viernes, 3 de febrero de 2017

UN CUADRO MISTERIOSO




De todas las artes, quizás, la más enigmática, sea la pintura. Existe un amplia relación de cuadros que encierran grandes secretos, pocas veces descifrados, pero en todas interpretado por los estudiosos y críticos de la manera más conveniente a sus intereses.
Paradigma de enigmática representación es, casi sin lugar a dudas, La Santa Cena, de Leonardo da Vinci; espléndido mural del que se han interpretado a casi todo los personajes, así como las posturas que cada uno presenta en la pintura y los objetos que aparecen o que, inexplicablemente, faltan.
Pero hay otra pintura, un cuadro de autor desconocido, pintado en 1594 que encierra también un gran misterio. En la documentación que he encontrado referente a este cuadro, figura la fecha anterior, pero no es posible porque el anillo, del que se hablará a continuación y que muestra la dama de la derecha, no le fue regalado hasta febrero de 1599.
Un enigma sobre una persona ya de por sí enigmática, que convertida en la amante del rey de Francia, Enrique IV, estuvo a punto de casarse con él, si una, también misteriosa enfermedad, no hubiera acabado rápidamente con su vida.
Pero es necesario empezar a aclarar los conceptos. El cuadro a que se ha hecho referencia se titula “Gabrielle d’Estrées y una de sus hermanas” y está en el museo del Louvre, y no solamente eso, sino que ha sido considerada una de las diez obras artísticas más importantes de Francia, a pesar de ser de autor desconocido.

El misterioso retrato de la bella Gabrielle d’Estrées (derecha)

El cuadro, en sí mismo, encierra varios enigmas, el primero y principal es cómo es posible que ambas hermanas, cuyo parecido físico ya denota la consanguineidad, pero que además lucen idénticos pendientes, estén desnudas, tomando un baño, cuando en aquella época solamente se recomendaba lavarse las manos de vez en cuando, los pies muy de tarde en tarde, las parten íntimas poquísimo y la cabeza nunca y muchísimo menos, tomar un baño completo. No era desde ningún punto necesario a los efectos de trasladar el misterio que encerraba el cuadro, mostrar los dos cuerpos desnudos, porque la pieza central de toda la incógnita se centra en el anillo que Gabrielle exhibe y muestra al público en su mano izquierda.
Sigamos con el siguiente misterio antes de proceder a la interpretación que los exegetas pictóricos han hecho del cuadro.
Su hermana Diana, aunque no queda totalmente aclarado si se trataba de ella o de otra hermana, pues tenía tres, pellizca el pezón del seno derecho de Gabrielle, en un gesto que no parece una caricia ni una agresión, sino más bien una señal. Y, por último, qué hace aquella dama, que al amor de una chimenea, cose una prenda que no se puede identificar pero que bien parece una especie de faja o ceñidor, presenciando una escena tan íntima como la que ante ella se está desarrollando.
Que son hermanas queda claro y que Gabrielle quiere mostrar al público el anillo también, pero ¿por qué esa intención?
Ese punto parece estar aclarado, igual que la caricia del pezón, que quiere demostrar que Gabrielle estaba embarazada y que guarda relación con el anillo, pues este pertenecía a Enrique IV, rey de Francia.
No es corriente que una cortesana exhiba una joya real, ni que alardee de encontrarse embarazada de quien parece, es el propietario de la joya, es decir, el rey.
Por último, la dama que al fondo cose, muy bien pudiera estar preparando la canastilla del nuevo vástago.
¿Cómo una cortesana puede hacer semejante alarde? Para dar una explicación es necesario conocer un poco de la turbulenta historia de esta importantísima e influyente dama en la corte francesa del siglo XVI.
Nació Gabrielle en el seno de una familia aristocrática, en la que, desde tiempo atrás, las mujeres venían teniendo pésima fama, hasta el extremo de que una abuela, presumía de haberse acostado con el papa Clemente VII y con el rey Francisco I (el mortal enemigo de Carlos V, para situarnos en el  momento histórico), luciendo estas conquistas en un palmarés mucho más dilatado.
Su madre, Françoise Babou de la Bourdaisière, abandonó a su esposo, Antoine d’Estrees y a sus siete hijas, para seguir a su último amante como perra en celo y después de darle una hija, morir juntos asesinados de forma violenta en 1592, durante un motín en la ciudad de Issoire.
Gabrielle era su quinta hija, aunque es bien probable que su padre no fuese Antoine d’Estrees, dada la promiscuidad sexual en la que vivía su buena señora, la cual, si se ha de creer lo que algún cronista de la época llegó a escribir, cuando su hija tenía dieciséis años, la entregó a Enrique III de Francia, el cual le pagó la nada despreciable cantidad de seis mil escudos.
Pero el rey se cansó pronto de la guapa adolescente, lo que dejó a su madre en libertad de hacer nuevos negocios, siempre con hombres poderosos y ricos, entre ellos el noble e influyente Luis II de Lorena, conocido en la historia como el cardenal de Guisa, que era la familia a la que pertenecía y que vivió amancebado con la joven durante más de un año.
Pero también se cansó de la muchacha, a la que dejó libertad para ir calentando las camas de los más ilustres nobles franceses, hasta que después de pasar por el lecho del duque de Bellegarde, éste se la pasó al rey Enrique de Navarra, veinte años mayor que ella, pero siguió disfrutando de la cortesana con conocimiento del rey.
Así pues, cuando tenía dieciocho años, había acumulado más experiencia que muchas mujeres en toda una vida y había sido ya amante de dos reyes.
Para disimular o dar a la relación un viso de legalidad, el rey casó a Gabrielle con un noble llamado Nicolás Damerval de Liancourt, el cual no supo decirle que no a su majestad y aceptó aquel matrimonio ignominioso.
Curiosamente, pocos años después, el matrimonio se disolvió por la supuesta impotencia del marido, que tenía catorce hijos de matrimonios y aventuras anteriores.
Gabrielle ya no se despegaría del lado del rey navarro, junto al que hizo su entrada triunfal en París el 15 de septiembre de 1591, para ser coronado rey de Francia y que reinaría con el nombre de Enrique IV.
No sabía el monarca cómo agasajar a su joven concubina, a la que otorgó títulos de duquesa, marquesa y todo lo que a ella se le viniera en ganas y a la vez le permitía, en una Francia abatida por la hambruna y arruinada por guerras civiles y contra España, su perpetua enemiga, que Gabrielle exhibiera un lujo escandaloso.
Se conserva en el Archivo General del Reino, un inventario de los bienes de la concubina real, que poseía una inmensa fortuna en propiedades inmuebles y tierras y cuyo mobiliario, solamente, valía más de ciento cincuenta mil escudos.
Tanto la belleza de la dama, como sus habilidades íntimas y su inmensa fortuna, tenían desquiciado al rey francés que estaba dispuesto a casarse con ella y sentarla en el trono, pues años antes había anulado su matrimonio de conveniencia con Margarita de Valois y estaba, por tanto, soltero.
Como es natural, la noticia cayó como un jarro de agua fría entre la más clásica nobleza y aristocracia francesas que veía con buenos ojos que los reyes y los poderosos tuvieran un ejército de amantes, pero cosa muy distinta era casarse con ella y menos con la d’Estrees, que había pasado por la cama de casi todos ellos.
Durante los casi diez años que duró la relación entre los amantes, Gabrielle tuvo tres hijos, dos varones y una hembra y se encontraba embarazada del cuarto, cuando, en 1599, acompañaba al rey en una fiesta de carnaval que se celebraba en el palacio del Louvre, y éste, ante toda la corte francesa, se levanta, la hace levantar a ella y le da el anillo que le fue entregado a él en su coronación como rey de Francia. A la vez que coloca el anillo en el dedo, anuncia que quiere casarse con ella y que celebrarán la boda después de la Pascua.
Ese es el anillo que Gabrielle luce en el cuadro y por el que se la consideraba prometida del rey; hasta tal punto llegó su orgullo que de inmediato encargó su vestido de boda y a proclamar que solamente Dios o la muerte del rey, impedirían que llegase a ser la reina de Francia.
Pero no contaba Gabrielle con el poder oculto de la nobleza francesa, ni con los tentáculos del papa Clemente VIII, que llegaban de sobra hasta París.
Entrados en la Cuaresma, toda la corte se trasladó a pasar la Semana Santa a Fontainebleau. Al comienzo de la Pasión, era costumbre guardar abstinencia sexual y solo las esposas podían permanecer bajo el mismo techo que los maridos, siendo obligadas las amantes a abandonar las mansiones, cosa que hace Gabrielle el día seis de abril de 1599, cuando el rey la acompaña a coger una chalupa que, por el Sena, la llevará de regreso a París.
Esa misma noche, ella va a cenar a casa de un banquero italiano de nombre Zamet, donde repite nuevamente la noche del Jueves Santo y durante la comida, la dama se queja del extraño sabor de un limón que le han servido. Después de la cena, mientras da un paseo por los jardines, cae desmayada, creyendo los presentes que va a dar a luz.
Al día siguiente su estado empeora y tras varias sangrías que no consiguen sino debilitarla aún más y al amanecer del Sábado Santo, muere.
Su muerte libera tremendas amarras y disipa negros nubarrones que se cernían sobre el cielo francés, pero también hace caer sobre la nobleza, la sospecha de que no ha sido una muerte natural y que algo más que una enfermedad misteriosa se ha llevado a la futura reina de los franceses.

Esa es quizás la idea, tremendamente encriptada, que el pintor quiso plasmar en el cuadro y que sin duda lo ha conseguido.

1 comentario:

  1. Después de conocer esta historia de mademoiselle Estrées, una relación con ella tendría que producir el mayor estrés.

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