viernes, 17 de febrero de 2017

LA QUINTA DE LOS SORDOS




Lo pienso ahora y se me ponen los vellos de punta. Nunca podemos imaginar lo atrevida que es la ignorancia. Durante bastantes años de mi vida profesional, estuve destinado en lo que entonces se llamaba “Gabinete de Identificación”.
Este Gabinete tenía la responsabilidad de realizar las inspecciones oculares en los lugares en los que se hubiera cometido un delito para, fundamentalmente, certificar que ese delito se había perpetrado, determinar el móvil y las consecuencias y tratar de identificar al autor o autores.
En esta última tarea era en la que se empleaba mucho más tiempo y también una sustancia de la que ahora voy a hablar, pero para situarnos en el tiempo es necesario decir que esto sucedió hasta la época de los setenta. Luego cambió radicalmente.
Para identificar las huellas latentes que todas las personas vamos depositando en los lugares en los que tocamos, se empleaban fundamentalmente dos tipos de polvos: uno negro y otro blanco.
Al negro lo llamábamos Negro de humo y estaba hecho de huesos quemados, mezclados con otras sustancias muy pesadas.
El blanco era “la cerusa” o “albayalde” que no era otra cosa que carbonato de plomo. Un metal pesado, extremadamente peligroso que produce la grave enfermedad conocida como “saturnismo” y que se empleaba en varios usos, pero sobre todo en la fabricación de pinturas de todo tipo y en cosmética.
Pues bien, durante años y años, los policías destinados en los Gabinetes de Identificación estuvimos usando carbonato de plomo que tomábamos con un pincel de una cajita que contenía un polvo blanco muy denso, que rellenábamos de cuando en cuando. Con el pincel extendíamos el polvo sobre las superficies susceptibles de encontrar huellas, lo repasábamos y soplábamos el polvo sobrante, que volaba en el aire y se depositaba en nuestras manos, cara… y nos lo tragábamos.
En fin, un disparate que afortunadamente cambió cuando aquellos polvos fueron sustituidos por unas finísimas limaduras magnéticas mucho más útiles y efectivas y sobre todo, menos peligrosas.
Y por qué cuento esto, pues porque leyendo algo sobre la biografía de Goya, me llamó poderosamente la atención un cuadro en el que aparece el propio pintor, muy enfermo y el médico que le atiende; en los márgenes, en tonos muy oscuros aparecen unas caras que se identifican con la muerte, que espera recibir al enfermo. El cuadro se llama “Goya atendido por el doctor Arrieta”.
El protagonista presenta un feo aspecto: extremadamente pálido, cara desencajada, casi sin fuerzas para sostenerse, agarrado convulsivamente a las mantas que lo cubren. Parece entregado a su suerte, mientras su amigo, el doctor Eugenio García Arrieta, le mantiene incorporado y le hace beber una supuesta medicina, mientras le tiende su brazo izquierdo sobre el hombro del artista, en una actitud cariñosa y compasiva.
El cuadro se encuentra en la actualidad en Minneapolis, Estados Unidos, en el Instituto de Arte que es su propietario y en su parte inferior figura una anotación, supuestamente manuscrita por el autor que dice: “Goya agradecido a su amigo Arrieta: por el acierto y esmero con que le salvó la vida en su aguda y peligrosa enfermedad, padecida a fines del año 1819, a los setenta y tres años de edad. Lo pintó en 1820”
¿Qué grave enfermedad padeció Goya de la que fue salvado gracias a los cuidados de su amigo?
Como es natural, no se sabe con certeza y todo lo que sobre el tema se ha escrito es pura especulación que médicos, psicólogos, escritores y otras personalidades dedicadas a escudriñar en la historia, han compuesto.

Goya atendido por el doctor Arrieta

Por supuesto que hay variedad de interpretaciones, desde crisis psicótica, para la que el doctor le estaría dando una infusión tranquilizante, a la más grave y quizás más acertada: saturnismo.
Goya, igual que todos los pintores, usaba polvos de carbonato de plomo para componer sus pinturas al óleo y además tenía la costumbre de sujetar un pincel con la boca mientras pintaba con otro. Esto habría hecho, con el paso de los años, envenenarse progresivamente la sangre hasta el extremo de presentar la temida enfermedad, presagiada por los permanentes cólicos abdominales y otras dolencias gástricas que el artista padecía.
Años más tarde, otro sordo ilustre, Beethoven, también murió víctima de la intoxicación por plomo, como demostró el análisis que se hizo recientemente de un mechón de cabellos del músico que se salvó de la tala capilar a la que lo sometieron sus admiradores después de muerto.
Desde luego no parece que el músico pudiera tener mucho contacto con pinturas o con plomo, sin embargo, se descubrió que sentía verdadera pasión por las tencas y los lucios, pescados de río que se daban mucho en el Danubio, el cual se encuentra altamente contaminado del metal pesado. Precisamente el famoso vals de Strauss “Danubio Azul”, expresa la tonalidad azulada de las aguas del famoso río, teñidas de color “azul plomo”.
También se manejan otras hipótesis de las causas por la que altas concentraciones de plomo se encontraban en el cuerpo del músico, como la ingesta de aguas de un balneario al que acudía frecuentemente para aliviar sus dolencias, aunque fue prontamente descartada porque la enfermedad padecida no era hídrica.
La última alternativa es una larga secuencia de cataplasmas de jabón y plomo que su médico le aplicaba para combatir el edema pulmonar que padecía.
Sin análisis previos es muy difícil diagnosticar la enfermedad que acarreó la muerte de famosos siglos atrás, pero la ciencia avanza cada vez más y por la sintomatología se pueden sacar conclusiones bastante certeras, como en el caso del también pintor Vincent Van Gogh, que usaba profusión de “cerusa” para componer sus tonos amarillos. Y puede que la misma suerte corriera el español Mariano Fortuny, que murió prematuramente a la edad de treinta y seis años con los síntomas de haber padecido la temida intoxicación. Fortuny fue el pintor vivo más cotizado de su época.
El plomo es un metal mal visto en la actualidad, pero con enorme presencia hasta hace pocos años. Hasta las gasolinas llevaban altas concentraciones de plomo, como antidetonante.
Los tubos de pasta de diente eran de plomo. En mi casa, yo los iba guardando cuando se acababan y cuando tenía bastantes, los vendía en una chatarrería y obtenía buenas pesetas.
En aquel plomo se contenía una pasta que iba directamente a la boca y estuvimos así años y décadas y no nos pasó nada.
El plomo se empleaba en la imprenta para fundir los moldes de las letras y en las cristalerías, para hacer las famosas “vidrieras emplomadas” y en la construcción, pues la práctica totalidad de las tuberías eran de plomo que, por cierto, solían picarse con frecuencia y allá que venía al fontanero con la lamparilla y el estaño a reparar la fuga. Con plomo se hacían los adornos de rejas, cancelas y balcones y con plomo se reparaban los fondos de las sartenes consumidas por el fuego y el uso.
Y sin embargo, no nos ha pasado nada, o es que sí que hubo numerosas intoxicaciones que pasaban inadvertidas. No lo sabemos, pero yo puedo asegurar que ni en mi familia ni mi entorno ha habido ninguna muerte por esta causa.
Pero el artículo responde a otro título que nada tiene que ver con lo que se ha expuesto hasta ahora.
Cuando Goya fue nombrado pintor de la corte, se trasladó definitivamente a Madrid, pues antes había residido en diversas ciudades como Sevilla o Cádiz.
Allí, en el municipio entonces cercano a Madrid y actualmente absorbido por la capital, de Carabanchel Bajo, se compró una finca en la que vivía alejado de la corte en la que no se encontraba muy a gusto, dado su carácter liberal. Pero también para ocultar los amores que mantenía Leocadia Zorrilla, esposa de un conocido personaje madrileño.

Foto de la maqueta conservada en el Museo de Historia de Madrid

La quinta adquirió mucha fama porque en sus paredes pintó Goya los catorce murales que componen la conocida serie de Pinturas Negras, entre las que se encuentran Saturno devorando a sus hijos o el Duelo a Garrotazos, pero en realidad se trataba de una finca modesta y sin pretensiones, aislada y a unos trescientos metros del río Manzanares.
Ha pasado a la historia por sus murales y se la conoce como “La quinta del Sordo”, habiéndose creído siempre que recibía este nombre por la sordera del pintor, pero resulta que no es cierto. Cuando Goya la compró a un ciudadano llamado Pedro Marcelino Blanco, la finca ya se llamaba así y en este caso sí que debía su nombre a la sordera del anterior propietario.
Allí vivió Goya con su amante y una hija de esta, de la que muy posiblemente fuera el padre, pues la joven Rosario demostró un talento natural para la pintura.
Pero al terminar la etapa de Riego y el Trienio Liberal, el pintor comprendió que en España no estaría cómodo y se marchó a Burdeos donde falleció en abril de 1828.

La “Quinta de los Sordos” fue demolida después que sus murales se trasladasen a lienzos que se exhiben actualmente en el Museo del Prado.

2 comentarios:

  1. En mis correrías infantiles por el Almendral con mi escopeta de plomillos, yo al igual que muchos otros, los plomos los llevamos en la boca para poder recargar rápido, la toxicidad del plomo parece ser por los gases que desprende al calentarse, por eso las calderas de cobre utilizadas en las matanzas en su interior estaban estañadas. Me ha gustado mucho.

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