No; no me estoy refiriendo al
miserable, digo honorable, señor Pujol, ni a ninguno de sus brillantes vástagos
que, cualquiera de ellos, por poder político y económico, bien pudiera haberse
convertido en rey del diminuto país encerrado en los Pirineos. Al menos allí
tenían dinero como para aspirar a un nombramiento semejante.
No; tampoco me estoy refiriendo a los
co-príncipes del país, el obispo de la Seo de Urgel y el presidente de la
República Francesa. Me estoy refiriendo al rey de Andorra, Boris I, que reinó
en 1934, aunque solamente fueron trece días y en unas circunstancias tan
chuscas que merecen la pena contarlas ya que para muchos de nosotros han sido
totalmente desconocidas.
El Principado de Andorra es un país
soberano situado en los Pirineos y que está rodeado por España y por Francia.
Tiene poco más de cuatrocientos cincuenta kilómetros cuadrados, más pequeño que
algunos municipios peninsulares y actualmente su población total no llega a los
ochenta mil habitantes; su altitud media es de casi dos mil metros sobre el
nivel del mar y conjuga maravillosos valles con cumbres puntiagudas y
estaciones de esquí; carece de fuerzas armadas y tiene encomendada su defensa,
caso de que alguien ose atacarlo, a España y Francia. Su idioma es el catalán,
aunque también se habla español y francés.
Desde tiempo inmemorial ha sido una
tierra extremadamente pobre que conseguía subsistir de la ganadería y del
producto de los bosques, pero con la Segunda Guerra Mundial y con la
circunstancia de que años antes se había declarado paraíso fiscal, su auge se
disparó, lo que unido al contrabando y al comercio, reflotó la economía
andorrana.
Fue como consecuencia de convertirse
en paraíso fiscal la razón por la que viene hoy a estas páginas.
Corría el año 1933 y en España
estábamos en pleno desarrollo republicano, lo que quiere decir que si no se
prestaban muchas atenciones al propio país, como parece que ocurría en aquellos
tiempos, difícil sería prestarle atención a Andorra, cuando al pequeño enclave llegó
quien decía ser un noble ruso a quien la revolución bolchevique había dejado
sin patria y llevaba quince años dando vueltas por Europa, tratando de ubicarse
y dedicándose a cualquier cosa que le reportara beneficios, sobre todo a las
estafas y la caza de millonarias, campo en el que tenía un considerable éxito.
Este individuo se llamaba Boris
Skossyreff y había nacido en 1896 en
la ciudad de Vilna, la capital del actual estado de Lituania, entonces también
estado independiente y tras la revolución de 1917, estado federado en la URSS.
En su deambular europeo y por su
condición de ruso, llegó a trabajar para la inteligencia británica, como
traductor, pero unos meses después fue expulsado de Gran Bretaña como
consecuencias de unas estafas con cheques falsos que había protagonizado. No
obstante, su paso por el espionaje británico le proporcionó contactos en
círculos importantes en donde el refinado personaje, que se hacía pasar por
noble, conoció a una joven norteamericana llamada Florence Marmon, a la que puso
a trabajar como secretaria, aunque era poseedora de una gran fortuna.
Así las cosas, Europa empieza a
prepararse para una gran guerra que todos los analistas aprecian en el
horizonte, cuando la pareja Boris-Florence llega a Andorra, un principado similar
a Mónaco, Liechtenstein, San Marino o Luxemburgo, pero infinitamente más pobre,
donde apenas hay carreteras y en donde sus habitantes están encerrados en sus
“parroquias” con ignorancia total del mundo que se mueve a su alrededor.
El aristocrático Boris, con sus trajes
de última moda y de buen corte, su aristocrático monóculo, su elegante bastón
con empuñadura de plata, su dominio de los idiomas y su abrillantada cabellera,
que además se acompaña de su bella secretaria, cautiva a los pastores y agricultores
andorranos, prometiéndoles que él traerá a aquellos valle perdidos, toda la
prosperidad de que se disfruta en Francia, Italia o Gran Bretaña.
Fotografía de Boris Skossyref
Se establece en la población de Santa
Coloma, una pequeña localidad próxima a Andorra la Vieja, en una casa que desde
entonces se la conoce como casa de los rusos, desde donde comienza sus
contactos con todos los sectores sociales del país.
Para conseguir que Andorra despegase
social y económicamente lo más importante era hacer del país un paraíso fiscal,
a semejanza de los otros principados europeos, pero para conseguirlo, exige que
lo nombren rey del país.
Con algún despliegue de fondos con los
que animar los escuálidos bolsillos andorranos, la labia característica de un
embaucador y la ambición que a su lado hiciera crecer en las mentes de algunos
de los consejeros del país, Boris intenta que el Consejo General, por mediación
de uno de los consejeros, Pere Torras, captado hábilmente por el ruso, acepte
su proposición y someta a votación su coronación como príncipe, pero el Consejo
es contundente en esta ocasión y no solamente se niega a coronarlo, sino que le
advierte que no se inmiscuya en asuntos políticos de los valles y que en caso
de reincidencia se solicitará de la autoridad que se apliquen sanciones. El
veintidós de mayo, recibió la orden tajante de expulsión del territorio
andorrano.
No obstante, el ruso no se dio por
vencido y marchó a la Seo de Urgel, hospedándose en un hotel e iniciando una
campaña mediática, en la que se presentaba como duque, nombrado por la reina de
Holanda, cosa que era falsa y concediendo entrevistas a numerosos periódicos de
Europa y América, dándose a conocer de esta forma a todo el mundo.
En el colmo de su delirio, publicó una
Constitución Andorrana de diecisiete artículos, de los que imprimió diez mil
ejemplares que hizo repartir por todo el país. En esa constitución declara que
Andorra será un paraíso fiscal, pero además establece las libertades de que
gozarán sus habitantes, la modernización de todo su estado, las inversiones
extranjeras y otros avances que encandilaron a los andorranos.
Uno de los ejemplares llegó a manos
del obispo de Urgel, Justí Guitart y Vilardebó, que al leerlo montó en cólera.
Lo cierto es que en ese momento
Andorra era tan pobre que no había ni carreteras, ni emisoras de radio, ni
llegaba periódico alguno y que pasaba gran parte de los inviernos completamente
aislada del resto del mundo, así que es comprensible que la desesperación
anidase entre los consejeros que, ante las promesas que el aristócrata ruso les
hacía y la explicación de la forma en la que los iba a sacar de su ancestral
pobreza, conquistó el ánimo del Síndico General, el cargo más representativo
dentro del país, el cual convocó nuevamente al Consejo General que se reunió el
domingo, siete de julio de 1934, en donde el ruso explicó la forma en que lo
iba a sacar de la miseria si era investido príncipe del país.
Los consejeros eran veinticuatro y
entre la labia del ruso, las promesas hechas a Torras y la presión que
ejerciera el síndico, consiguió convencerlos, menos a uno que permaneció firme
ante lo que consideraba un despropósito; pero la mayoría aplastante votaron a favor y el Consejo aceptó el
nombramiento de Skossyreff como príncipe de Andorra, que reinaría con el nombre
de Boris I.
En vista del éxito de su gestión,
acompañado de un pequeño grupo de colaboradores entre los que se encontraban su
amante y el consejero Torras, el reciente príncipe andorrano se estableció en
la Fonda Calóns, del pueblecito de Sant Juliá de Lòria situado al sur del
principado y muy próximo a la frontera española.
No he conseguido averiguar qué
consejero se opuso a su nombramiento con tanto tesón, pero no sería muy
complicado de averiguar si tuviera acceso a las actas del Consejo General, en
donde estará reflejado su nombre.
El disidente se había puesto en
contacto con las autoridades francesas, que no sintieron preocupación alguna,
lo mismo que las españolas, parte de las cuales se frotarían las manos solo de
pensar que a la Iglesia se le arrebataba el poder sobre el principado.
En vista de su fracaso, el disidente se encaminó a la Seo de
Urgel y se entrevistó con monseñor Guitart, el cual, ya calentito por las cosas
que estaban ocurriendo, decidió invadir Andorra y restablecer el orden.
Y lo hizo. Lo hizo con cuatro guardias
civiles y un sargento que se presentaron en la Fonda Calóns y cogiendo al ruso
por las hombreras y el fondillo del pantalón, lo pusieron de patitas en España.
Era el veintiuno de julio, un día
negro en la historia del pequeño país pirenaico que sufrió la más grave
invasión militar de su dilatada historia, vio como era destronado su novísimo
príncipe y pisoteados sus derechos constitucionales recién adquiridos, sin que
ninguno de los ciudadanos hiciera nada por impedirlo.
Y así terminaron los delirios
monárquicos de aquel ruso embaucador que terminó exilado en Portugal, donde se
le perdió la pista para siempre, hasta que un periodista portugués recibió la
información de que había fallecido y que estaba enterrado en Alemania.
Fotografía de la tumba de Boris
I
Bonita y desconocida historia! No podía faltar la Guardia Civil!! Un abrazo amigo José María.
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