Se fue el
“Tío Pere”. Se fue con sigilo, con la paz que dan ¡ciento dos años!
Casi hasta
el último momento, con la cabeza en su sitio; no exenta de esas rarezas a las
que te empujan la edad y la soledad en la que te vas encontrando cuando compruebas
que todos tus amigos te abandonaron hace ya tiempo y que, de tu edad, no queda
nadie en tu entorno.
Esas rarezas
que en vivo te enfurecen, pero cuando lo ves con los ojos que miran el pasado,
ni si quiera sirven como anécdota.
Se ha ido
una referencia, la más antigua que teníamos y ya, lamentablemente, no la
podemos sustituir por otra.
Más de un
siglo es mucho vivir, quizás demasiado, pero cuando se vive, se disfruta y se
comparte, el tiempo se hace corto.
El tío Pere
nació en el año de la Primera Gran Guerra, en “la Vila”, que es el nombre
familiar de Villajoyosa, en la provincia de Alicante y allí fundó su estirpe.
Nunca habló
de su padre y sí mucho de su madre que había criado, como mejor pudo, a él y a
sus hermanos.
De su madre
abusaba, de puro buena que era y cuando en la calle, jugaba con los críos de su
edad de pronto se acordaba, corría a su casa y detrás de la puerta, le deba un
chupetón a una teta, para correr como un diablo y seguir en sus juegos.
Todo lo
arreglaba con aceite de oliva. ¿Te duele la tripa? Unas gotas de aceite de
oliva en la barriguita y una friega con dos dedos hasta que se calmaba el
dolor. ¿Te has hecho un chichón?
-Eso te pasa
porque eres muy travieso. Ven acá –le decía severa, pero cariñosa.
Unas gotas
de aceite, una friega con dos dedos y una moneda atada con un pañuelo; y otra
vez a la calle a correr y hacer méritos para el próximo descalabro.
Pero muy
pronto, siendo un niño todavía, se le acabaron los juegos con los demás niños y
las friegas de aceite y, lo mejor: los chupetones a la teta de su madre.
En casa eran
pobres y el dinero no llegaba sino para mal comer y mal vestir. Tenía que hacer
algo, ayudar a su madre con sus hermanos más pequeños y se vio en la obligación
de arrimar el hombro a la casa. Hizo lo que todos hacían en aquel pueblo
marinero.
Se embarcó
en un barco de pesca. Una chalupa de vela que salía por la tarde a pescar y si
se daba bien, volvía por la mañana y si no, continuaban hasta que la bodega
diera para mantener a las familias de los marineros.
Muchos chicos
de aquel pueblo de la costa levantina habían empezado así su vida como
trabajadores. “Sou” llamaban los
marineros a esa especie de grumete que iba en cada barco, rebujados con los
marineros mayores y con los viejos; sin un techo en el que resguardarse de la
lluvia, del viento, del frío o del Sol. Comiendo de lo que habían podido llevar
de casa o de lo que el mar les había dado que en eso eran expertos cocineros y
sacaban jugoso provecho de las exiguas capturas.
Si tenia que
orinar, sacaba la “churra” por la borda y si la necesidad era mayor, el culo
era el que se reflejaba en la mar.
Algún
domingo no faenaban. En las fiestas señaladas, tampoco, pero los demás días,
sin mirar al cielo y sin saber de pronósticos, izaban la vela triangular y
ponían rumbos a las pesqueras.
“Palaillas”,
salmonetes, gambas rojas, jureles, bacoretas, y todo lo demás que caía en la
red, que izaban a brazos, iban al día siguiente al mercado. Después, a repartir
beneficios; escasos: una peseta como mucho y contento para casa.
En las
fiestas, los muchachos practicaban su afición preferida: ¡Quién hace la mejor
paella!
Cada uno
cogía de su casa lo que podía: una ñora, un pimiento, medio tomate, un muslo de
pollo, un chorrito de aceite, unos dientes de ajo y varios puñados de “arrós”, para que hubiera para todos y a
competir a ver quien hacía mejor la paella.
-Siempre
ganaba yo –se jactaba el “Tío Pere”, que cuando yo lo conocí, seguía haciendo
los mejores arroces en paella del mundo.
Y creció y
se hizo mozalbete y hombre, prematuramente, y comprendió que sin saber, no se
llega a ninguna parte. Y estudiaba y leía, mientras iban o venían de las
pesqueras y en los ratos que pasaba en su casa. Y se sacó un primer título. No
sé de que qué, pero continuó y buscó nuevos horizontes y barcos más grandes que
fueran más lejos y que hicieran mejores capturas, para llevar más dinero a casa.
Había
llegado una revolución: la del motor de explosión y las chalupas y jabeques
empezaban a colocarlo para sustituir a la vela.
-Le decíamos
“semi-diesel”, pero no me preguntes más, porque la mecánica nunca fue lo mío.
Yo me hice patrón de embarcaciones de cabotaje, que así se llamaba y patrón de
pesca, que era lo más interesante porque en el reparto de las ganancias me
llevaba la mejor parte –explicaba con ojos nostálgicos, acuosos, viendo en su
memoria aquellos tiempos y añorándolos.
Pero vino la
guerra y le cogió en zona republicana. Sabía leer, escribir, tenía un título de
patrón y era un elemento valiosos en un país de analfabetos. No tardaron en
alistarle en el cuerpo de Carabineros de la República.
De la guerra
contaba poco: que terminó de sargento, cautivado por los de Franco, que se
salvó de ser fusilado porque tenía un cinturón de cuero del que se antojó un
oficial del ejército sublevado y que se lo cambió por su vida y que desde
entonces odiaba las lentejas: “lentejas de Negrín”, decía aludiendo a que
gracias al presidente de la República comían solamente lentejas.
Acabó la guerra y se fue de inmediato a su
otra contienda: esa que mantenía cada día con el mar, el viento, las olas, las
redes vacías y los estómagos más.
A vela y
medio motor, salían de Alicante par ir hasta el banco Sahariano, pasando por
Ceuta para repostar combustible, hielo y alimentos, que estaban más baratos.
Luego, a
arrastrar en las interminables costa del Sahara, del cabo Bojador hacia abajo,
donde las antiguas leyendas decían que no era posible la vida por las altas
temperaturas que se alcanzaban; inmensos arenales en donde se llenaban las
redes hasta reventar.
-Si eran
gambas, las tirábamos al mar nuevamente porque entonces no tenían valor.
Lo demás,
iba todo a las bodegas: hielo, sal, bórico y el “meao” de la tripulación, un
magnífico conservante por el amoniaco que contiene.
Luego se
casó, enamorado de su mujer, Encarna, y cuyo nombre puso a dos de sus hijas y las
cosas le empezaron a cambiar.
El Tío Pere
era un buen patrón, tanto del barco, como de pesca y trataba con justicia a sus
marineros. La gente de la mar quería ir con él y cuando hay equipo y voluntad,
se sabe el rumbo y el punto donde echar las redes, las cosas marchan.
Y cambiaron
mucho. Se vinieron a vivir al Puerto de Santa María. Ya tenía sus cuatro hijos
y compró su primer barco, luego siguieron otros y con todos triunfaba el afable
Pere.
Pero la vida
le arrebató lo que más quería, a su Encarna, cuando todavía era joven y podía
haberle dado años de felicidad.
Con ella iba
a Madrid, a ver las revistas de Colsada, o zarzuelas, música por la que sentía
pasión.
Le
dislocaban las vedetes, bueno, en realidad le gustaban las mujeres en general…
y el futbol, y el Mundo Deportivo y el programa de radio de la Morena.
Decía que
era del Valencia, porque le daba vergüenza decir que en realidad era del Barça,
pero se ponía muy contento cuando perdía el Madrid.
Desde que se
quedó viudo, conservó la tradición que su mujer había tenido con sus nietos:
los viernes, paella.
Ahí lo
conocí yo, temblando ya un poco, por el parkinson que tenía controlado, la
espumadera en la mano y cocinando una paella como nadie.
Yo la aprendí
de él; no le llego ni al tobillo, pero él me decía que las hacía bien. Y las
hago. Muchos domingos nos reunimos con todos los hijos y les hago una paella al
estilo Tío Pere.
Para comer
era como una lima. Jamás perdonaba una comida, ni la leche caliente a las cinco
de la tarde, ni el paseo de después, ni la cena.
Yo decía que
de pequeño se había tragado un reloj que seguía andando dentro de él y es que
podías poner el tuyo en hora por las costumbres del bisabuelo.
-Voy a dar
una vueltecita; media hora.
Y ni un
minuto más.
Pasó muchas
temporadas viviendo con mi mujer y conmigo. Aquí, en El Puerto y en los seis
años que vivimos en Cádiz.
Allí estaba
en la gloria. Se había conquistado a todas las camareras de los bares de
alrededor, donde nada mas verlo entrar, le estaban sirviendo su “cortadito”,
que le encantaba.
Mis amigos
conocen una anécdota que ocurrió precisamente en aquella etapa gaditana.
Yo soy muy
aficionado a la cocina y desde hace años, cada vez que tengo oportunidad, me
meto en los fogones.
Un fin de
semana le preparé una comida opípara, a base de un guiso marinero de pescado de
roca. Una delicia, con una guarnición de verduras, un dedal de arroz pilaf y
unas frutas, las mejores que encontré.
Incluso se
bebió una cerveza sin alcohol; sentado conmigo en la cocina, charlábamos de
cualquier cosa y de cuando en cuando elogiaba el aroma que desprendía el guiso.
Le serví
abundantemente cuando el pescado reposó, le puse la guarnición, el arroz, sus
picos (nunca comía pan, porque si empezaba se lo comía todo) y ya no le oí
decir nada más. Comió y repitió un poco, mientras yo esperaba que me dijera
algo sobre tan suculento plato.
El Tío Pere
no decía nada y su hija le acercó la fruta. No sé las que se comió, porque le
encantaba y cuando terminó, después de limpiarse concienzudamente las manos y
la boca, cogió un vaso de agua y se le bebió entero.
Con
parsimonia, dejó el vaso sobre la mesa y no sé si de corazón, o para chincharme
un poco exclamó: ¡Qué rica está el agua!
Ya no pude
aguantar más y sin acritud, pero muy seriamente le dije:
-¡El agua!
¡Que buena está el agua! ¿No estaba bueno el pescado, ni el guiso, ni la
guarnición, ni siquiera la fruta y lo que usted elogia de esta comida, que me
ha llevado horas en prepararle, es que el agua está buena?
-El pescado
estaba riquísimo, ¿no ves que me lo he comido todo y hasta he repetido?
Pero él no
era de elogiar y cuando, ya conociéndolo bien, le preguntaba con sorna qué le
parecía una comida, respondía con evasivas: si todo lo que le pones es bueno,
la comida sale buena. Yo lo miraba y me sonreía.
El elogio se
lo hacemos nosotros a él y le damos las gracias por haber estado tantos años
con nosotros. Años no exentos de riesgo en los que estuvo varias veces en el
hospital y del que consiguió salir por su propio pie y su fuerza de voluntad
Descansa en
paz y si hay algo más allá de la muerte, vela por tus bisnietos, que no podrán
decir, como nosotros, que conocieron a un hombre extraordinario.
Buen artículo y sobre todo buena "semblanza del "tío Pere",quedando en nuestra memoria entre otras, esa anécdota que relatas. D.E.P y que el cielo lo acoja.
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