viernes, 19 de mayo de 2017

UNA CRUZ DE IDA Y VUELTA




El día tres de mayo de 1232, Federico II, rey de Sicilia, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y a la sazón cruzado por orden del papa Honorio III, conquistaba nuevamente y por última vez Jerusalén, donde años antes ya se había coronado rey.
Para cumplir con el protocolo y la tradición religiosa, se impuso sobre el rey la cruz pectoral del obispo Roberto, primer obispo de Jerusalén, de la que se decía estaba confeccionada con la madera de la cruz en la que murió Jesucristo.
El supuesto madero sagrado fue encontrado por Santa Elena, la madre del emperador Constantino, en su visita a Jerusalén en el siglo IV.
Ese mismo día y a muchos kilómetros de allí, en Caravaca, población cercana a Murcia, ocurriría, según dice la leyenda, un hecho insólito, misterioso y milagroso a la vez.
En el trono del reino taifa de Murcia se sentaba Ceyt Abu Ceyt, el cual acaba de lograr una victoria sobre los cristianos, entre los que había hecho numerosos prisioneros. Con intención de dedicar cada uno de ellos a la profesión que tuviere y sacarle así más provecho, se hallaba con su corte interrogando a cada uno de aquellos cristianos, cuando le llegó el turno a uno que dijo llamarse Ginés Pérez Chirino y que su profesión era la de sacerdote misionero.
Le preguntó el rey qué sabía hacer y el sacerdote respondió que decía misas, administraba los sacramentos y proclamaba la palabra de Dios.
Quiso entonces el rey saber cómo era una misa y pidió a Ginés que la celebrara a lo que éste respondió que no tenía ningún inconveniente, siempre que contara con los elementos necesarios.
Conseguidos éstos, se dispuso a iniciar la celebración cuando observó que faltaba lo más esencial: el crucifijo que debía presidir el altar. En ese momento, descendieron desde los cielos dos ángeles y depositaron sobre el altar, una cruz de dos brazos.
Ante tal prodigio, el rey Ceyt y toda su corte se convirtieron al cristianismo.
Ciertamente que yo también me habría convertido de haber presenciado un prodigio semejante, pero me caben algunas dudas sobre la posibilidad de que esta leyenda tenga algún viso de realidad, aunque hay un hecho cierto y es que por la época, había en la región varios reyezuelos, uno de los cuales es llamado en la historia como Zey Abuzey, nombre de similar fonación al de la leyenda, que se convirtió al cristianismo adoptando el nombre de Vicente Bellvis.
A raíz de tan milagroso acontecimiento, el pueblo cambió su nombre y desde entonces se llama Caravaca de la Cruz.
Como es natural no existe documentación alguna que avale este milagro, aunque sí testimonios como el de fray Gil de Zamora, cronista de Fernando III El Santo, cuando años más tarde tomó posesión de aquellos territorios, por vasallaje que el entonces rey de la taifa de Murcia, ofreció a su abuelo Fernando II, para que lo defendiera de otros reyezuelos almohades.
Desde entonces, la Vera Cruz de Caravaca se guardó en un relicario, en la fortaleza-santuario situada sobre un montículo que domina la ciudad.

Santuario-fortaleza de Caravaca

En principio, la custodia de aquella cruz fue concedida a los caballeros Templarios que de forma muy eficiente contribuían al mantenimiento de las fronteras con Al-Andalus, pero aproximadamente medio siglo más tarde, al abandonar la zona los del Temple, le fue concedida a los caballeros de la orden de Santiago.
Partiendo de la base de que la aparición de la Vera Cruz, de la forma en que se ha relatado no se la cree ni el que inventó la leyenda, existen varias teorías acerca de cómo y por qué se encuentra allí tan extraordinario objeto de culto.
En los siglos XII y XIII, la frontera del poderoso reino de Castilla y León, con el reino andalusí de Granada, se renueva con el vasallaje del rey taifa de Murcia produciendo una situación de poder castellano-leonés frente a los musulmanes. Esto hizo que muchas órdenes militares se dirigieran a la zona, para guerrear contra los almohades y entre todas ellas, la más poderosa, la de los templarios que venían precisamente de Jerusalén, de la Sexta Cruzada y que acompañaban al rey aragonés Jaime I, El Conquistador.
Es alrededor de 1244 cundo aparece en Caravaca, un trozo de madera, un  “lignum crucis” del que se dice es parte del madero en el que crucificaron a Jesús.
Esta reliquia actúa de poderoso imán atrayendo no solo a peregrinos, sino a gentes de guerra, con las que se refuerzan las fronteras.
Es más que posible que fueran los propios templarios, a los que no en balde se le asignó la custodia de la reliquia, los que trajesen de Tierra Santa aquellas astillas.
Qué duda cabe que la cristiandad estaba necesitada de estímulos que propiciasen el incremento de la fe, muy maltrecha, no solamente por los escándalos del papado y del clero en general, sino por la certidumbre de que Dios no estaba muy al lado de su Iglesia, pues había permitido que se perdiera el reino de Palestina a manos de los sarracenos.
Por tanto, la veneración de aquellas astillas que se guardaron en una cruz de dos brazos, vino muy bien para incrementar la fe religiosa del momento y de inmediato la Iglesia concedió un reconocimiento oficial hacia aquella Cruz y su veneración.

Cruz de Caravaca actual


Eso hizo que órdenes religiosas como franciscanos, jesuitas, jerónimos y hasta San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús fundaran allí conventos.
Es entre los siglos XVI y XVII, cuando se conceden jubileos especiales a los peregrinos de la Vera Cruz, cosa de trascendental importancia pues en todo el orbe cristiano solo hay cinco lugares jubilares: Roma, Jerusalén, Santiago, Santo Toribio de Liébana y Caravaca de la Cruz.
Por cierto que se dice que el trozo más grande de “lignum crucis”, es precisamente el de Santo Toribio.
Y hasta aquí la importancia que la Vera Cruz de Caravaca tiene para la cristiandad y cómo fue su viaje de ida, pero lo curioso del caso es que si misterio hubo en este primer viaje, misterio hubo en el de vuelta, pero vamos por partes.
La reliquia de Caravaca se conserva en el santuario que ya hemos visto y dentro de un sagrario; no es expuesta al público nada más que en horas de día. Antes de caer la noche el capellán debe retirar la Cruz de su emplazamiento para la veneración pública y guardarla en los aposentos interiores, dentro de un sagrario de plata.
Pero la noche del doce al trece de febrero de 1934, martes de carnaval y por tanto vísperas del Miércoles de Ceniza, al capellán, Ildefonso Ramírez Alonso, se le olvidó guardar la reliquia y por una casualidad, como la de su aparición, persona o personas extrañas, aquella misma noche, hicieron un agujero en la puerta lateral del santuario, que puede verse en la fotografía de arriba y penetrando en el mismo sustrajeron el preciado tesoro.
Nada consiguió la investigación que se llevó a cabo, pues ningún vestigio o huella delataba la presencia de unos ladrones que habían despreciado todas las joyas que en el santuario se guardaban, para llevarse únicamente la reliquia.
Unas herramientas, al parecer poco apropiadas para violentar la puerta, aparecieron abandonadas junto a ésta y un fino bramante, parecía indicar que los autores se habían descolgado de la muralla por aquel lugar, pero nada parecía dar pistas sobre lo que realmente había ocurrido.

Las herramientas empleadas y el agujero practicado en la puerta lateral

Ni vecinos, ni moradores del santuario, vieron ni oyeron nada desde las ocho de la tarde a las seis de la mañana del día siguiente, en la que se abría normalmente el santuario.
Las investigaciones judiciales no condujeron a nada y el sumario quedó estancado. Se ofreció una recompensa de veinte mil pesetas a quien devolviera la Cruz o aportara datos sobre su paradero y se sabe que la recompensa fue cobrada por alguien, pero la Cruz siguió sin aparecer.
En esto vino la guerra y nadie volvió a hablar del suceso, salvo los doloridos vecinos de Caravaca que sentían haber perdido su sagrada reliquia.
En los primeros días de agosto de 1941 el abogado Manuel Martínez Alcaina anunció que estaba a punto de descubrir quien había sido el autor del hecho. Aquella declaración levantó un tremendo revuelo, pero el día doce de ese mismo mes, a las tres de la tarde, cuando el abogado iba para su domicilio, en plena calle, fue asesinado a tiros por José Luelmo Asensio, hermano del entonces alcalde de la ciudad.
Ni en la investigación ni en el posterior juicio se logró saber nada más sobre aquella muerte, ni que relación tuvo con la desaparición de la Cruz. El abogado y su asesino se llevaron el secreto a la tumba.
¿Qué ocurrió entonces con la sagrada Cruz?
Según el juez militar que se hizo cargo de la continuación del sumario, Francisco Redondo Pérez, la tarde del trece de febrero de 1934, un grupo de personas conocidas de la localidad se personaron en el santuario, donde los esperaba el capellán que les entregó la reliquia, sin que fuera necesario ningún tipo de violencia.
Dado el momento político por el que se atravesaba, no queda muy clara la intencionalidad de esta acción y no se sabe si la ocultación fue para preservar la reliquia de las muchas barbaridades que se estaban cometiendo contra lo sagrado, o si fue sencillamente para destruirla. Lo cierto es que tal como llegó se fue.

Pero no se preocupen los creyentes, porque el papa Pío XII, ante las súplicas del obispo de Murcia, le envió un trozo del mismo madero descubierto por Santa Elena y por suscripción popular se construyó un nuevo relicario en el que se guardó la astilla, que es el que hoy se venera.

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