viernes, 11 de septiembre de 2015

DO-RE-MI





Decía San Isidoro, el insigne obispo Hispalense: “Si no es retenida la música por la mente del hombre, los sonidos perecen, porque no se pueden escribir”. Y efectivamente así era y así siguió siendo por muchos años, siglos, pues Isidoro vivió a caballo entre los siglos VI y VII y no fue hasta el siglo X, cuando ya se acercaba el cambio de milenio, cuando alguien fue capaz de inventar un sistema de escritura por signos, con los que recoger cada uno de los sonidos para que no se perdiesen.
Ya había ocurrido lo mismo con la escritura que, hasta que se inventaron y popularizaron los distintos alfabetos, la única forma de conservar las tradiciones era mediante la transmisión oral, debidamente aprendida de memoria.
Pero con la música la cosa era muchísimo más complicada que con la escritura, pues una de sus muchas y variadas definiciones dice que la música es el arte de combinar sonidos y silencios, utilizando la melodía, la armonía y el ritmo. Indudablemente era muy difícil plasmar en un papel una notación capaz de contener todos esos elementos para poder ser interpretada igual cada vez que se ejecutase.
Los primeros en utilizar una notación musical fueron los babilonios, unos mil doscientos años antes de nuestra Era, aunque solamente eran capaces de escribir la melodía simple, sin acordes, ni tiempos, silencios, carácter, etc. que es la verdadera alma de la música.
También los griegos pusieron en práctica un sistema de notación musical, complicadísimo que tampoco abarcaba todos los matices de la música y con el que compusieron una especie de “banda sonora” para una tragedia de Eurípides, que se ha conservado en un papiro y data de tres siglos antes de nuestra Era.
En una época en la que la cultura se encerraba exclusivamente en conventos y monasterios, la música prosperó gracias al afán de los monjes de encontrar la forma de alabar a Dios con la máxima dedicación y belleza. Pero era necesario, seguía siendo necesario, aprender de memoria los cantos que resonaban en los coros de iglesias, catedrales y monasterios.

Cubierta del disco del que se vendieron millones de copias

Varios Papas, amantes del canto, propiciaron la propagación de tan cultural costumbre; algunos, como Gregorio I, conocido como San Gregorio, popularizó con su nombre el canto mas bello de cuantos se pueden ejecutar y que algún lector recordará que, no hace muchos años, estuvo de moda y se vendieron millones de discos con las grabaciones de los monjes del Monasterio de Silos, entre otros.
Pues bien, escribir música suponía, en el primer milenio, una tarea poco menos que imposible, de hecho, ni siquiera las notas musicales tenían nombre.
Para designarlas, se las llamaba A, B, C, D, E, F, G y la escala musical no empezaba en Do, como lo hace ahora, sino en La.
Para los que sepan algo de música no suena nada extraña esta denominación, pues aún se sigue utilizando para los acordes. Así “A” es el acorde de La, “B” de Si, “C” de Do, etc., seguidos de una “m”, mayúscula o minúscula para los acordes mayores o menores.
Sin embargo, al finalizar el primer milenio de nuestra era, un fraile benedictino llamado Guido de Arezzo, revolucionó totalmente la escritura de la música.
Este fraile comprobó que muchas veces los monjes no conseguían recordar los cantos gregorianos pues las anotaciones de las que se servían para el canto estaba basada únicamente en cuatro modulaciones de voz, sin alusión alguna ni al tiempo ni al ritmo, así que resultaba imposible interpretarlas si antes no la habían oído.
En primer lugar inventó el tetragrama, cuatro líneas paralelas en la que se escriben las notas que al ascender de espacio significaba una nota más alta y al descender a la inversa, la separación mayor o menor entre las notas quería significar el tiempo de cada una. Cinco siglos más tarde este tetragrama fue sustituido por el pentagrama, innovación de otro fraile italiano, Ugolino de Forli, con cinco líneas paralelas, tal como hoy lo conocemos, y luego le dio a las notas musicales un nombre propio.
Para hacerlo se basó en un himno a San Juan Bautista que solía cantarse muy a menudo y que es conocido por su primer verso: “Ut quendan laxis”  y que seguía:
Resonare fibris  
Mira gestorum               
Famuli tuorum
Solve polluti
Labii reatum
Sancte Ioanes    
Identificando la primera palabra como una nota, llamó a esta Ut, luego cada una de las primeras sílabas, compusieron la escala musical.
Tetragrama con la notación del famoso himno

Pero hay en esta explicación una circunstancias que merece la pena subrayar y  es que ya no se utiliza el nombre de la nota  Ut (salvo en algunos países, como Alemania) y que fue sustituida por Do en el siglo XVII cuando lo propuso un músico, también italiano, llamado Giovanni Doni, quizás en honor a la primera sílaba de su apellido, alegando que Do era de mejor adaptación musical que Ut que además, era más difícil de pronunciar por los latinos.
Guido de Arezzo llamó a este sistema de notas, colocadas en el tetragrama, Solfeo, tal como hoy lo conocemos y en atención a las dos claves más utilizadas en la música, las de “Sol” y “Fa”.
Sin embargo, a la hora de escribir música, no solamente se ha de reflejar la altura del sonido, sino la duración, el silencio, la intensidad y muchas más cosas que hacen de la música el arte que verdaderamente es y como dijo Napoleón, el menos desagradable de los ruidos.
El fraile fue perfeccionando la notación musical hasta aproximarla bastante a como la entendemos en nuestros días y eso teniendo en cuenta la simplicidad de los instrumentos musicales de la época, en la que era precisamente la voz humana el más completo de todos.
Todos sus progresos, sus innovaciones y sus aportaciones los fue recogiendo en una obra literaria, compendio de todos sus conocimientos titulada Micrologus de disciplina artis musicae, que escribió hacia el año 1025, cuando debía tener alrededor de treinta años.
Luego escribió varias obras más, todas muy técnicas y perfeccionadoras de los conocimientos obtenidos hasta entonces.
Como es natural, su nombre fue adquiriendo gran fama, a la vez que despertaba las envidias de los mediocres músicos de su tiempo y hasta el papa, Juan XIX, que gobernó la Iglesia entre 1024 y 1033, lo invitó a establecerse en Roma, cosa que hizo Guido, pero con tan mala fortuna que pronto enfermó de lo que en la época se llamaba fiebres romanas, lo que le obligó a trasladarse a un lugar más sano, esta vez a la Abadía de Pomposa, en la provincia de Ferrara, cercana a Venecia, donde permaneció hasta que se recuperó de sus dolencias. Más tarde se trasladó a la ciudad de Arezzo, donde vivió largo tiempo y que le dio el apellido por el que lo conocemos.
Siglos después, el erudito polaco Meninski expuso la hipótesis de que las denominaciones de las notas no procedían de la invención de Guido de Arezzo, como se había creído y se sigue creyendo, sino que procedían del alfabeto árabe y que el autor del Himno a san Juan Bautista las había usado como encabezamiento de cada uno de sus versos.
No se sabe con seguridad qué es lo cierto, si fue una aportación árabe o es una casualidad, pero es una tremenda coincidencia la similitud, como puede apreciarse en el cuadro de abajo.
Correspondencia entre la notación árabe y la europea
Letras árabes
mīm
fāʼ
ṣād
lām
sīn
dāl
rāʼ
Notas musicales
mi
fa
sol
la
si
do
re

La verdad es que poco importa que los nombre de las notas musicales procedan de una u otra fuente, lo verdaderamente importante es que contamos con ellas y con un sistema lo suficientemente sencillo y comprensivo como para que cualquiera que desee dedicarle algo de tiempo a su aprendizaje lo consigue con cierta facilidad. Distinta cosa es que luego sea algo más que un mediocre intérprete, pues llegar a la categoría de concertista es, como en todas las ramas de las artes, algo muy difícil y complicado.

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