Seguramente
debe ser que es por efecto de la sangre azul, esa que exhibe la monarquía a la
que su piel blanca, tan traslúcida a base de no darle nunca el sol, deja ver
las venas azules que los plebeyos, acostumbrados a los rayos solares y a la
piel tostada, no trasparentan.
Lo cierto es
que la práctica totalidad de los monarcas, aun los más cerrilmente religiosos,
se han prodigado en el sexo libertino y extra conyugal y cuando no lo han hecho
no ha sido ni por convicciones ni por decencia, simplemente porque su
naturaleza no se lo permitía.
En el
artículo de la semana pasada mencionaba a Amadeo I de Saboya, como rey de
España durante dos años y como quiera que es una figura conocida pero muy
superficialmente, sentí interés por documentarme más sobre la historia de este
rey, sobre el que ciertamente no he encontrado material que pudiera suscitar
interés o curiosidad, así que recurrí al viejo amigo Benito Pérez Galdós que
incluye en sus Episodios Nacionales una novela dedicada a este personaje.
Amadeo,
sobre cuya proverbial mala suerte ya escribí un artículo que se puede consultar
en este enlace: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com/2016/08/elegir-un-gafe.html,
era un hombre “campechano”, como se dice ahora, que se mezclaba con el pueblo y
lo hacía con mucha naturalidad, pero a pesar de tener una esposa de buen ver,
con la que se casó por amor y tres hermosos hijos, de sus partes bajas andaba
tan suelto como lo habían estado los Borbones.
Cuenta Pérez
Galdós y sus relatos están fuera de toda duda, que el rey solía cenar con su
familia y algunos amigos, entre los que se encontraba su fiel mano derecha
Emilio Díaz-Moreu, en su casa, que era el Palacio Real, por supuesto.
Díaz-Moreu
era un marino de muy buena familia que había tenido la fortuna de formar parte
de la oficialidad de la fragata blindada Numancia que trajo desde Génova a
España a Amadeo de Saboya y con el que trabó una estrecha amistad, hasta el
punto de que el rey le nombró primero “Ayudante de Órdenes” y más tarde
Secretario de su Cuarto Militar.
Acabada la
cena familiar, el rey y Díaz-Moreu se retiraban a fumar unos puros a un
gabinete reservado, donde esperaban que toda la familia se retirase a
descansar, para salir entonces de palacio por una poterna medio oculta y en un
discreto coche de un solo caballo dirigirse a casa de una dama llamada Adela, a
la que describe como mujer hermosa, aunque con incipientes patillas varoniles,
o sea que era un tanto velluda como buena española morenaza.
Allí,
mientras el monarca se desfogaba con su amante, Díaz-Moreu esperaba
pacientemente, fumando y aburrido a que el rey saliese del cuarto abrochándose
los botones del uniforme.
Tanta y tan
íntima era la relación que existía entre el rey y su querida que después del
atentado fallido del 18 de julio de 1872, cuando los reyes marcharon a
Santander para pasar allí el verano, Adela también se fue a la capital
cántabra, donde se hospedó en el Hotel del Comercio.
Allí
tendrían sus encuentros amorosos hasta que ocurrió cierto incidente que fue
trascendental en la vida de la guapa.
Cada mañana,
la playa del Sardinero se llenaba de bañistas y curiosos paseantes que
contemplaban cómo los más osados eran capaces de meterse en el mar desafiando
las olas y entre los que se encontraba el propio rey, que acompañado de unos
amigos hacía alardes de buen nadador. Pero no era el único que nadaba con
estilo en aquellas aguas porque había una belleza rubia, magnífica nadadora y
escultural criatura que también desafiaba a las olas, mientras su esposo la
esperaba en la orilla con una toalla para envolverla al salir del agua. La
bella rubia de inmediato atrajo la atención del monarca que se exhibía ante
ella, nadando hasta la fragata Vitoria, anclada en el abra.
En tierra,
los curiosos hacían apuestas sobre si el rey llegaría hasta el buque, cosa que
consiguió, ante la admiración de la bella inglesa.
Esta dama era
la esposa del corresponsal ingles del Times, de la que el rey se quedó
prendado, hasta el extremo de que su, hasta entonces querida Adela, abandonada
por el rey de su corazón, se amustiaba en la solitaria habitación del hotel,
escribiéndole cartas apasionadas a su amante que luego rompía.
Balneario
del Sardinero, finales siglo XIX
La dama
olvidada no salía de su melancolía y una conversación que mantuvo con el
ayudante del rey, Díaz-Moreu, no vino a tranquilizarla en absoluto, pero
además, llevó la inquietud al bando monárquico, pues la señora conservaba
buenas y valiosas pruebas de su relación con el monarca y no pensó otra cosa
que “responder al secreto agravio con agravio público y resonante…no se
retiraría de la escena sin escándalo”.
Y es que en
su poder tenía trece cartas escritas de puño y letra del rey de España, al que
hizo saber cual era su intención.
Craso error:
nunca se amaga en estas lides si estás seguro de que vas a golpear, pues pones
en guardia a tu adversario; otra cosa es que se quiera solamente dar un poco de
lástima, sacar buena tajada, o se suplique una mínima atención.
Alarma en la
corte por el escándalo que se veía venir y mientras pasaban unos días, se
barajaban las posibilidades de solución que el asunto tenía.
Fechas
después, en la habitación que la dama ocupaba en el hotel, se presentó un
caballero amigo del rey que con buenos modales, pero absoluta decisión, hizo
saber a la joven que su relación con el rey había terminado y que su misión
allí era la de recoger las cartas que su majestad, en arrebatados momentos de
pasión, le había enviado.
Pero como el
corazón del rey era tan bondadoso, no podía consentir que la bella concubina
quedase desamparada, por lo que le ofrecía un sobre en el que había ¡cien mil
pesetas!, en aquella época un verdadero fortunón.
La ingenua
Adela quiso jugar una baza y se atrevió a decir que las cartas eran documentos
históricos y que por tanto pertenecían a la nación y que quizás las podría
vender por mucho más dinero.
Se entabló
una brevísima discusión que el caballero de la real embajada no estaba
dispuesto a soportar, pues sabía a qué había venido, así que sacando un
revolver del bolsillo lo colocó enérgicamente sobre la mesa: “O me da las
cartas o la mato a usted ahora mismo”.
Quizás tuvo
que pensarlo un poco, pero muy poco, para estar convencida de que aquel
caballero no lanzaba bravatas y sacando las cartas de un maletín en el que las
guardaba, airada, las arrojó sobre la mesa.
El caballero
las contó, estaban las trece y usando el sobre en el que había llevado el
dinero, guardó las misivas y con cortés reverencia se marchó, dejando a la
desairada amante con un palmo de narices y cien mil pesetas.
No se sabe
más de esta enigmática dama que seguramente estaba lo suficientemente apetitosa
como para buscarse a otro caballo blanco con el que disfrutar de los goces de
la vida y, de pasada, dar buen fin a aquella cantidad de dinero.
No sé si la
lectura de estas líneas, entresacadas de la obra del magistral Galdós, habrá
traído a la memoria hechos recientes que parece que no estén separados por
siglo y medio y que vuelven a repetirse con una insistencia que da que pensar.
Hoy no se
usarían métodos tan expeditivos, toda vez que la responsabilidad de quien
adoptase ese papel podría arrastrarle consecuencias muy desfavorables, pero sí
que los “fontaneros” pueden hacer una visita a un casa, cuando su moradora está
de gira artística o de vacaciones y ponerla patas arriba, arramblando con todo
lo que pueda ser material comprometedor, cuya existencia ha revelado de manera
irresponsable.
Es muy
peligroso tener estas cosas en la propia casa y si la bella Adela hubiese
depositado las cartas en un notario, un periódico, un amigo desconocido o
cualquier otro lugar seguro, hubiese podido obtener mejores resultados de la
negociación, pero su ingenuidad y sobre todo su miedo ante una amenaza tan
directa, le jugaron una mala pasada.
Actualmente,
cuando sabemos que todo se filma y todo se graba, realizar cualquier acción
deshonesta, un comentario desafortunado o dejarte ver en lugar inadecuado, es
de una extrema peligrosidad, pues con toda seguridad habrá siempre alguien que
lo sepa, lo haya oído y lo haya visto y más tarde o más temprano saldrá a la
luz.
El teléfono,
con su cámara de fotos y video y su grabadora de sonido, que además parece que
sirve para que los humanos nos comuniquemos a distancia, esa herramienta de
incalculable valor en todos los ordenes de la vida, se puede convertir en el
más fiero enemigo y buenas pruebas estamos teniendo últimamente.
Aunque
cuando no existía, ocurría lo mismo.
Bonita historia....
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