Hace ya unos meses que no vengo alimentando
este mi querido blog, debido a varias circunstancias. La primera y principal es
la sensación de agotamiento que se produce después de más de doscientos
cincuenta artículos salidos con aceptable puntualidad cada semana; con ese
ritmo que por momentos se hace frenético, llega un momento en que ya no sabes
de dónde seguir bebiendo para mantener viva la llama y ésta, acaba por
extinguirse.
Otra razón es que había
recuperado la escritura de una novela que empecé hace años y que había quedado
abandonada en una carpeta en la pantalla de mi ordenador y que un familiar muy
querido, me impulsaba a continuar. Hoy está casi terminada.
Y la razón más importante es
que de unos meses a esta parte, me invade la pereza. La ausencia de disciplina
en la vida de un jubilado, va minando las resistencias que cada vez más leves,
tratan de impedir que te dejes llevar por la molicie total y al final la
victoria del “dolce far niente” se
impone con toda su tiranía.
Pero a veces he sentido ganas
de escribir algún otro artículo en el que divulgar alguna de esas historias que
están escondidas detrás de la Historia y eso es lo que me ha ocurrido con el
asunto que comprende el título de este artículo.
Hace ya unos meses comencé la
lectura de Episodios Nacionales, empezando por Trafalgar y leyendo en el orden
cronológico en el que se fueron sucediendo los acontecimientos que es el mismo
que el autor fue escribiéndolos. La obra completa es larguísima, como ya saben
los lectores y yo aún no he llegado a la mitad, pero estoy absolutamente
enganchado y cualquier momento es bueno para continuar la lectura.
Lectura que recomiendo
encarecidamente no solamente por la cantidad de información que aporta, sino
por la espléndida narración y la belleza literaria de la obra.
Y entre esas múltiples
informaciones, me vine a enterar del Decreto de proscripción que curiosamente,
al menos para mí, se firmó en Jerez de la Frontera, mi pueblo vecino, el día
cuatro de octubre de 1823.
Para mejor comprender esto,
sin tener que leer el Episodio denominado El Terror de 1824, es necesario
explicar que entre 1820 y 1823, se produce una etapa en la historia de España
que se conoce como Trienio Liberal,
el cual no era bien visto por la monarquías absolutistas extranjeras, sobre
todo por Francia que nos envió a los conocidos y famosos Cien mil hijos de San
Luís, cuerpo de ejército con el que se pensaba restablecer el absolutismo.
En vista del peligro que
corría la Constitución de 1812, los liberales obligaron al rey y a la familia
real a trasladarse a Sevilla, con intención de alejarla del peligro que
supondría Madrid, una vez llegasen los franceses y así, se establecieron en la
ciudad del Guadalquivir hasta que la proximidad de los absolutistas, obligaron
a embarcar hacia Cádiz, precisamente en el primer barco de vapor que navegó por
el río sevillano. Para conseguir que el rey acompañe al gobierno liberal, han
de declararle enajenado mental, es decir, loco y arrebatarle momentáneamente
sus poderes y su capacidad de decisión.
Las fuerzas que apoyan a los
absolutistas llegan hasta Puerto Real y desde allí tratan de tomar Cádiz.
Pasan muchas vicisitudes, entre
las que se encuentra la toma del fuerte del Trocadero, cuyas ruinas aún puede
contemplarse al pie del Puente Carranza, y desde el que se bombardea Cádiz,
como ya había sido bombardeada en la otra etapa en que el gobierno y las Cortes
estuvieron en la ciudad. Consecuencia final: los liberales salen por piernas,
con la Constitución bajo el brazo y con la leyenda de haber traído a España
todas las desgracias habidas y por haber.
Era tan insensato aquel pueblo
que apoyaba a un rey absolutista que su grito de guerra era: “Vivan las caenas”.
Desde ese mismo momento,
repuesto Fernando VII en el trono absolutista, se inicia una caza de brujas en
todo el país. El rey ha de volver a la corte y se inician los preparativos para
el viaje, pero algo debió pasar cuando la comitiva recorría el camino de Cádiz
hasta Jerez, que alojado en la Cartuja jerezana, el rey dicta el Decreto al que
se aludió más arriba.
Y este “decretazo”, del mejor
talante absolutista, fue bien visto por la inmensa mayoría de los españoles,
aun cuando en él se disponía que durante el viaje real a Madrid, y siempre que
en el futuro el rey se desplazase a cualquier punto del territorio español, se
hallase a más de cinco leguas del contorno de su persona, cualquier individuo
que durante el reinado de la Constitución hubiese sido diputado a Cortes en
cualquiera de las dos legislaturas pasadas, secretario del despacho, consejero
de Estado, vocal del Supremo Tribunal de Justicia, comandante general o jefe
político, jefe y oficial de la extinguida milicia voluntaria y además se les
cerraba para siempre la entrada en la corte y sitios reales, a los que no se
podían aproximar en un radio de quince leguas.
Fachada principal de la
Iglesia de la Cartuja
A estas medidas de urgencias
que trataban de evitar percances en el retorno a Madrid, han de sumarse otras
como la pérdida de los destinos aunque sus poseedores lo hubiesen obtenido de
manera legal.
Más de cien mil personas
quedaron afectadas por este draconiano decreto para el que resulta difícil
encontrar parangón a lo largo de la historia.
Pero no era solamente la
dureza de las medidas que contemplaba lo que lo hace realmente difícil de
digerir, es la hipocresía que en él se vierte lo que lo hace, si cabe, aún más
nocivo.
Muchos y muy buenos ciudadanos
fueron condenados a diversas penas, como las de presidio en las ciudades de
Ceuta y Melilla; otros fueron desterrados de sus lugares de residencia con
prohibición de volver y algunos otros, más señalados durante el trienio
constitucional, fueron llevados a la horca con sentencias de todo punto
injustificadas.
Concluía el Decreto con una
cláusula que decía: “En la desgraciada
agitación en que pusieron a mi corazón el año 1820 sucesos que no quisiera
recordar, no hallaba mas consuelo que recurrir al Dios de las misericordias
para implorar su asistencia a favor de mi digna familia y de mi pueblo, dulces
objetos de mis paternales desvelos…”
Y acababa nombrando primer
Secretario de Estado a un religioso llamado Víctor Sáez que era su director
espiritual, al que colmó de poder, claro que esa situación duró algo más de dos
meses y se acabó cuando el cura le llevo la contraria en dos ocasiones.
El rey se restituye todos los
poderes que le concernían antes del trienio liberal y solamente excusa el
restituir el Tribunal de la Inquisición que había sido abolido por las Cortes
de Cádiz.
Tan incomprensible es la
actitud del pueblo español que a gritos se manifestaba constantemente pidiendo
“más caenas” y acudió en masa para vituperar y escarnecer en el momento de su
injusta ejecución, al general Rafael del Riego, condenado a morir en la horca
por una ley promulgada con posterioridad al delito por el que se le acusaba,
que no era por cierto el levantamiento de Las Cabezas de San Juan, sino el de
haber votado a favor de trasladar al rey de Sevilla a Cádiz, lo mismo que
habían hecho otros centenares de diputados y miembros del gobierno, sin que
para ellos hubiese tenido más consecuencias que el presidio o el destierro, y
para bastantes, absolutamente ninguna.
Pero así es nuestro pueblo, al
que de gustarles las cadenas que el rey enrollaba en sus cuellos, pasaron a
odiarle con el mismo ardor con el que le amaron.
Buscando información para este
escrito. Me he encontrado con dos curiosidades que me parecen dignas de relatar
y es que todos sabemos que a José I Bonaparte, el rey que nos impuso Napoleón,
se le conocía en entre el pueblo por “Pepe Botella”, haciendo alusión a su
afición a la bebida. Todos sabemos que no era cierto, que el Bonaparte era
totalmente abstemio, pero lo que no es tan conocido es la procedencia entonces
de ese curioso mote.
Según el historiador Rumeu de
Armas, el moto tuvo su génesis en un decreto del monarca por el que rebajaba
considerablemente los impuestos fiscales sobre la venta de bebidas alcohólicas,
cosa que se interpretó de forma tan sesgada como irónica, haciendo pensar que
bajaba el precio para poder beber más.
Cosa similar ocurrió con otros
dos motes por el que también se le conocía, aunque no de tanta popularidad y
que eran “Pepe Barajas” y “Rey de Copas”.
El primero obedece también a
una rebaja en los impuestos que se pagaban por las barajas de cartas que eran
entonces de exclusiva producción del estado y el segundo es una simbiosis de
los dos apelativos anteriores.
Querido José Maria, me congratulo de vover a leerte en tu blog, como siempre, con un artículo mas que interesante.
ResponderEliminarNo te dejes arrastrar por la "pereza de jubilado" pues con la jubilación acaba un perido de la vida pero no el talento y las inquietudes,que me consta siempre tuviste.
Comisario
ResponderEliminarAdemás de felicitarte por haber terminado tu nueva novela, que espero que pronto esté en la librerías, al igual que Víctor te animo a que la "pereza" que nunca ha sido fuerte en ti, no nos prive a tus lectores a recibir cada semana una de tus "lupas".
esta de hoy me ha parecido muy interesante y trayéndola a nuestros tiempos podría parecerse a la que Erdogan está aplicando en Turquia.
SAludos. José A. López Esteras