jueves, 2 de febrero de 2017

¡HASTA SIEMPRE, PEDRO!




Se fue el “Tío Pere”. Se fue con sigilo, con la paz que dan ¡ciento dos años!
Casi hasta el último momento, con la cabeza en su sitio; no exenta de esas rarezas a las que te empujan la edad y la soledad en la que te vas encontrando cuando compruebas que todos tus amigos te abandonaron hace ya tiempo y que, de tu edad, no queda nadie en tu entorno.
Esas rarezas que en vivo te enfurecen, pero cuando lo ves con los ojos que miran el pasado, ni si quiera sirven como anécdota.
Se ha ido una referencia, la más antigua que teníamos y ya, lamentablemente, no la podemos sustituir por otra.
Más de un siglo es mucho vivir, quizás demasiado, pero cuando se vive, se disfruta y se comparte, el tiempo se hace corto.
El tío Pere nació en el año de la Primera Gran Guerra, en “la Vila”, que es el nombre familiar de Villajoyosa, en la provincia de Alicante y allí fundó su estirpe.
Nunca habló de su padre y sí mucho de su madre que había criado, como mejor pudo, a él y a sus hermanos.
De su madre abusaba, de puro buena que era y cuando en la calle, jugaba con los críos de su edad de pronto se acordaba, corría a su casa y detrás de la puerta, le deba un chupetón a una teta, para correr como un diablo y seguir en sus juegos.
Todo lo arreglaba con aceite de oliva. ¿Te duele la tripa? Unas gotas de aceite de oliva en la barriguita y una friega con dos dedos hasta que se calmaba el dolor. ¿Te has hecho un chichón?
-Eso te pasa porque eres muy travieso. Ven acá –le decía severa, pero cariñosa.
Unas gotas de aceite, una friega con dos dedos y una moneda atada con un pañuelo; y otra vez a la calle a correr y hacer méritos para el próximo descalabro.
Pero muy pronto, siendo un niño todavía, se le acabaron los juegos con los demás niños y las friegas de aceite y, lo mejor: los chupetones a la teta de su madre.
En casa eran pobres y el dinero no llegaba sino para mal comer y mal vestir. Tenía que hacer algo, ayudar a su madre con sus hermanos más pequeños y se vio en la obligación de arrimar el hombro a la casa. Hizo lo que todos hacían en aquel pueblo marinero.
Se embarcó en un barco de pesca. Una chalupa de vela que salía por la tarde a pescar y si se daba bien, volvía por la mañana y si no, continuaban hasta que la bodega diera para mantener a las familias de los marineros.
Muchos chicos de aquel pueblo de la costa levantina habían empezado así su vida como trabajadores. “Sou” llamaban los marineros a esa especie de grumete que iba en cada barco, rebujados con los marineros mayores y con los viejos; sin un techo en el que resguardarse de la lluvia, del viento, del frío o del Sol. Comiendo de lo que habían podido llevar de casa o de lo que el mar les había dado que en eso eran expertos cocineros y sacaban jugoso provecho de las exiguas capturas.
Si tenia que orinar, sacaba la “churra” por la borda y si la necesidad era mayor, el culo era el que se reflejaba en la mar.
Algún domingo no faenaban. En las fiestas señaladas, tampoco, pero los demás días, sin mirar al cielo y sin saber de pronósticos, izaban la vela triangular y ponían rumbos a las pesqueras.
“Palaillas”, salmonetes, gambas rojas, jureles, bacoretas, y todo lo demás que caía en la red, que izaban a brazos, iban al día siguiente al mercado. Después, a repartir beneficios; escasos: una peseta como mucho y contento para casa.
En las fiestas, los muchachos practicaban su afición preferida: ¡Quién hace la mejor paella!
Cada uno cogía de su casa lo que podía: una ñora, un pimiento, medio tomate, un muslo de pollo, un chorrito de aceite, unos dientes de ajo y varios puñados de “arrós”, para que hubiera para todos y a competir a ver quien hacía mejor la paella.
-Siempre ganaba yo –se jactaba el “Tío Pere”, que cuando yo lo conocí, seguía haciendo los mejores arroces en paella del mundo.
Y creció y se hizo mozalbete y hombre, prematuramente, y comprendió que sin saber, no se llega a ninguna parte. Y estudiaba y leía, mientras iban o venían de las pesqueras y en los ratos que pasaba en su casa. Y se sacó un primer título. No sé de que qué, pero continuó y buscó nuevos horizontes y barcos más grandes que fueran más lejos y que hicieran mejores capturas, para llevar más dinero a casa.
Había llegado una revolución: la del motor de explosión y las chalupas y jabeques empezaban a colocarlo para sustituir a la vela.
-Le decíamos “semi-diesel”, pero no me preguntes más, porque la mecánica nunca fue lo mío. Yo me hice patrón de embarcaciones de cabotaje, que así se llamaba y patrón de pesca, que era lo más interesante porque en el reparto de las ganancias me llevaba la mejor parte –explicaba con ojos nostálgicos, acuosos, viendo en su memoria aquellos tiempos y añorándolos.
Pero vino la guerra y le cogió en zona republicana. Sabía leer, escribir, tenía un título de patrón y era un elemento valiosos en un país de analfabetos. No tardaron en alistarle en el cuerpo de Carabineros de la República.
De la guerra contaba poco: que terminó de sargento, cautivado por los de Franco, que se salvó de ser fusilado porque tenía un cinturón de cuero del que se antojó un oficial del ejército sublevado y que se lo cambió por su vida y que desde entonces odiaba las lentejas: “lentejas de Negrín”, decía aludiendo a que gracias al presidente de la República comían solamente lentejas.
 Acabó la guerra y se fue de inmediato a su otra contienda: esa que mantenía cada día con el mar, el viento, las olas, las redes vacías y los estómagos más.
A vela y medio motor, salían de Alicante par ir hasta el banco Sahariano, pasando por Ceuta para repostar combustible, hielo y alimentos, que estaban más baratos.
Luego, a arrastrar en las interminables costa del Sahara, del cabo Bojador hacia abajo, donde las antiguas leyendas decían que no era posible la vida por las altas temperaturas que se alcanzaban; inmensos arenales en donde se llenaban las redes hasta reventar.
-Si eran gambas, las tirábamos al mar nuevamente porque entonces no tenían valor.
Lo demás, iba todo a las bodegas: hielo, sal, bórico y el “meao” de la tripulación, un magnífico conservante por el amoniaco que contiene.
Luego se casó, enamorado de su mujer, Encarna, y cuyo nombre puso a dos de sus hijas y las cosas le empezaron a cambiar.
El Tío Pere era un buen patrón, tanto del barco, como de pesca y trataba con justicia a sus marineros. La gente de la mar quería ir con él y cuando hay equipo y voluntad, se sabe el rumbo y el punto donde echar las redes, las cosas marchan.
Y cambiaron mucho. Se vinieron a vivir al Puerto de Santa María. Ya tenía sus cuatro hijos y compró su primer barco, luego siguieron otros y con todos triunfaba el afable Pere.
Pero la vida le arrebató lo que más quería, a su Encarna, cuando todavía era joven y podía haberle dado años de felicidad.
Con ella iba a Madrid, a ver las revistas de Colsada, o zarzuelas, música por la que sentía pasión.
Le dislocaban las vedetes, bueno, en realidad le gustaban las mujeres en general… y el futbol, y el Mundo Deportivo y el programa de radio de la Morena.
Decía que era del Valencia, porque le daba vergüenza decir que en realidad era del Barça, pero se ponía muy contento cuando perdía el Madrid.
Desde que se quedó viudo, conservó la tradición que su mujer había tenido con sus nietos: los viernes, paella.
Ahí lo conocí yo, temblando ya un poco, por el parkinson que tenía controlado, la espumadera en la mano y cocinando una paella como nadie.
Yo la aprendí de él; no le llego ni al tobillo, pero él me decía que las hacía bien. Y las hago. Muchos domingos nos reunimos con todos los hijos y les hago una paella al estilo Tío Pere.
Para comer era como una lima. Jamás perdonaba una comida, ni la leche caliente a las cinco de la tarde, ni el paseo de después, ni la cena.
Yo decía que de pequeño se había tragado un reloj que seguía andando dentro de él y es que podías poner el tuyo en hora por las costumbres del bisabuelo.
-Voy a dar una vueltecita; media hora.
Y ni un minuto más.
Pasó muchas temporadas viviendo con mi mujer y conmigo. Aquí, en El Puerto y en los seis años que vivimos en Cádiz.
Allí estaba en la gloria. Se había conquistado a todas las camareras de los bares de alrededor, donde nada mas verlo entrar, le estaban sirviendo su “cortadito”, que le encantaba.
Mis amigos conocen una anécdota que ocurrió precisamente en aquella etapa gaditana.
Yo soy muy aficionado a la cocina y desde hace años, cada vez que tengo oportunidad, me meto en los fogones.
Un fin de semana le preparé una comida opípara, a base de un guiso marinero de pescado de roca. Una delicia, con una guarnición de verduras, un dedal de arroz pilaf y unas frutas, las mejores que encontré.
Incluso se bebió una cerveza sin alcohol; sentado conmigo en la cocina, charlábamos de cualquier cosa y de cuando en cuando elogiaba el aroma que desprendía el guiso.
Le serví abundantemente cuando el pescado reposó, le puse la guarnición, el arroz, sus picos (nunca comía pan, porque si empezaba se lo comía todo) y ya no le oí decir nada más. Comió y repitió un poco, mientras yo esperaba que me dijera algo sobre tan suculento plato.
El Tío Pere no decía nada y su hija le acercó la fruta. No sé las que se comió, porque le encantaba y cuando terminó, después de limpiarse concienzudamente las manos y la boca, cogió un vaso de agua y se le bebió entero.
Con parsimonia, dejó el vaso sobre la mesa y no sé si de corazón, o para chincharme un poco exclamó: ¡Qué rica está el agua!
Ya no pude aguantar más y sin acritud, pero muy seriamente le dije:
-¡El agua! ¡Que buena está el agua! ¿No estaba bueno el pescado, ni el guiso, ni la guarnición, ni siquiera la fruta y lo que usted elogia de esta comida, que me ha llevado horas en prepararle, es que el agua está buena?
-El pescado estaba riquísimo, ¿no ves que me lo he comido todo y hasta he repetido?
Pero él no era de elogiar y cuando, ya conociéndolo bien, le preguntaba con sorna qué le parecía una comida, respondía con evasivas: si todo lo que le pones es bueno, la comida sale buena. Yo lo miraba y me sonreía.
El elogio se lo hacemos nosotros a él y le damos las gracias por haber estado tantos años con nosotros. Años no exentos de riesgo en los que estuvo varias veces en el hospital y del que consiguió salir por su propio pie y su fuerza de voluntad

Descansa en paz y si hay algo más allá de la muerte, vela por tus bisnietos, que no podrán decir, como nosotros, que conocieron a un hombre extraordinario.

1 comentario:

  1. Buen artículo y sobre todo buena "semblanza del "tío Pere",quedando en nuestra memoria entre otras, esa anécdota que relatas. D.E.P y que el cielo lo acoja.

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