sábado, 27 de agosto de 2016

LOS HAY MÁS "GAFES"




Escribía hace unas semanas sobre la proverbial mala suerte que acompañó a Amadeo de Saboya en el día de su boda.
Efectivamente, hay que ser muy “gafe” para que en tan corto espacio de tiempo, ocurran tantas desgracias alrededor, pero todavía se puede superar la marca si las desgracias te acompañan desde la cuna a la sepultura, incluso más allá.
Y este es el caso de un famoso escritor sudamericano, con el que me tropecé cuando buscaba documentación sobre el infortunado Amadeo.
Cuando leí la historia de la vida de este personaje, de renombre en el campo de la literatura, me propuse dos cosas: la primera conocer algo de su obra y la segunda escribir sobre su mala suerte.
Este personaje, que alcanzó cierta fama en las lides literarias, se llamó Horacio Silvestre Quiroga.
Había nacido en Salto, una ciudad uruguaya situada a orillas del río Uruguay que forma frontera natural con Argentina y en donde su padre era vicecónsul argentino, el día treinta y uno de diciembre de 1878, de ahí que su segundo nombre fuese Silvestre, la festividad del día.
Fue un buen estudiante, además de buen deportista y con algo más de veinte años, se inició en la poesía y en la narrativa corta, comenzando a escribir cuentos y narraciones al estilo de Allan Poe que le dieron buena fama. Actualmente se le tiene por el mejor cuentista hispanoamericano.
Pero no está Quiroga en este artículo por su calidad literaria sino por la mala fortuna que le acompañó toda la vida y que siguió aureolándole incluso después de muerto.
Apenas contaba dos meses de edad cuando se quedó huérfano de padre al morir éste accidentalmente por disparo de escopeta cuando regresaba de una partida de caza y delante de toda la familia.
 Dejaba viuda y cuatro hijos, a los que resultaba muy difícil abrirse camino en aquella zona tan alejada de la civilización.
En consecuencia, la familia se traslada a la ciudad de Córdoba, en Argentina, donde residen durante trece años hasta que vuelven a Salto, posiblemente porque su madre recibiera propuesta de matrimonio de Asencio Barco, un uruguayo que se comportó correctamente con sus hijastros, hasta el extremo de influir notablemente en Horacio.
Pero en 1896, cuando Horacio contaba dieciocho años, un derrame cerebral dejó a Asencio con una movilidad muy reducida y la imposibilidad de hablar.
Muy dura debió ser la vida de este pobre hombre, cuando decidió quitársela, usando la misma escopeta que mató al padre de Horacio. Esta acción se realizó en presencia del joven, por lo que resulta muy posible que, apenado por las condiciones físicas tan deplorables en las que había quedado su padrastro, contribuyera a terminar con sus penalidades.
Penalidades que, para Horacio, no hacen nada más que empezar, pues asmático de nacimiento, la húmeda región donde vivían, no contribuía en nada a mejorar su padecimiento, al que se unía el de ser tartamudo, circunstancia por la que se convertía en el hazmerreir de todos los círculos de estudiantes.
Por eso se aficionó a la mecánica y pasaba horas en el taller de un amigo que quizás fuera el que descubrió que la dificultad en el habla de Horacio, no se correspondía con la facilidad con que se expresaba con la pluma. Allí perfeccionó el reciente invento de la bicicleta tal como hoy se la conoce y con ella hizo un recorrido de más de ciento veinte kilómetro, impensable para la época.
En ese tiempo conoce a la que sería su primer y desafortunado amor, María Esther Jurkovski, pues los padres de la chica le impiden continuar la relación, dada su ascendencia no judía.
Con veintiún años y aprovechando la herencia que su padrastro le había dejado, marcha a París con un capital considerable, pero en poco tiempo, la vida de excesivo lujo le hace volver completamente en la pobreza.
No obstante su ruina, da por bien empleado su tiempo y su dinero porque allí ha conocido a Manuel Machado y ha trabado intima amistad con el nicaragüense Rubén Darío, que influirá notablemente en su producción literaria.
En ese tiempo se convierte en un bohemio, se deja una espesa barba y viste de forma poco convenientes adquiriendo el aspecto tétrico que se refleja en la caricatura.


Caricatura de Horacio Quiroga

Es su mismo aspecto lo que refleja en sus relatos, sus cuentos o sus obras dramáticas, en las que están omnipresentes el crimen, la muerte, la sangre, el sufrimiento y las desgracias en general. Tragedias todas, como su misma vida que cuando se encontraba en el dulce momento de haber publicado su primer libro, en 1901, veía como su hermano Prudencio y su hermana, Pastora, morían de tifus.
Pero seguirían sus penalidades cuando con veinticuatro años, por accidente, mató a su íntimo amigo el poeta Federico Ferrando, en Montevideo.
El hecho ocurrió el cinco de marzo de 1902, en la casa de Ferrando, donde los dos amigos repasaban sus últimas obras literarias. Al concluir su trabajo, Ferrando le mostró a Horacio una pistola de dos cañones que su hermano había comprado por encargo suyo y para utilizarla en un posible duelo que tendría lugar contra Guzmán Papini, un alto funcionario de la administración uruguaya que también escribía, pero sobre todo, criticaba muy duramente a otros escritores, por lo que había sido retado a duelo por varios de ellos, entre los que se encontraba Ferrando.
Horacio examinó el arma encontrando que el seguro estaba demasiado duro, por lo que forcejeando con la pistola, sonó un disparo que acertó de lleno en su amigo en plena boca, dejándole sin vida.
Concluidas las penalidades policiales y judiciales por las que hubo de pasar, la muerte fue declarada accidental y Horacio quedó en libertad.
Superada esta crisis, marchó a vivir con su hermana a Buenos Aires, donde su cuñado le proporcionó un empleo como profesor de español, compatibilizando esta ocupación con estudios de fotografía, arte que se había puesto muy de moda.
Para retirarse de todo y más que nada, para despejar ese halo de mala suerte que le está atenazando, se marcha con su amigo Leopoldo Lugones, a unas expediciones arqueológicas a las ruinas de las misiones jesuíticas en el Alto Paraná. Allí ejercerá de fotógrafo documentador de los descubrimientos que se van haciendo y al poco tiempo conoce a una joven, Ana María Cires, discípula suya, trece años menor, de la que se enamora y con la que se casa.
Compra unas tierras en plena selva y construye una cabaña en la que vive con su esposa. En 1911 nacerá su primera hija a la que puso el extraño nombre de Eglé y un año más tarde su hijo Darío.
Pero no habían acabado las desgracias de Quiroga, pues su joven esposa entra en una profunda depresión y se suicida, ingiriendo líquido de revelar fotografías.
Deja a sus hijos con sus suegros y marcha nuevamente a Buenos Aires, donde su amigo, el político uruguayo y presidente de la República, Baltasar Brum, le consigue un puesto de cónsul.
En 1933, tras el golpe de estado que depuso a Brum de su cargo, éste se suicidó disparándose al corazón.
Tan desafortunada circunstancia le hace perder su puesto de cónsul y nuevamente se ve obligado a buscarse la vida.
Pero durante todo este tiempo ha estado produciendo una ingente cantidad de relatos, de cuentos, de poesías y de obras de teatro, que le han llevado a la máxima popularidad y ya se le cuenta entre los mejores narradores, como su admirado Allan Poe, Rudyar Kipling o Guy de Maupassant.
Esa facilidad literaria le ha abierto siempre muchas puertas y le ha acarreado grandes amistades, como la que tuvo con Alfonsina Storni, de la que se dice fue amante, la cual también se suicidó, introduciéndose en el mar y dejándose ahogar, cuando no se pudo sobreponer al diagnóstico de un cáncer de pecho.
Una vida de tanto infortunio no podía terminar con una plácida muerte en la cama, rodeado de los seres queridos. Quiroga tenía que acabar como casi todos los que le habían rodeado y así, después de estar sufriendo lo que creía era una prostatitis, se descubrió que era un cáncer de próstata al que el escritor no quiso hacer frente.
Tenía cincuenta y seis años y una voluntad decidida. Compró cianuro y se suicidó.
¿De qué otra forma podía acabar quien había vivido siempre rodeado de la mala suerte?
Ojalá que con su muerte hubiese acabado ese gafe que lo acunó durante toda la vida, pero no fue así. Su hija se suicidó un año después de divorciarse, su hijo hizo lo mismo en 1952; y de la misma manera había acabado su gran amigo Leopoldo Lugones en 1938. Hasta su sobrino, el novelista Jules A. Claretie, se suicidó arrojándose a un tren y por último, y parece que aquí se acaba la historia de infortunio que rodea al escritor, su última hija, María Elena Quiroga se suicidó en 1988, a la edad de sesenta años, arrojándose desde un noveno piso.
Ciertamente que Horacio Quiroga no es de los autores hispanoamericanos más conocidos, quizás por no haber practicado una literatura más popular, como la novela, o el relato más amable y no tan ensangrentado y dramático como es el suyo, pero es lo cierto que goza de un gran reconocimiento y quizás sea momento para empezar a conocerlo mejor.

Yo he empezado a leerle.

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