Dice el diccionario de la Real
Academia que “gafe” es la persona que trae mala suerte o, en una segunda
acepción, que impide o dificulta cualquier diversión. Dejemos aquí la
definición y más adelante conoceremos el por qué.
Todo el mundo sabe lo difícil
que resulta elegir. No digo ya el hacer una buena elección, o si se es muy
perfeccionista, la mejor elección, no; me estoy refiriendo exclusivamente al
acto de elegir.
Para muchos, la elección es un
proceso que requiere un gran esfuerzo mental, del que se sale completamente
agotado y siempre con la incertidumbre de no poder saber si la elección ha sido
acertada.
Para otros se resuelve más
fácilmente: “pito, pito, gorgorito”, pero se sale con la misma incertidumbre.
Cara o cruz, es la manera más fácil y extendida de realizar una elección y la
verdad es que es la única que te garantiza un cincuenta por ciento de aciertos.
Si la elección se hace por medio del escrutinio, la posibilidad de fallo puede
llegar al cien por cien.
Una elección pésima, llevada a
cabo por los que supuestamente eran las mentes políticas más preclaras de aquel
momento, fue la de Amadeo de Saboya, como rey de España.
¡Mira que podían haber elegido
gente buena! Pues no, eligieron a un hombre que venía aureolado de tener la
peor suerte del mundo.
Cuando en 1868 triunfó la
revolución llamada La Gloriosa, que obligó a la reina Isabel II a interrumpir
su vacaciones en San Sebastián y marcharse al exilio, el Parlamento español
nombró un gobierno que presidía mi paisano el “cañailla” General Serrano (a los de San Fernando nos llaman
cariñosamente “cañaillas”).
No se sabe muy bien de quien
fue la idea de crear una nueva monarquía en España que a lo visto, aun no
estaba cansada de tanto matalote como se había sentado en el trono de nuestro
país, pero es lo cierto que el día dieciséis de noviembre de 1870 los diputados
españoles votaron para hacer una elección entre varias personas para ocupar el
trono.
El resultado fue abrumador,
pues se eligió, por ciento noventa y un votos a Amadeo de Saboya, hijo del rey
de Italia, Víctor Manuel, que no tenía ningún derecho a ese trono, pero se
estimaba que además de ser de familia real, era progresista, católico (muy
importante) y sobre todo, masón, siguiendo la moda del momento y sin estar
vinculado con ningún partido político. Quizás también jugara a su favor el
haber sido pretendiente a la mano de la princesa Isabel, hija de la reina
Isabel II, que no cuajó por la decisión de ésta.
No fue el primero al que se
ofreció el trono de España, más bien fue el primero que lo aceptó, cuando se
barajaban otros nombres todos ellos con inconvenientes como relata Pérez
Galdós: “que si Espartero, septuagenario, que si Fernando Coburgo, rey viudo de
Portugal, que si Tomás de Saboya, (hermano menor de Amadeo que tenía trece
años), que si el duque de Montpensier, que si Carlos de Borbón, Constantino de
Rusia, Federico de Hesse Kassel …”
Quien mejor situado se
encontraba era el príncipe bávaro Leopoldo de Hohenzollern, al que el pueblo
empezó a llamar “Leopoldo Olé-Olé”,
dada la difícil pronunciación de su nombre; estaba emparentado con el rey de
Portugal y era hermano del rey Carlos de Rumanía, pero fue obligado a
desestimar el nombramiento por Napoleón III.
En consecuencia se decidieron
por Amadeo y así fueron las cosas.
En segundo lugar quedaron los
partidarios de la República Federal, que obtuvieron sesenta votos y después
Antonio María de Orleáns, de la familia real francesa, con veintisiete votos,
el general Espartero con ocho y otros con menos votos aún.
Como es natural, el
nombramiento contaba con la oposición tajante de los Carlistas, pero como estos
no estaban representados en la cámara, no pudieron expresarse y por supuesto,
el de los republicanos.
El reinado de Amadeo duró
desde que llegó a Madrid, el dos de enero de 1871, hasta el once de febrero de
1873 en que firmó la carta de despido que su esposa leyó ante el Congreso.
¿Fue mala suerte que este rey
no cuajara o simplemente había sido una mala elección?
Seguramente fue un poco de
todo la mala suerte que ya le acompañaba, los palos en las ruedas que los
republicanos ponían, las intrigas palaciegas, y cualquier otra maldad que se
les ocurriera a los disconformes para hacer fracasar el proyecto, cosa que al
final consiguieron, pero hay que constatar un hecho que a mi modo de ver es
fundamental: Amadeo de Saboya era un “Gafe”; un individuo acosado por la
mala suerte, como fue la que asesinaran a su principal valedor y hombre fuerte,
el general Prim, antes de que el nuevo rey llegase a España.
Mala suerte que se mostró a lo
largo de su vida, pero sobre todo en los acontecimientos que rodearon los
momentos que debían ser los más felices de su existencia: su boda.
La cosa sucedió así.
En primer lugar, Amadeo de
Saboya se casó por amor. No estaba destinado a ocupar ningún puesto en la
realeza italiana y como no pasaba de ser un segundón, se le permitió casarse
con la bella María Victoria dal Pozzo della Cisterna, de nobilísima cuna y de
la que estaba profundamente enamorado.
Retrato de la reina María
Victoria dal Pozzo
La boda se celebró el treinta
de mayo de 1867 en Turín, conjugando a su alrededor un cúmulo de muertes que
comenzaron días antes de la celebración del enlace nupcial, con el suicidio de
la modista que estaba confeccionando el traje de la novia, la cual se ahorcó
con el traje de la futura esposa en sus manos.
El suceso no dejaba de ser
macabro, sobre todo para las mentes supersticiosas del siglo XIX y se vio como
un malísimo augurio. Se especuló que la modista estaba perdidamente enamorada
de Amadeo y tener que confeccionar el traje de la que sería su esposa acabó
sumiéndola en una desesperación de la que no supo salir de otra forma que
quitándose la vida
El mismo día de la boda, el
mayordomo del palacio de la familia de la novia, encargado de recibir a las
personalidades que acudieron para desde allí partir en real comitiva hacia la catedral,
en cuya Capilla del Santo Sudario, iba a celebrarse la ceremonia religiosa,
cerró las puertas de diferentes salones de tal manera que no se pudieron abrir,
siendo necesario derribar o romper alguna de ellas para dar paso a los
invitados. Tal fue el disgusto que aquella torpeza causó en todos los miembros
de la real familia que el mayordomo abrumado por su torpe acción, se encerró en
una dependencia y se suicidó, cortándose las venas.
Por fin, la comitiva partió
hacia la catedral encabezada por las reales personalidades y escoltada por un
regimiento de lanceros.
Con tanto ajetreo, el coronel
que mandaba las fuerzas que daban brillantez al acto, sufrió un sofoco,
incrementado por calor y el fuerte sol que aquel día hacía y producto de un
cúmulo de circunstancias, terminó padeciendo una insolación que le imposibilitó
ordenar a las fuerzas bajo su mando, creándose un cierto desbarajuste hasta que
fue retirado y reemplazado por su segundo en el mando.
Pero no pararon ahí las
desventuras. En mitad de la ceremonia, uno de los invitados, concretamente un
senador, empezó a sentirse mal, hasta el extremo de que cayo redondo, víctima
de una apoplejía, lo que hoy llamaríamos un “ictus” que le causó una muerte
fulminante.
Y ya van cuatro sucesos
encadenados, todos de luctuoso final, pero la cosa no pararía ahí.
Uno de los testigos de la
boda, un amigo personal de Amadeo, terminada la ceremonia, se descerrajó un
tiro en la cabeza dentro del palacio y murió de inmediato.
Placio della Cisterna, actual
sede del gobierno provincial
Tampoco se conocen las causas
de una acción tan dramática y se especuló entre los más allegados que, igual
que ocurriera con la costurera, cosa similar podría haberle sucedido a aquel
amigo, cerrándole toda posibilidad de encontrar otra salida que la muerte.
Si el día hubiese terminado así,
habría sido una fecha verdaderamente dramática, digna del más piadoso de los
olvidos, pero no fue así. Jamás tantas calamidades recayeron sobre un solo
suceso ni en tan corto espacio de tiempo, pero tal como está demostrado, la
realidad puede superar a la ficción y las desgracias no cesaron.
Tras el convite, los novios se
dirigieron a la estación de ferrocarril, novísimo medio de locomoción por
aquellos tiempos, con intención de subir a un tren y comenzar su viaje de
novios. Los acompañaba el conde de Castillone que inexplicablemente cruzó las
vías cuando el tren llegaba y fue arrollado, muriendo en el acto.
No se sabe muy bien que
pensarían los nuevos esposos sobre los hechos que desgraciadamente habían
presenciado como testigos directísimos, pero es casi seguro que quedaran
afligidos. Muy probablemente cada uno y en su interior, culparía
supersticiosamente al otro de aquella cadena de infortunios, sobre todo,
teniendo en cuenta que la novia tenía diecinueve años y el novio veintidós, es
decir, eran muy jóvenes para afrontar los hechos con sosiego y madurez.
¿Mala suerte?, seguro, pero
atraída con una fuerza magnética difícilmente explicables que por fuerza
convierte a uno de los dos, si no a ambos, en un “Gafe”.
¿No conocían en España estos
acontecimientos? Seguro que sí, pero claro, quien se va a dejar llevar por las
supersticiones a la hora de decidir sobre algo tan importante como sentar en el
trono al primero, o al último que pasaba por la puerta.
Desde hace ya bastantes años,
en los procesos de selección a cargos importantes de los sectores privados, los
“caza-talentos” incluyen la suerte como un parámetro muy a tener en cuenta en
la elección.
¡Por algo será!
Yo siempre he creido en la suerte... Personalmente he podido comprobarlo...
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