viernes, 10 de marzo de 2017

NUEVE AÑOS ANTES




Recuerdo que un profesor que tuve cuando estudiaba bachiller, un hombre cultísimo, nos comentó que el ataque japonés a la base de Pearl Harbor hacía sido la lógica consecuencia de la provocación que los Estados Unidos estaba realizando en el Pacífico, para tratar de conseguir lo que, con el ataque a la base, por fin había logrado.
Los EE.UU estaban deseando entrar en la II Guerra Mundial, se lo pedían los aliados, sobre todo los británicos, pero no recibía, por parte de las potencias del eje, la provocación previa a una declaración de guerra.
Alemania e Italia se guardaban muy mucho de molestar al gigante norteamericano, sabedores del desequilibrio que causaría la entrada en combate de aquel poderoso ejército.
Entonces, el gobierno norteamericano comenzó la campaña de provocación a Japón, su vecino en conflicto más cercano y así consiguió que la aviación nipona bombardease la base naval de Pearl  Harbor.
Así lo explicaba el profesor, pero obviaba dos cosas fundamentales. La primera es la imperiosa necesidad que tenían los nipones de aprovisionamiento; Japón es un país pequeño, diseminado en centenares de islas y con una sobrepoblación, insoportable como constante histórica, que ningún otro país desarrollado hubiese sido capaz de soportar.
Tenía que ampliar sus territorios así como sus fuentes de aprovisionamiento. Los EE.UU. no veían con buenos ojos aquel avance japonés por todo el Pacífico, ni cómo, después de la crisis del 29, les andaban comiendo terreno, aprovechando la afinidad de razas con el continente asiático.
Los norteamericanos cortaron los suministros fundamentales y sobre todo el petróleo de alto octanaje, fundamental para la aviación japonesa que estaba adquiriendo proporciones muy elevadas.
La segunda cosa que olvidaba, o que quizás entonces no se conocía, es que el ataque a la Base de Pearl Harbor se ajustó a un plan concebido y desarrollado hasta en sus más mínimos detalles, pero no por los japoneses, sino por los propios norteamericanos.
Era una historia antigua, tenía ya nueve años: enero de 1932, cuando una flota norteamericana compuesta por doscientos buques de guerra y aprovisionamiento, se concentró en aguas de California para desarrollar unas maniobras navales.
El objetivo era poner a prueba las defensas de la base naval de las Islas Hawái, Pearl Harbor.
Esta base está en un pequeño mar interior en la isla de Oahu, cerca de la capital del archipiélago, la famosa ciudad de Honolulú. A este mar interior, más bien una bahía dividida en dos senos, se accede por un canal natural, lo que confiere una enorme protección a la base que se aloja en su interior.
La maniobra naval era dirigida por el almirante Harry E. Yarnell, un prestigioso marino cuya extensa carrera militar iba desde la guerra Hispano-Norteamericana, hasta la II Guerra Mundial. En la guerra de Cuba, de 1898, había participado como oficial del acorazado Oregón y se retiró del servicio activo en 1944, cuando era jefe de la Sección Especial de la Oficina de Operaciones Navales, del Gobierno de EE.UU.
Yarnell además de avezado militar y marino, era un hombre de ideas muy claras y desde un principio supo que el futuro de la marina era combinarla con la aviación, lo que hacía conformar una fuerza con extraordinario poder, desplazable a cualquier parte del mundo y capaz de atacar directamente a las costas o al interior. También sabía el almirante que Pearl Harbor sería muy bien defendida ante un ataque naval, pero si el ataque era aéreo, las cosas podrían ser muy distintas.

Almirante Harry E. Yarnell

Así, aquellas maniobras se formularon bajo una doble vertiente. Parte de la escuadra atacaría la basa hawaiana y la otra parte, junto con los efectivos de la propia base, se encargaría de defenderla.
Se dividió la escuadra en dos flotas. La atacante estaba compuesta por los portaaviones: Lexinton y Saratoga, en el que Yarnell colocó la insignia de comandante de la flota.
A estos dos buque se unieron solamente cuatro cazatorpedos, con la finalidad de actuar como escoltas, mientras el grueso de la flota navegaba por separado.
Favorecidos por una densa niebla y un tiempo muy tormentoso que cerraba el horizonte a cualquier tipo de observación visual y en una época en que los radares no tenían la precisión que posteriormente llegarían a alcanzar, los portaaviones y los cazatorpedos fueron avanzando hasta situarse en una posición noreste con respecto a la base y a un día de navegación, mientras la flota que estaba preparada para la defensa de un ataque naval, no tenía a su vista a ninguna fuerza enemiga. Se le había confiado la defensa del canal de la bahía de Pearl Harbor, colocando una flotilla de submarinos dentro de la propia bahía, mientras en tierra se concentraba una división de marines con suficiente potencia artillera con baterías de costa y antiaéreas.
El seis de febrero de 1932 los portaaviones y su escolta navegaron a toda máquina, con la intención de que al día siguiente, domingo, estuvieran a unas sesenta millas de la costa, distancia que se consideraba ideal para iniciar el ataque.
Antes del amanecer, en un mar casi arbolado que presentaba grandes dificultades para maniobrar, ciento cincuenta y dos aviones, cazas y bombarderos, despegaron de las cubiertas del Lexinton y del Saratoga, sin que ninguno tuviese incidencia.
Agrupados en escuadrillas de vuelo, se acercaron en la misma dirección en la que, durante todo el invierno, soplan los vientos alisios, que chocan con la cordillera Koolau, que alcanza unos novecientos metros, y que los detiene, creando una nubosidad casi permanente.
Todos esos datos eran perfectamente conocido por el almirante Yarnell que supo aprovecharlos, ocultando a sus aviones entre las espesas nubes, de las que salieron a penas sin tiempo para preparar la defensa antiaérea.
Los cazas atacaron a la flotilla de aviones que estaban en tierra, mientras los bombarderos machacaban los buques atracados en puerto, las instalaciones militares estratégicas, las vías de comunicación y cuanto pudiera ser de interés para la defensa de la base.
El análisis crítico efectuado por el Estado Mayor era concluyente: de haber sido un ataque real, todo hubiese quedado en ruinas.
Algunas voces quisieron restar importancia a aquel desastre, atribuyendo al mal tiempo y a la sorpresa todo lo ocurrido, pero Yarnell tenía muy claro que esas dos circunstancias se pueden dar cientos de veces con idénticas condiciones.
Pero el gobierno norteamericano no hizo caso de la advertencia y las cosas siguieron prácticamente igual.


Fotografía desde un avión japonés al inicio del ataque

Unas semanas más tarde, en Tokio, también se reunía el estado mayor de la Armada Imperial para estudiar el ataque. Desde hacía meses tenían desplegada una camuflada red de espionaje que ocupaba todas las alturas boscosas de las montañas de la isla, mientras que unas decenas de barquitos de pesca pululaban en todo el perímetro isleño fingiendo que pescaban, aunque en realidad lo que hacía era transmitir información de todo lo que acontecía alrededor de la isla.
Cuando tuvieron las informaciones detalladas de todos sus observadores, realizaron un intenso estudio que les sirvió de base para futuras maniobras navales y sobre todo, para nueve años después.
Los japoneses vieron con total claridad que le llovía del cielo un plan de ataque perfectamente estudiado, con todos sus detalles, hasta las inclemencias y las constantes meteorológicas y lo conservaron como oro en paño, hasta que el sábado seis de diciembre de 1941 lo pusieron en práctica.
En la madrugada del domingo 7, despegaron de cuatro portaaviones, un numero de aviones similar al de la maniobra anterior y surgieron de las nubes como un enjambre de abejas destruyendo todo a su paso.
Cierto que los nipones encontraron mayores dificultades que los aviones de Yarnell, pues las defensas antiaéreas de la isla se habían reforzado y sobre todo, los medios de detección por radar había prosperado mucho y su calidad era muy superior a la de entonces.
Aún así, la destrucción de la base fue total, como en el simulacro anterior y las pérdidas japonesas reales muy similares a las habidas en las maniobras.
La experiencia adquirida en Pearl Harbor hizo cambiar el sentido de las flotas norteamericanas. Ya no eran los acorazados los principales buques, había que sustituirlos por los portaaviones, porque el futuro de la guerra naval, hasta la llegada de los misiles, sería la aviación.
Los japoneses, que desde muchos años venían cimentando su producción en la copia de otros productos, copiaron hasta el diseño de aquel ataque por sorpresa y traicionero.
Los Estados Unidos, en los que prevalecía una fuerte presión para no entrar en la guerra, cambiaron de opinión de la noche a la mañana y de inmediato se declaró la guerra al Imperio Japonés, con el beneplácito del manejable pueblo, aunque los sectores de población de predominio asiático, sufrieron las duras consecuencias de la venganza popular.

Tres días más tarde, Alemania e Italia declararon la guerra a los EE.UU, lo que satisfizo y mucho, a los aliados europeos que hasta entonces había contado con una ayuda bélica encubierta y que a partir de ese momento sería abierta y comprometida.

3 comentarios:

  1. Una interesante ampliación de un hecho historico que justifica el titulo de tu blog (una lupa sobre la historia).
    Tus magnificas investigaciones historicas,(autenticas lupas, microscopios diria yo sobre la historia) cada vez mas, me hacen pensar en ciertos paralelismos con los momentos en que vivimos y es que, quizas, no sea del todo cierto aquello de que "los pueblos que olvidan su historia estan condenados a repetirla" y lo msmo debiaramos sutituirlo por que nuestra desafrotunada humanidad, que olvida siempre su historia, desgraciadamente la repite. Y de ello tenemos sobradas muestras a lo largo de los siglos

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  2. Muy interesante en la aclaración de unos hechos que muchos pensábamos aunque manteniendo una duda razonable.

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  3. Buen artículo y buena labor de investigación que despejan las dudas sobre este hecho bélico e histórico....

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