Cuando los años nos van colocando a la
cabeza del escalafón familiar, se nos va concediendo una situación de
privilegio dentro de la familia. Importan nuestras opiniones, piden nuestros
consejos y nos agasajan como ya nosotros habíamos hecho con nuestros mayores.
Pero éramos muchos más felices cuando
ellos vivían y nosotros estábamos parapetados detrás, en la segunda o tercera
línea de fuego. Cuando se nos van, se van también nuestras referencias,
perdemos aquel contacto cálido con el pasado que tanta falta nos hace. Ya no
tenemos quien nos cuente qué pasó en la familia cuando éramos pequeños, cómo se
vivieron aquellos tiempos cuando aún no habíamos nacido.
Mi tío Luís era mi referente en
materias relacionadas con la República y con la Guerra Civil, porque mi padre
nunca habló de eso y la familia de mi madre lo había pasado tan mal con un
padre republicano radical y masón, en el lado de los alzados, constantemente en
peligro de que se lo llevaran a la tapia del cementerio que todo esfuerzo era
poco para olvidar aquel calvario.
Quizás mi padre callaba porque en su
forma de pensar, había perdido la guerra estando en el lado ganador y mi tío,
en la suya, la había ganado estando en el bando perdedor.
A toda costa había que evitar que entre
ellos hablaran de aquel pasado porque mi tío, el ganador, había estado en el
frente, con el ejército de la República, mientras mi padre, el perdedor, no
había cogido un fusil y a pesar de que lo movilizaron desde el principio, no
pasó de Sevilla, donde lo destinaron a automovilismo.
Habían tenido papeles cambiados y a
los dos afectó aquella circunstancia. Habían vivido dos guerras bien distintas
y cualquier conversación acaba en discusión airada y a gritos.
Mi tío Luís había estudiado bachiller
en su Palencia natal y luego se hizo maestro de escuela, mediante aquello que
me parece se llamaba examen de grado.
En eso fue llamado a filas y realizó
el servicio militar como alférez de complemento, dada su condición de maestro,
pero al terminar la mili, decidió que ni el ejército ni la docencia eran lo
suyo y empezó a prepararse para ingresar en el cuerpo de maquinistas de la
Marina.
En esas se produce el alzamiento
militar de julio del 36 y a él lo coge en Madrid. Inmediatamente lo movilizan y
pasa destinado al V Cuerpo de Ejército, el del famoso general Líster.
Mi tío era de derechas y aquello no le
hizo ninguna gracia, pero pensando, como pensaban muchos en aquellos momentos,
que la guerra iba a durar poco, ocultó su condición de oficial de complemento y
como soldado raso, lo mandaron a las trincheras.
Estuvo en el V Ejército toda la guerra
y participó en las batallas del Guadarrama y en el frente de Teruel, lo
hirieron varias veces y aún conservaba trozos de metralla que me hacía tocar a
través de la piel para que viera que aquello que me contaba era verdad.
Y lo era, porque yo palpaba unos
bultos, como garbanzos duros, clavados entre la carne y la piel.
“Antes estaban mucho más adentro, pero
el cuerpo las va expulsando”, me decía y yo lo creía a pies juntillas.
Ya estaba la guerra dando las últimas
boqueadas y mi tío, repuesto de las heridas, que no debieron ser demasiado
graves, estaba otra vez en las trincheras cuando un mañana se le acercó un cabo
y le dijo que el comandante de su batallón quería verlo.
El general Enrique Líster
Quizás pensara, por un instante, que
el comandante le iba a dar un permiso por su buen comportamiento, pero aquel
pensamiento efímero se le disolvió en el aire cuando entró al despacho y
observó sobre la mesa un expediente en el que había cosida con una grapa una
fotografía suya vistiendo el uniforme de alférez.
¿Qué por qué no había dicho que era un
oficial, cuando la República estaba tan escasa de mandos?
Primero porque nadie le preguntó nunca
nada y segundo porque creyó que aquello de la mili no servía para la guerra de
verdad.
La verdad era de lo que se iba a
enterar él, por traidor a la causa. Al calabozo y preparado para consejo de
guerra. Consejo de guerra que ya sabía cómo iba a terminar: frente al pelotón
de fusilamiento, que en tiempos de guerra ningún bando se andaba con tonterías.
Varias semanas estuvo encerrado en una
especie de jaula de la que era fácil escapar, pero no tenía a donde ir, así que
mejor quedarse allí, que por lo menos le daban de comer.
Pero la fortuna le sonrió. Bueno, le
sonrió de momento. El ejército de Franco tomó las posiciones donde él estaba
preso y pasó de un bando a otro, claro que entre los alzados lo recibieron como
oficial del ejército de la República y por tanto, nuevamente al calabozo, aunque
de éste ya no era tan fácil escapar.
Ante la comisión que vio su caso, mi
tío se expresó con más miedo que vergüenza, pero diciendo la verdad. Él era de
los de “Arriba España”, que lo movilizaron porque estaba en Madrid, pero que
nunca quiso ni aceptó la causa republicana y buena prueba era que nunca dijo
que era oficial de complemento y que por eso los republicanos lo iban a
fusilar: por traidor a la República.
Pero ahora lo iban a fusilar los
otros.
Alguien, con sentido común, debió
advertir que la historia que contaba aquel soldado, o alférez, o lo que fuera,
tenía sentido y después de algunos meses en la cárcel, lo pusieron en libertad,
con todas sus responsabilidades extinguidas y libre de hacer lo que quisiera.
Tan libre debió quedar que suscribió
las primeras oposiciones que se convocaron que no fueron otras que al Cuerpo
General de Policía.
Sí, mi tío terminó siendo policía. De
aquellos de chaqueta y corbata, gabardina y sombrero y placa detrás de la
solapa y digo yo que no habrían visto mucha peligrosidad en él cuando lo
dejaron ingresar en una cosa tan delicada como la Policía de la época.
En buena parte por él, ingresé yo en
la Policía. Me entusiasmaban sus historias cuando me refería su estancia en
Barcelona y cómo se luchaba contra los pistoleros anarquistas de la época: el
Sabater, el Facerías, el Orive y otros cuyos nombres no recuerdo.
Pero de todas las historias que mi tío
me contaba cuando era pequeño, hay una que me gustaba sobre las demás. Era la
historia de la cuchara.
Él vivía en Madrid, concretamente en
una pensión por las inmediaciones de la calle Barquillo. La dueña, doña
“Guadita”, abreviatura de Guadalupe, viuda de un sargento que murió en la
guerra de África, debía tenerle mucho afecto, porque cuando mi tío recibió la
orden de movilización, le dijo: “Mira, Luisito, yo sé lo que es ir a la
guerra y también lo que es perder un marido, allí todo va a ser duro, pero lo
más duro de todo es el hambre que vas a pasar. No te puedo dar mucho, pero toma
esta navaja que además tiene un tenedor y una cuchara. Átatela al cinto y no la
pierdas. Tener una cuchara da mucho poder, ya lo verás”.
Y lo vio y además bien pronto. El
ejército republicano carecía de todo y aparte de algunas botas que repartieron
entre los primeros que llegaron, unas mantas y por supuesto las armas, poco
utillaje más entregaron a los recién incorporados que sentados en el suelo, por
grupos, esperaban que se sirvieran los ranchos devanándose los sesos sobre la
forma de comerlo y esperando que no fuera muy caldoso.
Y es que los más intuitivos habían
“fabricado” unas cucharas con corteza de pan duro, ahuecada y dejada secar
durante días, pero si el rancho era "caldoso", como siempre solía ser, aquella
improvisada herramienta no llegaba más allá que a la tercera o cuarta cucharada,
mientras mi tío, con su magnífica, aunque pequeña cuchara metálica, comía y
comía, ante la envidia de todos.
Yo no me creía que los soldados no
tuvieran cuchara, pero él me lo aseguraba con tal rotundidad que no me quedaba
más remedio que creerle. Después de algunas semanas movilizados, los más
ingeniosos se habían provisto de cosas imprescindibles, como un peine para los
piojos, alguna cuchara y otras cosas así, pero los que eran de lejos tuvieron
que optar por tallar cucharas de madera o fabricarlas con latas de conserva que
a veces repartían entre la tropa.
Quizás otros ejércitos estaban mejor
avituallados, pero el de mi tío tenía esas carencias básicas, claro que viendo la pinta que tenía su general es fácil imaginar las carencias.
Por tener una cuchara lo eligieron
representante de su pelotón y gracias a la cuchara, que podía alquilar a buen
precio o prestarla por un paquete de tabaco, soportó mejor las calamidades del
momento.
Yo le preguntaba si cuando alquilaba o
prestaba la cuchara no temía que se la quitaran y siempre me respondía que no
era fácil que nadie intentara quedársela después de haber hecho uso de ella,
pues él se sentaba a espaldas del afortunado que la estaba usando y con el
fusil apoyado en las rodillas.
Estaba decidido a recuperar la cuchara
a costa de lo que fuera.
¡Qué lista era la señora “Guadita”!
Mi tío conservó su amistad siempre y
cada vez que pasaba por Madrid, iba a visitarla.
Que interesante articulo!!!
ResponderEliminarMe ha encantado y espero que del baúl de tus recuerdos saques mas historias de tu infancia, que a los que ya somos mayores nos hace recordar la nuestra.
ResponderEliminarImporte:nunca te quedes sin algo q t pueda ayudar a ti o a otros
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