Decía San Isidoro, el insigne
obispo Hispalense: “Si no es retenida la música por la mente del hombre, los sonidos
perecen, porque no se pueden escribir”. Y efectivamente así era y así siguió
siendo por muchos años, siglos, pues Isidoro vivió a caballo entre los siglos
VI y VII y no fue hasta el siglo X, cuando ya se acercaba el cambio de milenio,
cuando alguien fue capaz de inventar un sistema de escritura por signos, con
los que recoger cada uno de los sonidos para que no se perdiesen.
Ya había
ocurrido lo mismo con la escritura que, hasta que se inventaron y popularizaron
los distintos alfabetos, la única forma de conservar las tradiciones era
mediante la transmisión oral, debidamente aprendida de memoria.
Pero con la
música la cosa era muchísimo más complicada que con la escritura, pues una de
sus muchas y variadas definiciones dice que la música es el arte de combinar
sonidos y silencios, utilizando la melodía, la armonía y el ritmo.
Indudablemente era muy difícil plasmar en un papel una notación capaz de
contener todos esos elementos para poder ser interpretada igual cada vez que se
ejecutase.
Los primeros
en utilizar una notación musical fueron los babilonios, unos mil doscientos
años antes de nuestra Era, aunque solamente eran capaces de escribir la melodía
simple, sin acordes, ni tiempos, silencios, carácter, etc. que es la verdadera
alma de la música.
También los
griegos pusieron en práctica un sistema de notación musical, complicadísimo que
tampoco abarcaba todos los matices de la música y con el que compusieron una
especie de “banda sonora” para una tragedia de Eurípides, que se ha conservado
en un papiro y data de tres siglos antes de nuestra Era.
En una época
en la que la cultura se encerraba exclusivamente en conventos y monasterios, la
música prosperó gracias al afán de los monjes de encontrar la forma de alabar a
Dios con la máxima dedicación y belleza. Pero era necesario, seguía siendo
necesario, aprender de memoria los cantos que resonaban en los coros de
iglesias, catedrales y monasterios.
Cubierta
del disco del que se vendieron millones de copias
Varios Papas,
amantes del canto, propiciaron la propagación de tan cultural costumbre;
algunos, como Gregorio I, conocido como San Gregorio, popularizó con su nombre
el canto mas bello de cuantos se pueden ejecutar y que algún lector recordará
que, no hace muchos años, estuvo de moda y se vendieron millones de discos con
las grabaciones de los monjes del Monasterio de Silos, entre otros.
Pues bien,
escribir música suponía, en el primer milenio, una tarea poco menos que
imposible, de hecho, ni siquiera las notas musicales tenían nombre.
Para
designarlas, se las llamaba A, B, C, D, E, F, G y la escala musical no empezaba
en Do, como lo hace ahora, sino en La.
Para los que
sepan algo de música no suena nada extraña esta denominación, pues aún se sigue
utilizando para los acordes. Así “A” es el acorde de La, “B” de Si, “C” de Do,
etc., seguidos de una “m”, mayúscula o minúscula para los acordes mayores o
menores.
Sin embargo,
al finalizar el primer milenio de nuestra era, un fraile benedictino llamado
Guido de Arezzo, revolucionó totalmente la escritura de la música.
Este fraile
comprobó que muchas veces los monjes no conseguían recordar los cantos
gregorianos pues las anotaciones de las que se servían para el canto estaba
basada únicamente en cuatro modulaciones de voz, sin alusión alguna ni al
tiempo ni al ritmo, así que resultaba imposible interpretarlas si antes no la
habían oído.
En primer
lugar inventó el tetragrama, cuatro líneas paralelas en la que se escriben las
notas que al ascender de espacio significaba una nota más alta y al descender a
la inversa, la separación mayor o menor entre las notas quería significar el
tiempo de cada una. Cinco siglos más tarde este tetragrama fue sustituido por
el pentagrama, innovación de otro fraile italiano, Ugolino de Forli, con cinco
líneas paralelas, tal como hoy lo conocemos, y luego le dio a las notas
musicales un nombre propio.
Para hacerlo
se basó en un himno a San Juan Bautista que solía cantarse muy a menudo y que
es conocido por su primer verso: “Ut quendan laxis” y que seguía:
Resonare fibris
Mira gestorum
Famuli tuorum
Solve polluti
Labii reatum
Sancte Ioanes
Identificando
la primera palabra como una nota, llamó a esta Ut, luego cada una de las
primeras sílabas, compusieron la escala musical.
Tetragrama
con la notación del famoso himno
Pero hay en
esta explicación una circunstancias que merece la pena subrayar y es que ya no se utiliza el nombre de la
nota Ut (salvo en algunos países,
como Alemania) y que fue sustituida por Do en el siglo XVII cuando lo propuso
un músico, también italiano, llamado Giovanni Doni, quizás en honor a la
primera sílaba de su apellido, alegando que Do era de mejor adaptación musical
que Ut que además, era más difícil de pronunciar por los latinos.
Guido de
Arezzo llamó a este sistema de notas, colocadas en el tetragrama, Solfeo, tal
como hoy lo conocemos y en atención a las dos claves más utilizadas en la
música, las de “Sol” y “Fa”.
Sin embargo, a
la hora de escribir música, no solamente se ha de reflejar la altura del
sonido, sino la duración, el silencio, la intensidad y muchas más cosas que
hacen de la música el arte que verdaderamente es y como dijo Napoleón, el menos
desagradable de los ruidos.
El fraile fue
perfeccionando la notación musical hasta aproximarla bastante a como la
entendemos en nuestros días y eso teniendo en cuenta la simplicidad de los
instrumentos musicales de la época, en la que era precisamente la voz humana el
más completo de todos.
Todos sus
progresos, sus innovaciones y sus aportaciones los fue recogiendo en una obra
literaria, compendio de todos sus conocimientos titulada Micrologus de
disciplina artis musicae, que escribió hacia el año 1025, cuando debía tener alrededor de
treinta años.
Luego escribió
varias obras más, todas muy técnicas y perfeccionadoras de los conocimientos
obtenidos hasta entonces.
Como es
natural, su nombre fue adquiriendo gran fama, a la vez que despertaba las
envidias de los mediocres músicos de su tiempo y hasta el papa, Juan XIX, que
gobernó la Iglesia entre 1024 y 1033, lo invitó a establecerse en Roma, cosa
que hizo Guido, pero con tan mala fortuna que pronto enfermó de lo que en la
época se llamaba fiebres romanas, lo que le obligó a trasladarse a un lugar más
sano, esta vez a la Abadía de Pomposa, en la provincia de Ferrara, cercana a
Venecia, donde permaneció hasta que se recuperó de sus dolencias. Más tarde se
trasladó a la ciudad de Arezzo, donde vivió largo tiempo y que le dio el
apellido por el que lo conocemos.
Siglos
después, el erudito polaco Meninski expuso la hipótesis de que las
denominaciones de las notas no procedían de la invención de Guido de Arezzo,
como se había creído y se sigue creyendo, sino que procedían del alfabeto árabe
y que el autor del Himno a san Juan Bautista las había usado como
encabezamiento de cada uno de sus versos.
No se sabe con
seguridad qué es lo cierto, si fue una aportación árabe o es una casualidad,
pero es una tremenda coincidencia la similitud, como puede apreciarse en el
cuadro de abajo.
Correspondencia entre la notación árabe y la
europea
Letras árabes
|
ﻡ mīm
|
ﻑ fāʼ
|
ﺹ ṣād
|
ﻝ lām
|
ﺱ sīn
|
ﺩ dāl
|
ﺭ rāʼ
|
Notas musicales
|
mi
|
fa
|
sol
|
la
|
si
|
do
|
re
|
La verdad es
que poco importa que los nombre de las notas musicales procedan de una u otra
fuente, lo verdaderamente importante es que contamos con ellas y con un sistema
lo suficientemente sencillo y comprensivo como para que cualquiera que desee
dedicarle algo de tiempo a su aprendizaje lo consigue con cierta facilidad.
Distinta cosa es que luego sea algo más que un mediocre intérprete, pues llegar
a la categoría de concertista es, como en todas las ramas de las artes, algo
muy difícil y complicado.
Me ha encantado el artículo! Muy curioso y revelador!!
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