viernes, 26 de mayo de 2017

LOS VIAJES DE SINDULFO



Qué pena de país el nuestro!; no se tiene respeto por nadie, ni científico, ni literato, ni erudito, ni artista, ni políticos, aunque sean serios y honrados.
Aquí tenemos que ser “okupas”, gays, lesbianas, transexuales y demás "exquisiteces", para que merezcamos todo el respeto; pero si somos persona normal, incluso si destacamos por nuestra inteligencia, o por nuestra preparación en cualquier rama del saber, entonces no seremos digno de ningún respeto. El olvido y el desconocimiento serán los únicos atributos que condecoren a estas personas
Así estamos, que tenemos que hacer un terrible esfuerzo para reconocer la valía de nuestros compatriotas que están destacando en numerosas ramas del saber, pero que se han tenido que marchar de España para triunfar.
Es posible que el Siglo XIX tenga mucha culpa de lo que ahora nos está ocurriendo; eso de “que inventen ellos” nos hizo un daño irreparable: no nos subimos al carro de la revolución industrial, sino que continuamos deslomándonos de sol a sol y, más aún, matándonos entre nosotros como perros rabiosos por un ponme aquí a este rey,  cuando ya todo el mundo civilizado se había dado cuenta que las cosas iban por otros derroteros. Nos alejamos definitivamente del tren que pasaba por nuestras puertas y al que se iban subiendo todos los países de nuestro entorno. Pero quizás lo que más daño hace a nuestro respeto, es la envidia y la escasa capacidad que tenemos a la hora de reconocer los verdaderos méritos de nuestros compatriotas.
Cuando Julio Verne escribió Veinte mil leguas de viaje submarino, y empezó a publicarlo por fascículos, como entonces era costumbre, hacía once años que Monturiol, el insigne inventor gerundense, había construido su “Ictíneo”, un buque sumergible de madera, para recoger corales del fondo del mar, con el que realizó sesenta y nueve inmersiones sin ningún incidente. Este sumergible fue el primer buque no bélico capaz de navegar bajo la superficie, hasta una profundidad de treinta metros.
Pero todos parecen haberlo olvidado y Verne se presenta como un adelantado a su tiempo con la invención de una máquina capaz de navegar sumergida, claro que la adorna con una serie de detalles que hacen la delicia del lector.
El “Ictíneo” permaneció arrumbado en el puerto de Barcelona hasta que el tiempo dio cuenta de él.
Igual suerte corrió el sumergible de Isaac Peral, que después de haber superado todas las pruebas de mar, se pudría en el Arsenal de La Carraca, en  San Fernando, con amenaza de desguace, hasta que en 1929 fue remolcado a Cartagena, donde está colocado en tierra, frente a la entrada de la Base de Submarinos que la Armada tiene en aquella ciudad.
Si Enrique Gaspar y Rimbau hubiera nacido en Londres, en París o en Nueva York, en vez de en Madrid, hoy sería mundialmente reconocido, no solamente por su creación literaria, sino por lo aventajado que fue a su época. Y lo triste es que resulta una persona casi desconocida, por no decir que completamente ignorada por el gran público.
Nació Gaspar y Rimbau el dos de marzo de 1842, en Madrid. Hijo de padres actores, destacó desde muy joven en la creación literaria y fue escritor de novelas, obras de teatro, zarzuelas y entre medias, diplomático de carrera.
Con trece años escribió su primera zarzuela y dos años después, su propia madre protagonizaba la primera comedia salida de su pluma: Corregir al que yerra.
Recién alcanzada la mayoría de edad se trasladó a Madrid, donde empezó a publicar numerosos artículos, narraciones y poesías en los principales periódicos y revistas de la capital, como Blanco y Negro, La Época o La Ilustración Española; al mismo tiempo que lo intercalaba con su producción literaria de más entidad, sobre todo de comedias en prosa y verso que estrenaba con éxito.
Con veintisiete años, ya casado con una aristócrata cuya familia jamás lo aceptó y con un hijo, ingresó en la carrera diplomática y viajó constantemente por Europa y Asia, sin dejar en ningún momento de escribir.
Su producción literaria es inmensa y está plagada de ironía, sátira y crítica social, aunque nunca perdió el estilo elegante y el buen gusto que lo caracterizaba. No tenía aspiraciones literarias y no cultivó la escritura como un arte, sino como un vehículo para contar historias.

Daguerrotipo de Enrique Gaspar y Rimbau

Si toda su obra debería ser más conocida y apreciada, sobre una parte muy concreta de su producción pesa un lastre que no tiene explicación.
En 1887 publicó, en Barcelona, la que sería su obra cumbre “El Anacronópete” que había escrito en 1881 y cuyo título es una especie de acrónimo, invención del autor, que conjuga palabras griegas que querrían decir: volar hacia atrás en el tiempo.
Su protagonista es don Sindulfo García, un científico adinerado, que dedica toda su fortuna a la ciencia y al que una simple sirvienta le abre los ojos sobre los viajes en el tiempo.
Desde ese momento dedica toda su atención y su dinero a construir, en el pueblo de Pinto, cerca de Madrid, su máquina para viajar en el tiempo, el “Anacronópete”, que una vez terminado, desmonta por piezas y traslada a París, en donde se va a celebrar una Exposición Universal.
Allí presenta su invento ante una ciudad que ante la extraordinaria noticia de que se puede viajar en el tiempo, ha colapsado el Auditorio donde el gran Sindulfo explicará en qué consiste el viaje en el tiempo; el Campo de Marte, en donde se exhibe su invento preparado para viajar y todas las alturas de la capital francesa, que en aquel momento se había convertido en la capital del mundo, desde las que se pudiera divisar el acontecimiento.
Dice don SIndulfo en la novela, que me he leído a marchas forzadas para escribir este artículo, que su máquina para viajar el tiempo es como un arca de Noé que utiliza energía eléctrica para desplazarse en la atmósfera girando a velocidad vertiginosa en el sentido contrario a la rotación de la Tierra, con lo cual “retrograda” el tiempo y camina hacia el pasado a una velocidad de un año cada tres minutos.
Para evitar que la marcha atrás pueda afectar a la edad de las personas que la máquina transporta, Sindulfo ha inventado un gas que deja inalterable los cuerpos: el gas García, apellido del inventor.
Bueno, la novela viene a ser una sarta de divertidas situaciones, casi todas disparatadas pero que conducen a un fin común: viajar en el tiempo, pero no intervenir en ningún acontecimiento que pueda variar el curso de la historia. Sindulfo tiene bien claro que solamente pueden ser testigos presenciales, en contra de la opinión de Benjamín, su ayudante que quiere intervenir hasta en la batalla del Guadalete e impedir que los moros se adueñen de España.

Dibujo del “Anacronópete”, parecido al Arca de Noé

Para cualquier amante de la literatura de ficción, el inventor de los viajes en el tiempo es el británico H.G. Wells, biólogo, escritor, historiador y filósofo que en 1895 publicó su obra, de inmediato éxito, “La Máquina del tiempo”.
Pero al contrario que Sindulfo, que explica minuciosamente cada detalle de su extraordinaria máquina, Wells hace una descripción muy superficial que producen incertidumbre en quien lo lee y que solamente saca en claro que existe una cuarta dimensión, por la que se desplaza el artilugio.
Pues bien, con esta obra, mundialmente reconocida como la iniciadora de los viajes en el tiempo, inaugura Wells una etapa que ya había sido inaugurada catorce años antes por nuestro compatriota, sin que nadie se haya molestado en reivindicar el honor de haber sido el primero en pisar el escurridizo terreno de los viajes en el tiempo.
Además, su forma de resolver el viaje hacia atrás en el calendario, ha sido copiado si no recuerdo mal, en la primera película de “Superman”, cuando el héroe, para salvar a su chica de la muerte por la destrucción de una presa, vuela vertiginosamente en sentido contrario a la rotación de la Tierra, para atrasar el tiempo, lo mismo que la nave de Sindulfo.
 No cabe duda de que Gaspar y Rimbau intuyó el viaje en el tiempo antes de que Wells lo hubiera hecho, y no un día ni dos, sino la friolera de catorce años, por lo que de corresponderle a alguien la paternidad de la idea, sería para nuestro don Enrique.

Seguro que si hubiera sido inglés o francés, se le reconocería como el inventor de un género literario que tantos gratos momentos ha dado y sigue dando a sus amantes, además de que, por añadidura, se conocerían las otras producciones literarias del insigne escritor, hasta ahora a resguardo de la inmortalidad en el baúl del olvido.

2 comentarios:

  1. Comisario
    magnifico relato, desde luego que no hay por donde cogernos ¡¡¡
    somos los mas tontos del Universo ¡¡¡

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  2. Los peores detractores que ha tenido España siempre han sido españoles. Lo nuestro ignorado y lo de fuera ensalzado.

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