Si en la
convulsa Italia medieval hay un personaje verdaderamente insólito, es una
mujer: Catalina Sforza, conocida
como “La diablesa roja” y “La virago cruelísima”.
Tradicionalmente
el papel de la mujer durante toda la Edad Media y buena parte de la Moderna,
estaba circunscrito a unas pocas actividades, como el matrimonio, el convento,
la brujería y la prostitución, sin embargo ha habido notables excepciones y una
de ellas es la mujer que protagoniza esta historia.
Nació
Catalina en 1462 en la ciudad de Milán, gobernada por la poderosa familia
Sforza, que en aquel momento dirigía el famoso Ludovico, apodado El Moro. Era hija bastarda de un hermano
de éste, Galeazzo María Sforza y de su amante, Lucrecia Landriani, esposa de
Gian Pero Landriano, amigo íntimo de Galeazzo al que no debía molestarle
demasiado los adornos que su esposa le ponía con su mejor amigo, pues la pareja
de amantes tuvieron otros dos hijos más.
Aun cuando
hija ilegítima, fue reconocida por su padre que, nombrado duque de Milán, se la
llevó a vivir con él, ofreciéndole una esmerada educación.
En la corte
milanesa, la acogió su abuela y más tarde la esposa de su padre, Bona de
Saboya. Estas dos mujeres influyeron poderosamente en el carácter de la joven
Catalina.
Con solo diez
años y tal como era costumbre, fue prometida en matrimonio a Girolamo Riario,
sobrino del papa Sixto IV, que era veinte años mayor que ella. Cuatro años más
tarde, apenas cumplidos los catorce, se consumó el matrimonio.
Estaba el papa Sixto tan
contento con
aquel matrimonio que lo emparentaba con la familia Sforza, que compró el
señoría de Imola, al sur de Bolonia, que actualmente es famosa por el circuito
de velocidad dedicado a la marca Ferrari y que regaló al matrimonio.
Más tarde,
no contento con el regalo hecho a su sobrino, el papa compró otro señorío, el
de Fiorli, al sur de Milán y los convirtió en condes.
Con estas
posesiones y con el respaldo de ambas familias, se trasladaron a Roma, a la
corte vaticana, en donde Catalina destacó prontamente, tanto por su
extraordinaria belleza, su pelo rojo y su atractiva figura, como por su astucia
política y sus conocimientos militares.
Catalina
Sforza
Rápidamente
adquirió fama de magnífica intermediaria entre el papa y los señores feudales
que gobernaban la península italiana. Cuando llevaban nueve años de matrimonio
Catalina tuvo su sexto hijo, pero no por ello eran un matrimonio bien avenido,
pues Girolamo, el marido, era un hombre infiel por naturaleza, y la bella
esposa hubo de soportar innumerables infelicidades.
En 1484
falleció el papa, su tío político y benefactor y la vida del matrimonio Riario
cambió radicalmente. En primer lugar, tras la muerte del papa se desató en Roma
una oleada de saqueos, asaltos y desordenes, mientras la curia vaticana debatía
sobre el cónclave a celebrar y el nombramiento del nuevo pontífice.
Uno de los
palacios saqueados fue, precisamente, el del matrimonio y lo que es peor, los
cardenales reunidos querían recuperar todas las posesiones que Sixto IV había
dispendiado, entre las que se encontraban las de los Riario.
Ante la
pasividad del esposo, Catalina, decidida a hacerse valer, tomó un puñado de
soldados, posiblemente contratados al efecto a algún condotiero y se dirigió al
castillo de Sant’Angelo, refugio curial en tiempos de guerra y antes de que
nadie pudiera impedirlo, tomaron la fortaleza por asalto, secuestrando a toda
la curia y amenazándolos si no se avenían a sus peticiones. Tenía veintiún años
y estaba embarazada de siete meses, pero nada fue obstáculo para su decisión.
La curia
accedió a que mantuvieran sus posesiones, una fuerte indemnización por los
daños en su palacio y el nombramiento de Girolamo como capitán general de los
ejércitos pontificios.
El nuevo
papa, Inocencio VIII, pertenecía a una familia enemistada de antiguo con los
Sforza y los Riario, por lo que las cosas empezaron a ponerse feas.
Retirados en
sus posesiones y cortados todos los puentes con el poder de Roma, el matrimonio
sobrevivía penosamente, soportando conjuras y amenazas, hasta que a finales de
1485, Girolamo fue asesinado y Catalina y sus hijos hechos prisioneros.
Nuevamente
salió a relucir el carácter de la dama, la cual, al tener conocimiento de que
una fortaleza de su señorío llamada Rivaldino, se resistía a rendirse a los
conjurados, convenció a sus captores de que la dejaran persuadir a la
guarnición para que depusiera su actitud.
Los
conjurados, a los que encabezaba un hijo ilegítimo del papa, cedieron a su
petición, si bien se quedaron con los hijos como rehenes.
Una vez en
la fortaleza, Catalina que no tenía otra intención que la de capitanear la
resistencia, dispuso lo necesario para soportar el asedio. Al comprender su
error los conjurados, amenazaron con matar a los pequeños y ahí se produce un
hecho legendario que no se sabe si es cierto o es simplemente una leyenda, al
estilo de lo de Guzmán el Bueno. Dicen que Catalina subió al torreón de la
fortaleza y alzándose las ropas mostró a los atacantes sus desnudeces, mientras
poniendo su mano sobre el pubis les hacía que poseía lo necesario para hacer
mas hijos (Ho con me lo stampo per farne
degli altri).
No es fácil
que se hubiese salido con la suya de no ser por los refuerzos que envió su tío,
Ludovico el Moro, con los que derrotaron a los conjurados y restituyeron el
orden.
Tras recobrar
sus posesiones, gobernó Imola y Forlí, como regente de su hijo mayor y
heredero, demostrando también en esta faceta su buen hacer y consiguiendo el
beneplácito de su pueblo.
Como todo en
la vida Catalina se lo tomaba con apasionamiento, en el amor, también fue una
mujer apasionada.
No se sabe
si tuvo algún desliz durante su matrimonio, pero es más que posible, dado su
carácter y las infidelidades de su esposo, al que es casi seguro que le pagaría
con la misma moneda. El mismo año de su muerte y cuando ella tenía veinticinco
años, se casó en secreto con Giacomo Feo, de diecinueve y que por cierto nada
tenía que ver con su apellido pues era un bello joven y con el que tuvo un
único hijo, Carlo. Pero Giacomo era un joven malvado y cruel, incluso con los
hijos de Catalina y muy pronto se ganó la enemistad del pueblo de Forli, hasta
el punto de que el veintisiete de agosto de 1495 fue asesinado en una nueva
conjura delante de su esposa.
La venganza
que Catalina tomó sobre los culpables, fue terrible y recayó incluso sobre sus
familias. Torturó y mató a numerosas personas, muchas de ellas inocentes. Esta
lamentable acción le trajo desagradables consecuencias, pues nunca más volvió a
recuperar el afecto de su pueblo.
Pero
Catalina se rehacía pronto y un año después conoció a Giovanni de Medici, del
que se enamoró perdidamente y con el que se casó y tuvo un hijo que se
convirtió en uno de los mayores héroes y de los últimos condotiero de la
historia italiana de la época: Giovanni dalle Bande Nere (Juan de las Bandas Negras). Las Bandas Negras era una compañía e
soldados mercenarios que formó el propio Giovanni y guerreando con la cual,
murió al gangrenársele una herida en un muslo.
A Catalina
los maridos le duraban poco y éste murió también un año más tarde, aunque de
enfermedad común.
En 1499 se
enfrentó a la liga que formaban el papa Alejandro VI y el rey francés Luís XII,
que quería desposeerla de sus dominios. Enrocada en su fortaleza de Ravaldino,
se dispuso a soportar el asedio de la liga pontificia, que había mandado a
César Borgia, hijo del papa, al frente del ejército conjunto. Su cabeza tenía
un precio: diez mil ducados para el que la capturase viva o muerta.
Fortaleza
Roca de Rivaldino, en Forli
Después de
largos días de crudas batallas, la bella señora no tuvo más opción que rendirse
a los franceses, los cuales le prometieron tratarla con respeto y la entregaron
al Borgia.
En ese
momento se conocieron y parece que aquella misma noche se convirtieron en
amantes, relación que duró varios años, hasta que consiguió escapar del
castillo de Sant’Angelo en la que estaba retenida y marchó a Florencia con sus
hijos. Hay quien dice, y es más probable, que la dejaron marchar tras firmar la
renuncia a sus territorios.
Y aquí se
inició una vida completamente nueva de la bella Catalina, pues empezó a
cultivar una de sus aficiones: la alquimia y por derivación compuso un extenso
recetario que surge de las prácticas que realiza en su laboratorio y en el que
se dan precisas instrucciones para fabricar ungüentos, pomadas, cocciones,
aguas medicinales, unas sobre productos “cosméticos” y otras medicinales.
Por ejemplo,
hay una receta para blanquear el rostro tostado por el sol, circunstancia que
se veía muy desfavorable sobre la condición de las personas; otras para hacer
crecer el cabello, o teñirlo de rubio, color que gustaba mucho en Italia. O
para tener unos dientes blancos y brillantes, a base de ceniza de tallos de
romero; para perfumar el aliento, problema muy extendido en una sociedad que se
cuidaba poco de la salud de la boca; contra el dolor de muelas, para lo que
empleaba un cocimiento a base de vinagre y raíces de beleño, que es una planta
con efectos anestesiante.
Todas estas
recetas están recogidas en un libro que se llama Experimentos y que es una
muestra bien clara de lo abierta que estuvo su autora a toda clase de aprendizaje.
Sus
territorios pasaron a engrosar los Estados Vaticanos, pero a ella le importó ya
poco y habiendo estado a punto de recuperarlos tras la muerte de Alejandro VI,
al comprender que sus súbditos no habían perdonado su comportamiento con el
pueblo tras el asesinato de su marido, desistió de ello.
El veintiocho de mayo de 1509 falleció de una grave
neumonía, tras soportar un mes de dura enfermedad. Tenía cuarenta y seis años y
había vivido más que ninguna mujer de su época.
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