La Reina
Católica, Isabel I de Castilla, se agarró un “mosqueo” fenomenal cuando su
marido, el también Rey Católico Fernando II de Aragón, se tomó unas vacaciones
para ir a visitar a su hijo Alonso a Zaragoza.
Esta reina lista,
ambiciosa, hipócrita y bastante poco amante de la higiene, con una sonrisa en
su cara angelical, llamaba a los dos hijos del Cardenal Cisneros los “bellos pecados del Cardenal” y se
quedaba tan tranquila. Ella tan católica y el otro tan cardenal, máximo exponente
de la Iglesia en España y el hombre con más poder, después de los reyes, que se
saltaba el voto de castidad y se revolcaba por cuantas camas podía, presumiendo
de sus inmorales vástagos, aunque seguro que no perdonaría lo mismo para los
demás e impondría fuertes penitencias por las faltas de concupiscencia.
Unos eran
unos “bellos pecados” a los que no había ninguna necesidad de ocultar, antes al
contrario, presumir de ellos, pero su esposo no podía visitar a su hijo, habido
con una noble catalano-aragonesa, antes de que se casara con Isabel por
cuestiones puramente políticas.
Expliquemos
la historia. Tenía Fernando alrededor de diecisiete años cuando conoció a una
bella y noble dama llamada Aldonza Roig de Ivorra, natural de Cervera, en la
provincia de Lérida e hija de un noble catalán llamado Pedro Roig y su esposa
la valenciana Aldonza Ivorra.
Tenía la
dama tres años más que el príncipe heredero y era una mujer de enorme belleza,
a la que sus padres no pusieron pega alguna para que frecuentara la amistad del
heredero, con el que en 1470 tuvo un hijo al que pusieron por nombre Alonso y
que fue reconocido por su padre, que en ese momento ya se había casado con
Isabel.
Dicen las
crónicas que Aldonza amaba tanto a Fernando que, vestida de hombre, le acompañaba
a todas partes.
Era entonces
rey de Aragón Juan II, el cual reconoció también a su nieto e hizo que la madre
y el pequeño se trasladasen a Zaragoza para poder atenderlos mejor.
Es posible
que Fernando hubiese seguido unido sentimentalmente a Aldonza de haberlo
permitido las circunstancias, pero en éstas se cruzó la posibilidad de unir las
dos coronas más importantes de España bajo un mismo cetro y Fernando cumplió su
deber como futuro monarca, casándose con la futura reina Isabel, de la que era
primo.
En ese
momento la corte castellana vivía la controversia creada a partir de la
aparición en escena de Juana “la Beltraneja”, lo que llevó a los novios a
casarse medio a hurtadillas en Valladolid y según cuentan algunas fuentes,
después de haber consumado el matrimonio antes de celebrarlo, pues parece que
el flechazo surgió entre ambos de manera tan espontánea y efervescente que no
pudieron esperar a la solemnidad del desposorio para entregarse el uno al otro.
Alonso
creció en la corte y cuando solamente tenía cinco años, su abuelo, el rey más
poderoso del Mediterráneo, lo propuso para que fuera nombrado ¡arzobispo de
Zaragoza!
Había
fallecido el arzobispo Juan de Aragón, hijo natural de Juan II y aprovechó el
monarca, al que le gustaba copar los altos cargos de la curia eclesiástica con
sus descendientes bastardos, para proponer al nieto, pero el papa no se lo
admitió y nombró a Ausias Despuig, un cardenal y político con mucho
predicamento en Roma, en donde llegó a ser Camarlengo del Vaticano, una cosa
así como el segundo de a bordo.
Pero el rey
no estaba dispuesto a ponerle las cosas fáciles al que había quitado el sillón
arzobispal a su nieto y dio tanta lata que Ausias presentó la dimisión. Pero no
lo hizo con amenazas, coacciones u otras actitudes innobles; sobre todo lo
abrumó con cargos, prebendas, promesas, títulos y canonjías a las que Ausias
que no era de piedra, cada vez hacía menos ascos, hasta que las aceptó. Un caso
insólito y más en aquellos tiempos, siendo el único caso en la historia de un
arzobispo dimisionario de la sede zaragozana.
Retrato del
arzobispo Alonso de Aragón
Habían
pasado casi tres años, estamos en 1479 y el joven Alonso tenía por tanto casi ocho
y esta vez el papa no se pudo negar al poderoso rey y el joven fue investido
arzobispo, como es natural sin haber sido ordenado sacerdote y por tanto
imposibilitado para ocupar una dignidad mayor. Pero eso importaba poco a un rey
todopoderoso que dominaba todo el Este español y buena parte de Italia y sus
islas.
Como es
natural, el niño Alonso no sabía siquiera qué cosa era la vocación religiosa,
requisito que parece hoy imprescindible para profesar, pero es que, además,
nadie se sintió en la obligación de hacérselo ver y el arzobispo niño que no
aparecía por la sede para nada, se interesaba mucho más en cuestiones políticas
y militares que las que conducen al reino de los cielos.
Hasta 1501,
con treinta y un años y veintidós desde que era arzobispo, no se ordenó
sacerdote y cantó lo que fue su primera y última misa, pues no volvió a vestir
alba y casulla ni a consagrar el pan y el vino eucarístico.
Un caso
inconcebible, pero que sucedía y con más asiduidad de la que fuera de desear.
Basta echar una mirada a las cuestiones de las investiduras, la simonía y
muchas otras irregularidades que se permitió la Iglesia y que de haber sido
cometidas por otra institución, hoy no tendríamos de ella nada más que el
recuerdo, pero no cabe duda de que es la que administra la fe en el que todo lo
puede, que hizo el milagro de dejarla existir a fuerza de perjudicar su crédito
personal.
Pero
volvamos con Alonso al que interesaban la política, las intrigas, las mujeres y
en general la vida mundana que nada tiene que ver con la santidad, la oración o
la vida contemplativa. Por eso, siendo muy joven se encariño con una noble
aragonesa, Ana de Gurrea, señora de Argavieso, un pequeño municipio de la
provincia de Huesca, con la que tuvo al menos siete hijos.
Dada su
condición de religioso no pudo contraer matrimonio con su amante, pero eso no fue
un impedimento en su vida que se siguió desarrollando en los planos civil,
militar y social, mucho más que en el religioso pues aunque hizo algunas obras
en la catedral de la que era titular, poca relación tuvo con la Iglesia.
Así, en 1507
sustituyó a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, como lugarteniente
del Reino de Nápoles y años más tarde participaba activamente como jefe de las
tropas que cercaron la ciudad de Tudela hasta su rendición, prosiguiendo luego con
la conquista del Reino de Navarra.
En 1516
murió su padre, el Rey Católico, el cual testó a su favor, quedando como
Lugarteniente General de Aragón hasta la llegada de su sobrino Carlos I que iba
a actuar como representante de su madre la reina Juana la Loca.
Cuando
falleció Alonso, en el año 1520, le sucedió su hijo primogénito, Juan que con
veintidós años fue nombrado arzobispo de Zaragoza, aunque tampoco había
recibido órdenes sacerdotales.
A éste le sucedió
su segundo hijo, Hernando, que se colocó la mitra arzobispal y empuñó el báculo
en 1539.
Pero sin
duda alguna la descendiente más brillante fue Juana de Aragón, su tercera hija,
la cual se casó con Juan de Borja y Enríquez de Luna, duque de Gandía. De esa
unión nació el famoso jesuita, tercer general de la orden, Francisco de Borja,
elevado a los altares en 1671.
No hay nada
como tener un padre arzobispo para promocionarse bien en la vida.
Comisario
ResponderEliminarLa Historia la divulgas de maravilla y gracias a Dios para los que somos practicantes y los que no, la Iglesia ha cambiado para bien
Pepe, qué bien narrado. Saludos.
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