Escribía hace unas semanas
sobre la proverbial mala suerte que acompañó a Amadeo de Saboya en el día de su
boda.
Efectivamente, hay que ser muy
“gafe” para que en tan corto espacio de tiempo, ocurran tantas desgracias
alrededor, pero todavía se puede superar la marca si las desgracias te
acompañan desde la cuna a la sepultura, incluso más allá.
Y este es el caso de un famoso
escritor sudamericano, con el que me tropecé cuando buscaba documentación sobre
el infortunado Amadeo.
Cuando leí la historia de la
vida de este personaje, de renombre en el campo de la literatura, me propuse
dos cosas: la primera conocer algo de su obra y la segunda escribir sobre su
mala suerte.
Este personaje, que alcanzó
cierta fama en las lides literarias, se llamó Horacio Silvestre Quiroga.
Había nacido en Salto, una
ciudad uruguaya situada a orillas del río Uruguay que forma frontera natural
con Argentina y en donde su padre era vicecónsul argentino, el día treinta y uno
de diciembre de 1878, de ahí que su segundo nombre fuese Silvestre, la
festividad del día.
Fue un buen estudiante, además
de buen deportista y con algo más de veinte años, se inició en la poesía y en
la narrativa corta, comenzando a escribir cuentos y narraciones al estilo de Allan
Poe que le dieron buena fama. Actualmente se le tiene por el mejor cuentista
hispanoamericano.
Pero no está Quiroga en este
artículo por su calidad literaria sino por la mala fortuna que le acompañó toda
la vida y que siguió aureolándole incluso después de muerto.
Apenas contaba dos meses de
edad cuando se quedó huérfano de padre al morir éste accidentalmente por
disparo de escopeta cuando regresaba de una partida de caza y delante de
toda la familia.
Dejaba viuda y cuatro hijos, a los que
resultaba muy difícil abrirse camino en aquella zona tan alejada de la
civilización.
En consecuencia, la familia se
traslada a la ciudad de Córdoba, en Argentina, donde residen durante trece años
hasta que vuelven a Salto, posiblemente porque su madre recibiera propuesta de
matrimonio de Asencio Barco, un uruguayo que se comportó correctamente con sus
hijastros, hasta el extremo de influir notablemente en Horacio.
Pero en 1896, cuando Horacio
contaba dieciocho años, un derrame cerebral dejó a Asencio con una movilidad
muy reducida y la imposibilidad de hablar.
Muy dura debió ser la vida de
este pobre hombre, cuando decidió quitársela, usando la misma escopeta que mató
al padre de Horacio. Esta acción se realizó en presencia del joven, por lo que
resulta muy posible que, apenado por las condiciones físicas tan deplorables en
las que había quedado su padrastro, contribuyera a terminar con sus
penalidades.
Penalidades que, para Horacio,
no hacen nada más que empezar, pues asmático de nacimiento, la húmeda región
donde vivían, no contribuía en nada a mejorar su padecimiento, al que se unía
el de ser tartamudo, circunstancia por la que se convertía en el hazmerreir de
todos los círculos de estudiantes.
Por eso se aficionó a la
mecánica y pasaba horas en el taller de un amigo que quizás fuera el que
descubrió que la dificultad en el habla de Horacio, no se correspondía con la
facilidad con que se expresaba con la pluma. Allí perfeccionó el reciente
invento de la bicicleta tal como hoy se la conoce y con ella hizo un recorrido
de más de ciento veinte kilómetro, impensable para la época.
En ese tiempo conoce a la que
sería su primer y desafortunado amor, María Esther Jurkovski, pues los padres
de la chica le impiden continuar la relación, dada su ascendencia no judía.
Con veintiún años y aprovechando
la herencia que su padrastro le había dejado, marcha a París con un capital
considerable, pero en poco tiempo, la vida de excesivo lujo le hace volver
completamente en la pobreza.
No obstante su ruina, da por
bien empleado su tiempo y su dinero porque allí ha conocido a Manuel Machado y ha
trabado intima amistad con el nicaragüense Rubén Darío, que influirá
notablemente en su producción literaria.
En ese tiempo se convierte en
un bohemio, se deja una espesa barba y viste de forma poco convenientes adquiriendo
el aspecto tétrico que se refleja en la caricatura.
Caricatura de Horacio Quiroga
Es su mismo aspecto lo que
refleja en sus relatos, sus cuentos o sus obras dramáticas, en las que están
omnipresentes el crimen, la muerte, la sangre, el sufrimiento y las desgracias
en general. Tragedias todas, como su misma vida que cuando se encontraba en el
dulce momento de haber publicado su primer libro, en 1901, veía como su hermano
Prudencio y su hermana, Pastora, morían de tifus.
Pero seguirían sus penalidades
cuando con veinticuatro años, por accidente, mató a su íntimo amigo el poeta
Federico Ferrando, en Montevideo.
El hecho ocurrió el cinco de
marzo de 1902, en la casa de Ferrando, donde los dos amigos repasaban sus
últimas obras literarias. Al concluir su trabajo, Ferrando le mostró a Horacio
una pistola de dos cañones que su hermano había comprado por encargo suyo y
para utilizarla en un posible duelo que tendría lugar contra Guzmán Papini, un
alto funcionario de la administración uruguaya que también escribía, pero sobre
todo, criticaba muy duramente a otros escritores, por lo que había sido retado a
duelo por varios de ellos, entre los que se encontraba Ferrando.
Horacio examinó el arma
encontrando que el seguro estaba demasiado duro, por lo que forcejeando con la
pistola, sonó un disparo que acertó de lleno en su amigo en plena boca,
dejándole sin vida.
Concluidas las penalidades
policiales y judiciales por las que hubo de pasar, la muerte fue declarada
accidental y Horacio quedó en libertad.
Superada esta crisis, marchó a
vivir con su hermana a Buenos Aires, donde su cuñado le proporcionó un empleo
como profesor de español, compatibilizando esta ocupación con estudios de
fotografía, arte que se había puesto muy de moda.
Para retirarse de todo y más
que nada, para despejar ese halo de mala suerte que le está atenazando, se
marcha con su amigo Leopoldo Lugones, a unas expediciones arqueológicas a las
ruinas de las misiones jesuíticas en el Alto Paraná. Allí ejercerá de fotógrafo
documentador de los descubrimientos que se van haciendo y al poco tiempo conoce
a una joven, Ana María Cires, discípula suya, trece años menor, de la que se
enamora y con la que se casa.
Compra unas tierras en plena
selva y construye una cabaña en la que vive con su esposa. En 1911 nacerá su
primera hija a la que puso el extraño nombre de Eglé y un año más tarde su hijo
Darío.
Pero no habían acabado las
desgracias de Quiroga, pues su joven esposa entra en una profunda depresión y
se suicida, ingiriendo líquido de revelar fotografías.
Deja a sus hijos con sus
suegros y marcha nuevamente a Buenos Aires, donde su amigo, el político
uruguayo y presidente de la República, Baltasar Brum, le consigue un puesto de
cónsul.
En 1933, tras el golpe de
estado que depuso a Brum de su cargo, éste se suicidó disparándose al corazón.
Tan desafortunada
circunstancia le hace perder su puesto de cónsul y nuevamente se ve obligado a
buscarse la vida.
Pero durante todo este tiempo
ha estado produciendo una ingente cantidad de relatos, de cuentos, de poesías y
de obras de teatro, que le han llevado a la máxima popularidad y ya se le
cuenta entre los mejores narradores, como su admirado Allan Poe, Rudyar Kipling
o Guy de Maupassant.
Esa facilidad literaria le ha
abierto siempre muchas puertas y le ha acarreado grandes amistades, como la que
tuvo con Alfonsina Storni, de la que se dice fue amante, la cual también se
suicidó, introduciéndose en el mar y dejándose ahogar, cuando no se pudo
sobreponer al diagnóstico de un cáncer de pecho.
Una vida de tanto infortunio
no podía terminar con una plácida muerte en la cama, rodeado de los seres
queridos. Quiroga tenía que acabar como casi todos los que le habían rodeado y
así, después de estar sufriendo lo que creía era una prostatitis, se descubrió
que era un cáncer de próstata al que el escritor no quiso hacer frente.
Tenía cincuenta y seis años y
una voluntad decidida. Compró cianuro y se suicidó.
¿De qué otra forma podía
acabar quien había vivido siempre rodeado de la mala suerte?
Ojalá que con su muerte
hubiese acabado ese gafe que lo acunó durante toda la vida, pero no fue así. Su
hija se suicidó un año después de divorciarse, su hijo hizo lo mismo en 1952; y
de la misma manera había acabado su gran amigo Leopoldo Lugones en 1938. Hasta
su sobrino, el novelista Jules A. Claretie, se suicidó arrojándose a un tren y
por último, y parece que aquí se acaba la historia de infortunio que rodea al
escritor, su última hija, María Elena Quiroga se suicidó en 1988, a la edad de
sesenta años, arrojándose desde un noveno piso.
Ciertamente que Horacio
Quiroga no es de los autores hispanoamericanos más conocidos, quizás por no
haber practicado una literatura más popular, como la novela, o el relato más
amable y no tan ensangrentado y dramático como es el suyo, pero es lo cierto
que goza de un gran reconocimiento y quizás sea momento para empezar a
conocerlo mejor.
Yo he empezado a leerle.
Interesante relato....Indudablemente el pobre hombre era un "cenizo".
ResponderEliminarCiertamente gafe el cuentista
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