jueves, 27 de abril de 2017

CONEJOS Y ESTORNINOS




Dice el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que una plaga es la aparición masiva y repentina de seres vivos de la misma especie que causan graves daños a poblaciones animales o vegetales, como la peste bubónica o la filoxera.
En una segunda acepción, define la plaga como calamidad grande que aflige a un pueblo.
No todas las plagas han sido obra de la naturaleza, muchas veces es la mano del hombre la que ha provocado una gran calamidad, queriendo intervenir en el curso natural de las cosas.
Eso pasó, por ejemplo, con el cangrejo de río americano, cuando se quiso repoblar los ríos españoles con esta especie, parecida a nuestro característico cangrejo, pero tan diferente, que acabó con la especie. Pasó con el eucalipto australiano que se puso de moda en caminos y parques y se plantó indiscriminadamente y ahora ha colonizado tanto el territorio que sus raíces causan graves daños en caminos, carreteras y viviendas.
Al fin y al cabo estas dos plagas pueden ser controlables, pero qué ocurre cuando se va de las manos; cuando no se puede controlar lo que en principio parecía una cosa fácil: un desastre, una verdadera calamidad. Como cuando se hace una barbacoa en el monte para diversión  de un grupo de amigos y se le descontrola el fuego extendiéndose hasta arrasarlo todo.
En el año 1859 en Australia no había ningún conejo. Su suelo estaba plagado de especies raras y únicas en el mundo, pero el común y vulgar conejo, no tenía un solo representante.
Los ranchos australianos eran inmensos, como lo es todo el continente y los granjeros dedicaban su tiempo libre a recorrer sus tierras acompañado de sus perros  para divertirse con la caza. Thomas Austin era un rico hacendado dueño de enormes terrenos que se divertía disparando a todo lo que se movía, pero echaba en falta la caza del suculento conejo, la liebre y la exquisita perdiz, que eran tan comunes en su Inglaterra natal.
Por eso, en 1859, mandó traer de Inglaterra una remesa de parejas de los tres animales y concretamente le llegaron setenta y dos perdices, cinco liebres y veinticuatro conejos, que soltó en sus tierras con la malsana intención de disfrutar luego matándolos en el dudoso deporte de la caza.
Lo que el señor Austin desconocía era la tremenda repercusión que su acción traería consigo.
Las perdices contaban con sus depredadores naturales que eran los reptiles y las rapaces, además de su escasa proliferación: una o dos camadas al año; las liebres quizás no se adaptaron bien al terreno, o la escasa población inicial no supuso un crecimiento anormal de la nueva especie, pero los conejos, con una alimentación abundante, sin depredadores naturales y con su extraordinaria proliferación, vinieron a constituir un problema de gran magnitud.
Efectivamente, una hembra de conejo alcanza su madurez sexual antes del año  y no entra en celo como las hembras de los otros mamíferos (igual que sucede con la mujer) y acepta la cópula con cualquier macho en todo momento, incluso estando preñada. Su periodo de gestación es de un mes, después del cual paren hasta catorce gazapos, a los que amamanta hasta que vuelve a parir.
En este ciclo que se puede repetir hasta siete veces al año, puede poner en el mundo más de treinta gazapos por término medio, teniendo en cuenta que la mortalidad en las primeras semanas es muy alta.



Retrato de Thomas Austin

Echando cuentas, nos encontramos que en el primer año pudieron nacer más de trescientos conejos, que si la mitad eran hembras y se reprodujeron al mismo ritmo, al finalizar el año ya habría cuatro mil quinientos y así, en progresión geométrica, bien alimentados y solamente abatidos por algún disparo del granjero Austin, en cinco años un millón y medio de conejos, moverían sus orejas en el suelo australiano sin otro temor que la puntería de los granjeros. El propio Austin había cazado veinte mil conejos en seis años, una cantidad insignificante para la población que había alcanzado.
Y se fueron extendiendo y reproduciendo y empezaron los problemas. Ya no había suficiente vegetación para millones de ejemplares y empezaron a entrar en huertas y sembrados, a horadar madrigueras en cualquier parte y a hacerse tan presentes que molestaban.
A principios del siglo XX el problema era tal, que en amplísimas zonas, la vegetación había sido arrasada, poniendo en peligro de extinción a otras especies animales herbívoras y llevando al limite de desertización lo que antes eran extensas praderas y afectando, sobre todo, a la cabaña ovina, principal fuente de ingreso ganadera.
Para evitar que su desplazamiento demográfico invadiera todo el continente se incentivó la caza del roedor, distribuyendo trampas, venenos, armas y munición hasta el extremo de hacerse capturas como la que se refleja en la fotografía que se expone más abajo.
Pero todo fue inútil y hacia 1887, aunque se llevaban abatidos veinte millones de conejos, la reducción  e la población era insuficiente y los pastos y huertos seguían estando en peligro.
Se ha calculado que la población de conejos llegó en los años veinte del siglo pasado, a los diez mil millones de individuos, cifra, desde luego, harto difícil de calcular.
Entre medio, se intentó todo, desde cercarlos, con una valla de metro ochenta de alto y más de cinco mil kilómetros, que los conejos salvaban sin ninguna dificultad construyendo túneles, hasta lo que, por fin, se mostró eficaz: la guerra bacteriológica.
En este caso, vírica, pues se usó un virus originario de Sudamérica, llamado “mixoma”, que produce la enfermedad conocida como “mixomatosis” que se trasmite por las pulgas y los mosquitos.
En pocos años, la enfermedad mató seiscientos millones de conejos, pero el daño causado a la cabaña ovina, a las otras especies herbívoras autóctonas y a la agricultura en general, fue irreparable.

Cacería de conejos

La otra plaga de la que va a tratar este artículo es mucho más refinada, más culta, podríamos decir.
Como hay gente para todo, alguien, no sabemos quien, se dedicó a la tarea tan improductiva como innecesaria de contar todas las especies de aves que se mencionan en las obras de Shakespeare. Algo trascendental, como el lector podrá apreciar y se llegó a la conclusión de que eran exactamente sesenta especies de aves entre búhos, alondras, cormoranes, ruiseñores, cuervos, pardillos… y estorninos.
Sesenta especies, que se dice pronto, incluso para Eugene Schieffelin, un neoyorkino, fanático de la obra de Shakespeare hasta extremos insospechados, que quiso tener volando en su ciudad y en su país todas aquellas aves mencionadas por su idolatrado dramaturgo y comenzó a hacer un recuento de las que ya se hallaban presente en los cielos de los Estados Unidos.
Casi todas vivían en tierras americanas, menos los estorninos, unos pájaros gregarios que forman sincronizadas y bellísimas figuras en el aire, cuando vuelan por millares, buscando sus lugares donde dormir.
Corría el año 1890 cuando el tal Eugene soltó en Central Park de Nueva York, sesenta estorninos, con la idea de que se reprodujeran. Un año después soltó otros cuarenta.
Intentó lo mismo con otras especies, pero no consiguió que se reprodujeran, ya por las condiciones climáticas, ya por la presión de los depredadores; lo cierto es que alondras y ruiseñores se quedaban fuera de la lista shakesperiana.
No sabía este señor que su amor por la literatura traería tantos quebraderos de cabeza a toda una nación.
Los estorninos se reprodujeron con suma facilidad y se adaptaron perfectamente al entorno y el hecho de volar en grupos los protegía de sus potenciales depredadores.
Pronto, enormes bandadas de estos bellos pájaros, se veían en los cielos de Nueva York y en muy poco tiempo en todos los alrededores; unos años después, en los estados limítrofes y por fin, desde Alaska hasta Méjico.
Con una inspiración tan literaria, era difícil que nadie se hubiera opuesto al proyecto, o que, en unos primeros momentos, hubiese tratado de controlar aquella invasión, pero décadas después, más de seiscientos millones de estorninos devoraban cada día el doble de su propio peso, esquilmando huertas, cultivos de cereales, frutas y cuanto se pusiese al alcance de su pico, incluso basura si escasean otros alimentos.

   

Dos bellas formaciones de bandadas de estorninos

Propietarios de granjas empezaron a quejarse y a alejar los molestos pájaros de sus tierras a base de escopetazos, algunos con un sistema de cohetería secuenciada que conseguía a medias su propósito.
Se empezaron a utilizar rapaces como halcones, milanos, azores, etc., que conseguían desplazarlos de zonas muy concretas, como los aeropuertos, en donde empezaban a constituir un enorme peligro. La mayor catástrofe aérea protagonizada por aves, fue precisamente por una bandada de estorninos que el cuatro de octubre de 1960, se introdujo en los motores de un avión que despegaba del aeropuerto de Boston, causando un accidente en la que murieron sesenta y dos personas.
Pero no es esa la única problemática ciudadana que presentan estas aves, que suelen concentrarse en los lugares de dormidas produciendo con sus cantos un ruido infernal que dificulta el descanso de quien tiene la poca fortuna de tener cerca de sus casas árboles altos y frondosos, en los que suelen pernoctar.
No menos desesperación producen en los propietarios de vehículos que encuentran cada mañana una sorpresa.

Defecaciones de los estorninos

Actualmente se cree que la población ha disminuido y solamente alcanza a unos doscientos millones de pájaros, lo que supondría uno por cada ciudadano de los Estados Unidos.

Uno, por uno, otra curiosidad y es que el estornino se menciona en las obras de Shakespeare ¡en una sola ocasión!, concretamente, en el drama “Enrique IV”.

3 comentarios:

  1. Conocía el problema de los conejos de Australia, pero no la forma de producirse la plaga de estorninos en EE.UU.

    ResponderEliminar
  2. Y con los siluros de mequinenza, que ahora dan de comer al pueblo.

    ResponderEliminar
  3. La plaga de estorninos la he conocido de niño en Extremadura así como la de saltamontes...

    ResponderEliminar