad no estaba preparada para
recibir a tantas personas que acompañaban al rey y a la corte, por lo que
muchos se hacinaron en casas de mala construcción y otros en fondas y posadas,
mientras Madrid se quedaba tan desolada que los alquileres y ventas de fincas
hundieron la economía de muchos y otros, para evitar el deterioro de sus
edificios los cedían gratis a cambio de mantenerlos conservados; y así se
alojaron en palacetes madrileños humildes ciudadanos, mientras los miembros de
la corte se los cedían para irse ellos a Valladolid a vivir en una mísera
casucha.
La situación duró cinco años, tras los
cuales la corte se volvió a Madrid, fundamentalmente por dos razones ambas de
mucho peso, como se verá.
La primer fue la escasez de caza en
los alrededores de la ciudad contra la abundancia de los montes de El Pardo y
Riofrío y la segunda y quizás la más contumaz la emprendida por la reina y el
confesor del rey, el cual llegó a decirle que si seguía consintiendo los
desmanes del duque de Lerma, sería responsable de sus pecados, lo que impediría
su salvación.
Aquello debió llegar a los más
profundo de aquel rey y tímidamente empezó a retirar la confianza en el valido,
que viéndolo venir, solicitó al papa Pablo V, un capelo cardenalicio que el
santo padre, tan venal como el propio duque, le concedió, lo mismo que años
antes le había concedido la santificación de su tío materno Francisco de Borja,
desde entonces un santo más de la Iglesia.
Esta concesión iconoclasta sirvió al
duque para preservar su vida, aunque no para evitar el destierro al que fue
relegado, en su villa de Lerma, al final de su trayectoria.
Por España circuló un chascarrillo
descarnado que describía perfectamente la situación: “Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de
España se vistió de colorado”.
Y viene ahora la explicación del
título de este artículo, en el que se expone, quizás, uno de los mejores
ejemplos de hasta dónde puede llegar la estupidez humana sobre todo si va
acompañada de la ambición de poder y riquezas.
El día tres de junio del año 1603,
cuando la corte llevaba en Valladolid dos años y medio, falleció en Buitrago doña Catalina de la Cerda, esposa del
duque de Lerma y también grande de España, emparentada con la princesa
de Éboli. Por decisión familiar, el cadáver fue trasladado a Valladolid para
recibir sepultura, como deseaba el duque, pero el viaje fue penoso y además
hizo un calor que preconizaba un verano ardiente.
Al llegar a Valladolid, seis día
después, el cadáver desprendía tal hedor que hubieron de enterrarlo de
inmediato en el convento de Belén, donde la comitiva se había detenido.
Pero el duque no podía prescindir de
la pompa y boato que merecía el entierro de su dignísima esposa, pasando por las
calle de la capital del reino, así que colocó en el interior del ataúd unos
cuantos ladrillos con peso equivalente al del mermado cuerpo de la difunta y
tras esa caja, irrespetuosamente llena de material de construcción, colocó, con
todas las galas de la iglesia, al obispo de Valladolid encabezando a toda las
órdenes religiosas asentadas en la ciudad, los miembros de los consejos, los
grandes de España, el cardenal de Toledo, el arzobispo de Zaragoza y no iba el
rey porque seguramente estaba cazando y además no era costumbre entre la
realeza acudir a entierros, pero de otro modo, seguro que el todopoderoso y
corrupto valido, le hubiera obligado a desfilar a su lado.
Habiéndose desecho de este infausto
personaje, no obligó el rey, como tampoco parece que se obliga ahora, a que
fueran devueltas a las arcas reales toda especie salidas de ella. Lo único que
se consiguió y lo hizo el Conde-Duque de Olivares, fue desterrar al de Lerma,
al que no pudo ahorcar por aquello que decía el chascarrillo.
Viene como anillo a dedo!!
ResponderEliminarMuy interesante, la situación actual es peor porque antes eran pocos los que podían robar y ahora son muchos a repartir.
ResponderEliminar