Últimamente
encuentro una gran satisfacción leyendo sobre la historia de España en el siglo
XIX y me aficioné porque hace unos tres años, un familiar me comentó que se
acababa de leer los Episodios Nacionales completos, momento en el que yo, en mi
fuero interno sentí una especie de envidia o de extraña vergüenza, pues
solamente me había leído el primero de los libros, el de Trafalgar y eso porque
cuando se celebró el segundo aniversario de la batalla se habló tanto del tema
que terminé leyendo la novela, que ciertamente me gustó.
Así es que
por no ser menos que mi familiar, me dispuse a leerme todos los Episodios y
tardé varios meses en acabarlos, pero los leí completos. La obra es ingente y
amenísima y sobre todo da una magnífica visión de la historia de España desde
la calle, desde la propia sociedad española, sin dogmatizaciones ni
conclusiones estereotipadas, contando las cosas como habían sido.
Eso me ha
hecho seguir leyendo sobre el siglo XIX y la verdad es que cada vez salgo menos
de mi asombro cuando voy enterándome de cosas, hechos, circunstancias que la
historia ortodoxa ha pasado de largo y que son, en realidad, los ingredientes
más llamativos de esa controvertida historia nuestra.
Ese es el
caso que me gustaría relatar y que dice mucho del carácter español.
La reina
Isabel II fue coronada por una cabezonería de su padre, Fernando VII, que en su
lecho de muerte derogó la Ley Sálica, cuyo verdadero nombre era Reglamento de
Sucesión de 1713 y promulgó la Pragmática Sanción que permitía reinar a las
mujeres. La infanta tenía tres años, su padre se moría y el gobierno iba a
quedar en manos de los validos de su madre la reina María Cristina.
En vez de
eso, tendría que haber dejado que su hermano Carlos María Isidro, ocupase el
trono, porque era a quien le hubiera pertenecido. Eso nos metió en una guerra
fratricida que tuvo varios episodios y que inició un germen que se haría
crónico: el de las dos Españas. Desde entonces se radicalizan liberales y
absolutistas, carlistas e isabelinos, monárquicos y republicanos, rojos y
azules…
Cuando la
reina tenía trece años, el gobierno decretó su mayoría de edad y tres años más
tarde se emplazaron para casarla adecuadamente. Y por presiones internacionales
y de orden interior, la casaron con su primo hermano por parte de padre y
madre, Francisco de Asís, al que el pueblo bautizó con el nombre de “Paquita”,
dado su pronunciado carácter homosexual.
Según
parece, la noche de boda no hubo consumación del matrimonio y que se sepa,
jamás se consumó, pero la reina tuvo hasta doce embarazos, desde 1849, cuando
tenía diecinueve años y parió un varón que nació muerto, hasta 1866 en el que
tuvo a otro varón que falleció a las pocas semanas.
Si hacemos
caso al eminente doctor Marañón, ninguno de esos doce embarazos pudo ser obra
de su esposo que además de homosexual padecía disfunción eréctil severa e
incluso micropene, con lo que era imposible no ya dejar embarazada a la
soberana, sino consumar el matrimonio.
Pero la
reina era “borbona”, lo cual quiere decir que era de temperamento ardiente y
aunque por su físico, según vemos en algunas fotografías, no era una mujer muy
atractiva, ni tan siquiera apetecible, es indudable que el morbo masculino de
acostarse con la reina, podía hacer que ese escollo se resolviera
favorablemente y así, por la cama y la entrepierna de la soberana pasaron
numerosos amantes, uno de los cuales, el capitán Puigmoltó, es considerado por
muchos como el padre del futuro rey Alfonso XII.
Quizás en
esto la reina salía a su madre que a los dos meses de quedar viuda ya tenía un
amante, el sargento de la guardia real Fernando Muñoz, con el que tuvo varios
hijos.
Políticos y
militares afectos a la soberana estaban muy contentos con el reinado de esta,
pues fue una época en que el Parlamento tuvo mucho poder, ya que la reina,
incapaz de pensar en otra cosa que en sus amoríos, creyó que era mejor dejar el
poder en manos de muchos que no en las de un solo valido, como había sido
costumbre.
Pero había
un grupo de militares de muy alta graduación que no estaban conforme con el
régimen, entre ellos dos de enorme prestigio y trascendencia en la vida de
España: Prim y Serrano, al que la reina llamaba “El General Bonito” y que
quizás se sentía despechado por la soberana, la cual lo había tenido en su cama
y es reconocido como el primer amante oficial de la reina.
Entre estos
dos generales, el almirante Topete y el que va a ser protagonista de esta
historia, Domingo Dulce, se gestó la famosa Revolución de 1868, conocida como
La Gloriosa, que acabó con el reinado de esta ninfómana que tuvo que exilarse
con toda la familia.
Domingo
Dulce era un brillante general nacido en La Rioja que llegó a ser gobernador
militar de Cuba. Muy joven, ingresó en el ejército y participó en la Primera
Guerra Carlista a las órdenes del general Espartero, con el que trabaría una
gran amistad para toda la vida.
Dagerrotipo
del general Domingo Dulce
En el año
1841 estaba destinado en la Guardia Real cuando el asalto de octubre al palacio
real por parte de los generales Diego de León y Manuel de la Concha, que
pretendieron secuestrar a la reina Isabel II y que lo hubieran conseguido de no
ser por la tenaz resistencia del entonces capitán Dulce que defendió el palacio
con uñas y dientes. Esta acción le valió el reconocimiento real.
Tuvo luego
varios destinos y en 1854 ya era general de caballería con cuatro cruces de la
Laureada de San Fernando.
En 1862 le
nombraron gobernador de Cuba y allí se desplazó, realizando una labor meritoria
y trayéndose para España, al cumplir su mandato, un enorme bagaje político y
militar y una espléndida esposa criolla, es decir, una mujer de ascendencia
española nacida en las colonias americanas.
Esta mujer
se llamaba Elena Martín, condesa viuda de Santovenia y era hija de un riquísimo
industrial azucarero que aportó al matrimonio una fortuna increíble.
Aun viuda y
ya no muy joven, esta mujer era de una extraordinaria belleza, tanto que
llamaba la atención en todos los círculos que frecuentaba y no hace extraño que
el gobernador Dulce, se fijara en ella y la criolla, en el apuesto gobernador
que además era soltero.
Terminado el
mandato, la feliz pareja se vino a Madrid, donde en la corte el general tenía
su sitio y así, acompañado de su esposa asistió a una recepción en palacio en
donde la reina ninfómana se fijó de inmediato en la exuberante cubana.
No le gustó
a su majestad que en la corte hubiera mujeres tan espectaculares, capaces de
distraer la atención de los caballeros a los que la reina quería tener
monopolizados y por eso bautizó despectivamente a la señora Martín como la
“Generala Mulatona”, con el afán de ofender, pues la señora era criolla pero no
mulata.
El general
Dulce era “afecto al régimen”, es decir, no había caído en la captación que
Prim y Serrano trataron de hacerle para que se uniera a la causa rebelde y
seguía siendo leal a su soberana, a pesar del apodo con el que llamaba a su
querida esposa.
Cierto día
se encontraban el general y la bella cubana sentados en las silla que se
colocaban en el Paseo del Prado, por donde pasaban los carruajes de la nobleza
y los señores poderosos, en un carrusel continuo entre las plazas de Cibeles y
Atocha, con el único fin de hacerse ver por el pueblo, cuando el general
observó que en una calesa descubierta paseaba la reina con algunas de sus
damas.
Al observarla,
dijo a su esposa que se levantara para saludar a la soberana a su paso, cosa
que hicieron ambos esposos, esperando a que el carruaje llegase a su altura,
pero unos metros antes, la reina se volvió de espaldas al matrimonio, fingiendo
hablar con una de sus acompañantes y despreciando abiertamente al general y su
mujer.
Como es
natural, aquel desplante afectó al militar que por su rango y categoría
personal se merecía al menos un leve saludo de la reina, pero aún afectó más a
su mujer que inmediatamente se puso el traje de Eva en el paraíso y tentó a su
marido, increpándole: “Que esperas para unirte al general Prim”.
Y se unió a
los rebeldes y poco tiempo después firmó el manifiesto que se conoce como “España con honra” que supuso un
levantamiento militar que terminó con el exilio de la reina en París, a donde
se llevó a su querido Puigmoltó y en donde también se instaló su esposo “La
Paquita”, aunque ya, sin ningún pudor, en viviendas separadas.
Un simple
desprecio de la reina pudo más que toda una vida de fidelidad a la corona.
Bonita historia...Los Borbones actuales...Un abrazo J.Mari!!
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