viernes, 24 de marzo de 2017

EL INFIERNO DE CABRERA



Mi primer destino en la Policía fue Palma de Mallorca. Yo, que venía de un pueblecito perdido en el sur de la Península, a donde el turismo no había llegado, quedé deslumbrado ante el abigarrado colorido de vestidos escotados, escuetos bikinis, rubias melenas y ojos verdes.
Allí, al que en aquella época no ligaba, le decían que estaba para irse a la isla de Cabrera. También te mandaban a Cabrera como frase despectiva ante cualquier desliz que hubieras tenido.
Yo no sabía qué significaba aquella frase y nunca lo pregunté, porque los que la repetían ,tampoco sabían muy bien qué significaba.
Cabrera es la mayor de los islotes que forman un archipiélago al sur de la isla de Mallorca. Debe su nombre a la cantidad de cabras que hubo en otro tiempo, pero ya no queda ninguna. La isla está deshabitada pero en el primer cuarto del siglo XIX tuvo una población importante, aunque es necesario explicar cómo se formó aquella concentración humana.
Todo empezó tras la primera derrota sufrida por la tropas de Napoleón, en Bailén, el 19 de julio de 1808.
Tras la batalla, entre los soldados que se rindieron y los que se hicieron prisioneros, se formó un contingente de unas dieciocho mil personas, incluidos desde generales, oficiales, suboficiales, soldados, paisanos que hacían funciones de abastecimiento y hasta las mujeres que acompañaban al ejército, con niños incluidos; unas eran esposas de los combatientes, otras desempeñaban oficios varios.
Los generales y algunos oficiales fueron entregados a los franceses por medio de algún intercambio, pero el grueso de prisioneros formó una interminable columna que puso rumbo sur, con dirección a la provincia de Cádiz.
El plan era embarcarlos en pontones y trasladarlos con buques ingleses, hasta diversos puertos de Francia, pero lo cierto es que durante la estancia en Cádiz, fueron dispersando a los prisioneros y la mayor parte de ellos fueron trasladados a Sanlúcar de Barrameda, otros permanecieron en Cádiz, hacinados a bordo de pontones y un contingente importante fueron trasladados a las Islas Canarias.
Resultaron ser los más afortunados; aunque abandonados en las islas, pronto consiguieron ir integrándose en la sociedad y la inmensa mayoría terminó su vida allí, totalmente diluidos entre los canarios.
La peor parte la llevaban los prisioneros embarcados en las pontonas fondeadas en aguas de la Bahía de Cádiz. Más de siete mil hombres y mujeres malvivían a bordo de aquellos extraños calabozos flotantes, en donde el hambre, las enfermedades y la promiscuidad eran los fantasmas que sobrevolaban las miserables vidas de aquellos desdichados.
La esperanza era que se produjera algún intercambio de prisioneros, o un rescate por precio, pero Napoleón y su estado mayor no estaba para perder tiempo en negociaciones estériles. No les importaba en absoluto la suerte de aquellos desgraciados, cuando estaban empezando a tener dificultades en los frentes europeos; y en la propia España, las cosas se les ponían más difíciles por días.
Desesperados, mal comiendo en una España que ya de por sí pasaba una hambruna atroz, aquellos prisioneros se fueron diezmando, a la vez que iban contagiando sus enfermedades a los carceleros y éstos, a la población militar y civil de Cádiz.
La situación se hacía insostenible por días, hasta que el gobernador militar de la ciudad optó por deshacerse de aquellos prisioneros, para lo que se pensó dejarles abandonados en alguna isla desierta y que se buscaran la vida como pudieran.
Y la isla tenía que ser desierta porque en Canarias había habido numerosos incidentes entre los desesperados soldados prisioneros y los habitantes de las islas, aunque, ciertamente, se fueron mitigando con el tiempo.
Así las cosas, remolcados por navíos ingleses y españoles, emprendieron aquellos pontones una travesía hacia el este. Se trataba de buscar por el Mediterráneo un lugar donde soltarlos.
La terrible escuadra que remolcaba nueve mil esqueletos, tuvo que soportar, además del hambre, las enfermedades y la sed, terribles tempestades en su ruta, llegando, por fin, a la isla de Mallorca, donde fondearon en la bahía de Palma. Pero las autoridades civiles y militares impidieron el desembarco de aquella tropa famélica y agresiva y se empezó a buscar un lugar en el que desembarcarlos.
Frente a las costas meridionales de Mallorca existe el pequeño archipiélago mencionado anteriormente y hacia allí se dirigió la tétrica flota.

Mapa de la época

De todas las islas que conforman aquella minúscula reunión, solamente Cabrera tiene superficie suficiente para albergar una población como aquella y con la promesa de enviarles provisiones periódicamente, el mando de la flota se dirige hacia la isla, un islote de apenas dieciséis kilómetros cuadrados con abundante vegetación silvestre y unas pocas cabras, de las innumerables que antes habían dado nombre a aquel trozo de tierra emergida.
Muchos han muerto por el camino y algunas mujeres han parido a sus hijos en aquellas infrahumanas condiciones.
Allí fueron desembarcados los supervivientes, se cree que unos nueve mil y soltados a su libre albedrío en la escueta isla.
Poco tardaron las pocas cabras que quedaban en ir a la olla para paliar el hambre con la que quedaban después del suministro
Éste se hacía cada cuatro días y se componía de escasos alimentos que alcanzaban a proporcionar una subsistencia hambrienta y desesperada.
Los más audaces comenzaron a recorrer la isla y descubrieron una cueva donde manaba un ridículo caño de agua. Las colas ante aquel chorrito de fresca agua eran permanentes e interminables.
La vegetación no era comestible y la fauna escasa: algún conejo, un ave, ratas y otros roedores. El mar circundante tampoco era pródigo.
Pero había sido una solución, dramática, pero al fin y al cabo solución al problema, alejándolo de la vista de todos. Allí, la vigilancia se hacía casi innecesaria y las autoridades españolas pensaban que los prisioneros debían dirimir sus cuitas entre ellos, pues para eso había oficiales de distinta graduación.
Sin saber la trascendencia que este tipo de concentración, tendría en un futuro, lo cierto es que aquella isla se convirtió en un campo de prisioneros.
Se van levantando cabañas usando piedras de antiquísimas construcciones y troncos de matorral en donde se van guareciendo por familias o por afinidades. Se van formando calles, e incluso se construye una especie de plaza central a la que se bautiza como Palais Royal.
Poco a poco va adquiriendo un nuevo perfil, primero cerca de la playa, más tarde ascendiendo por la ladera hasta que a alguien se le ocurrió la idea de bautizar a aquel poblado: Napoleónville, fue el nombre que le dieron. Aun esperaban que su emperador hiciera algo por aquellos desafortunados, pero cada día que pasaba menos espacio mantenían en la mente del dictador que veía cómo su sueño europeo se iba desmoronando.
Han pasado ya un año en cautividad cuando les llega la primera esperanza, aunque es solamente espiritual. El sacerdote español Damián Estelrich se hace cargo de la dirección espiritual de aquella abigarrada población, en donde cada día se va observando el grado de asilvestramiento que se está alcanzando en todos los órdenes de la vida.
El primer domingo se celebra una misa pero entre enfermos, heridos, descreídos y otros desesperados, la afluencia no es mucha. Pero el sacerdote inicia su labor de apostolado dando paz a los enfermos, enterrando a los muertos, que hasta entonces se incineraban, en un improvisado cementerio, bautizando a recién nacidos o absolviendo de pecados a quien deseara confesión.
La labor del cura parece ser importante, pues se van consiguiendo algunas mejoras, como llevarse a los enfermos a algunos hospitales de Palma, aumentar las raciones de agua y víveres.
Pero la evacuación de enfermos y heridos produce un efecto indeseado. Muchos se mutilan horriblemente con tal de salir de aquel infierno y los hospitales de Mallorca y de Mahón se colapsan y la población empieza a protestar de que las camas que a ellos les corresponden, las están ocupando prisioneros franceses.
Se ha negado que existiera canibalismo, pero es más que posible que se dieran casos de devorar cadáveres, ante la tremenda hambruna que se padecía y a veces se han relatado casos de comer sus propios excrementos.
También se cuenta que en cierta ocasión en que algún personaje desembarcó en la isla, mareado por el viaje, vomitó en la playa y más de un prisiones acudió presto a devorar aquella inmundicia.
Por supuesto que hubo intentos de fuga, algunos muy bien diseñados, aprovechando la llegada de la chalupa de los víveres, pero todas fueron abortadas por las cañoneras españolas que vigilaban aquellos islotes y que disparaban sin clemencia sobre los amotinados.
 Han muerto uno de cada tres de los que llegaron a la isla, pero se han ido recibiendo nuevos contingente y la población total ha superado las diez mil personas. Incluso algunos países aliados contra Napoleón, empiezan a enviar a sus prisioneros de guerra a aquella maldita isla.
No se sabe hasta cuantas personas pudieron coexistir en la isla, pero se fueron diezmando con rapidez y en 1814, tras cinco años de reclusión, quedaban solamente unas tres mil personas. Es el momento en el que les llega a libertad. Napoleón ha sido derrotado, ha dejado de reinar y en el trono de Francia hay un rey que se preocupa por su pueblo y manda a por aquellos desafortunados que, por fin, como una procesión de espectros, desembarcan en Marsella.
Han regresado del infierno. Una vergüenza pero no solamente para España, lo es también para Francia, Gran Bretaña y aquellas otras naciones que mandaron allí a sus prisioneros.

Sin quererlo, Cabrera se había convertido en el primer campo de concentración de la historia.

5 comentarios:

  1. Pepe, creo que en Villamartín también tuvieron presos franceses.

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  2. Es importante divulgar estas pequeñas grandes historias. Gracias por ello

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  3. Intersantísimo y certero artículo. Aunque no sea motivo de orgullo, ni mucho menos, no debemos olvidar que el trato de los prisioneros de guerra siempre ha dejado mucho de desear. Sólo cincuenta años más tarde, en la guerra civil norteamericana, los secesionistas crearon un gran campo de concentración donde hacinaron miles y miles de prisioneros y en el cual también se dieron casos de canibalismo. Creo que es algo lógico y normal que el bando que va perdiendo la guerra no dé buen trato a los prisioneros de guerra, por cuestión de indiferencia al tener otras cosas en las que pensar. Al que crea que España ganó la Guerra de la Independecia sólo habría que recordarle qué pasó con sus colonias. Un saludo.

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  4. Intersantísimo y certero artículo. Aunque no sea motivo de orgullo, ni mucho menos, no debemos olvidar que el trato de los prisioneros de guerra siempre ha dejado mucho de desear. Sólo cincuenta años más tarde, en la guerra civil norteamericana, los secesionistas crearon un gran campo de concentración donde hacinaron miles y miles de prisioneros y en el cual también se dieron casos de canibalismo. Creo que es algo lógico y normal que el bando que va perdiendo la guerra no dé buen trato a los prisioneros de guerra, por cuestión de indiferencia al tener otras cosas en las que pensar. Al que crea que España ganó la Guerra de la Independecia sólo habría que recordarle qué pasó con sus colonias. Un saludo.

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  5. Interesante, me ha gustado mucho y en cuanto al trato a los prisioneros, lo veo mas humano que el de no hacer prisioneros, matándolos; ya que, mientras haya vida, hay esperanza.

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