Ese era el
título que ostentaba el Capitán General de la Armada que sirvió a la corona de
España y Portugal, durante los últimos años en que formaron un solo imperio.
Se llamaba
Fadrique Álvarez de Toledo Osorio y había nacido en Nápoles en el año 1589,
cuando aquella parte de Italia estaba integrada en la corona española. Vástago
de una familia perteneciente a la más alta nobleza castellana, fue hijo de un “grande
de España”, título que heredó su hermano primogénito. Comendador mayor de Castilla
de la Orden de Santiago y marqués de Villanueva de Valdueza, fue sobre todo un
militar de enorme prestigio.
Era muy
joven cuando comenzó su andadura, sirviendo en las galeras reales bajo las
órdenes de su padre, a la sazón capitán general de la Galeras de Nápoles, don
Pedro Álvarez de Toledo, experimentado general y marino, curtido en muchas
batallas, del que Fadrique obtuvo grandes conocimientos que empleó en numerosas
batallas, contra los piratas turcos y berberisco que asolaban los mares
periféricos de la península.
Pronto, su
pericia como marino le impulsó a abandonar la ligeras galeras a remo y vela,
para gobernar los poderosos galeones, con los que España se imponía en todos
los mares.
Sus
continuos éxitos le hicieron subir en el escalafón militar y sobre todo en la
confianza del rey, hasta que en el año 1617 fue nombrado Capitán General de la
Armada del Mar Océano, lo que suponía ser la máxima autoridad naval de España.
Retrato de don Fadrique en el Museo
del Prado
A partir
de ese momento su prestigio no cesó de crecer, hasta el punto que dos años más
tarde, encontrándose en Lisboa, donde en aquel momento la flota española tenía
su base más importante, recibió la visita del rey Felipe III que se encontraba
visitando sus reinos, el cual quiso pasar la noche con su general, a bordo del
galeón.
Muy pocas
veces un rey ha tenido una demostración de aprecio tan clara y mucho menos, el
rey más importante del mundo, pues conviene recordar que en aquellas fechas se
había producido la unión de España y Portugal, con sus inmensos imperios, lo
que convertía a Felipe III en el más poderoso monarca de su tiempo.
Lamentablemente
y por inaceptables errores políticos, Portugal terminó separándose años
después, confirmando de forma radical que nuestro país poseía grandes
militares, tanto marinos como de infantería, pero nunca tuvo cabezas pensantes
que pusieran orden en la diplomacia y la política y si alguna vez los llegó a
tener, su iniciativa se vio impedida, truncada, desacreditada, por los propios monarcas
absolutistas y totalitarios que hemos padecido y cuando no, mal aconsejados por
la ineptitud de sus validos.
Una de las
características de la España de aquellos días era que estaba en guerra contra
todo bicho viviente, ya fuera por cuestiones de hegemonía, religiosas, o por
cualquier otra circunstancia y así, había conseguido una tregua con los
calvinistas de los Países Bajos, con los que mantenía una atroz rivalidad
religiosa.
Pero en
1621 acababa la tregua de doce años que se había firmado con lo que entonces de
llamaban “Provincias Unidas”, formadas por siete pequeños territorios,
capitaneados por Holanda. El asunto solamente tenía una lectura: volver a la
guerra, por lo que la armada imperial hispano-lusa se preparó para el combate
inmediato.
Ya
funcionaba el espionaje a gran escala y así se detectó que una gran flota
mercante holandesa, con protección de navíos de guerra tenía intención de
adentrarse en el Mediterráneo, por lo que se ordenó a don Fadrique que actuase
en consecuencia. El marino dispuso zarpar de inmediato y colocar su flota en la
Bahía de Cádiz, a la que requirió se uniera la flota del norte que estaba
compuesta por las escuadras de “Las Cuatro Villas”.
Esta era
una Hermandad que existía desde época medieval y que agrupaba a las villas
costeras del norte del Reino de Castilla: Santander, San Vicente de la
Barquera, Laredo y Castro Urdiales que había llegado a formar un poder naval de
primera magnitud, muy expertas en bloquear las flotas mercantes procedentes del
norte de Europa.
Así, se
quiso reunir un contingente naval que cerrara el Estrecho de Gibraltar, pero
las flotas de refuerzo tardaban en llegar y esperando, observaron la aparición
de las velas enemigas, las que avistaron el día 10 de agosto de 1621, contra
las que don Fadrique solamente podía oponer a siete galeones y dos pataches,
mientras los holandeses eran veintiséis galeones y treinta mercantes, alguno de
ellos también armados.
Vista la
escasa fuerza que la flota española podía oponerle, los holandeses no dudaron
en presentar batalla, adoptando la formación de combate y dejando detrás a los
mercantes para que en fragor de la batalla tratasen de burlar a los españoles y
colarse hacia el Mediterráneo.
A las
pocas horas de combate, la armada española había hundido varios galeones
holandeses y apresado otros pocos, mientras que ellos no había sufrido ninguna
pérdida, aunque si los daños inevitables del combate naval.
El temor
cundió en el enemigo que huyó despavorido, cada buque por su lado y poniéndose
a salvo de manera poco heroica.
Tan
brillante victoria le valió agregar a su ya largo título el de Capitán General
de la Gente de Guerra del reino de Portugal.
Un año
después se tuvo conocimiento de que los holandeses habían conseguido del Sultán
de Marruecos, permiso para establecer en sus costas una base de
aprovisionamiento y apoyo, para desde allí atacar las costas españolas con
mayor facilidad.
En vista
de esta actitud, don Fadrique reunió una poderosa escuadra formada por la suya
propia y las de Guipúzcoa, Vizcaya y las Cuatro Villas, en total veintitrés galeones,
con los que se dirigió a los Países Bajos, bloqueando sus puertos, de los que
ningún barco se atrevió a salir, frustrando su intento de establecer una base
en Marruecos.
No cejaban
los enemigos de España de importunar al poderoso imperio y en 1624 una flota
con treinta y cinco buques y más de tres mil soldados, perteneciente a la
Compañía Holandesa de la Indias Occidentales, se aproximó a Brasil,
desembarcando en la Bahía de Todos los Santos y atacando la ciudad de San
Salvador de Bahía, enclave del comercio portugués del azúcar.
De
inmediato se dieron instrucciones para reunir una gran flota con la que atacar
a los holandeses, la que, nuevamente, se puso al mando don Fadrique, pero a
pesar de la urgencia del caso, hasta enero del año siguiente no se puso en
marcha, nuevamente desde la Bahía de Cádiz, con rumbo a las islas de Cabo
Verde, donde se les unió la escuadra portuguesa.
La
escuadra formada constaba de cincuenta y dos buques bien armados con tripulaciones
experimentadas y unos doce mil infantes.
A finales
de marzo estaban frente a la Bahía de Todos los Santos. Los detalles de la reconquista
de aquellas tierras son dignos de un libro para la historia pero la conclusión
es que el 1 de mayo de 1625, los holandeses aceptaron la rendición y la entrega
de todo su botín, por cierto muy cuantioso.
Igualmente
venció a otra escuadra de treinta y tres buque que la Compañía Holandesa había
fletado de urgencia para socorrer a sus destacados en Brasil, que se vio
obligada a huir a toda vela.
Con la
costa brasileña asegurada, la escuadra de don Fadrique zarpó rumbo a la
península y en el Cabo de San Vicente, las flotas se separaron, continuando don
Fadrique hasta Málaga, donde arribó en octubre, siendo proclamado por el pueblo
como héroe nacional.
Siguió su
vida de marino guerrero, venciendo cada vez que se enfrentaba a holandeses,
ingleses y berberiscos y después de treinta años casi sin pisar tierra,
solicitó su retiro, que el rey no le concedió a la primera y hubo de insistir
para, por fin, obtenerlo.
Era el año
1633 y el rey le impuso una condición, que siguiera a su lado en la Villa de
Madrid, porque parece que tenía alguna premonición y, efectivamente, un año más
tarde le ordenó que volviera a tomar el mando de la escuadra para dirigirse a
Pernambuco, que había sido atacado por lo holandeses.
Don
Fadrique, cansado, conocedor del estado en que se encontraba la escuadra y los
recursos de que disponía, se negó a cumplir la orden y la vanidad del
Conde-Duque de Olivares y la mezquindad del rey, hicieron que diera con sus
huesos en la cárcel acusado de desobediencia.
Fue
encerrado en Santa Olalla, provincia de Toledo, muy deteriorado su estado y con
pésimo ánimo, sin que los médicos de la corte lo pudieran atender. Después de
mucho porfiar, su esposa consiguió que lo trasladaran cerca de Madrid y se
ordenó el viaje, pero muy enfermo y abatido, falleció en Móstoles el 10 de
diciembre de 1634, antes de llegar a su destino.
Aunque el
valido del rey y la propia corona quisieron ensombrecer su nombre, el pueblo de
Madrid se reunió junto a la casa del héroe para decirle su último adiós.
Unos años
después, al caer Olivares en desgracia, la figura de don Fadrique fue
reivindicada y desde entonces figura como un gran soldado y un héroe nacional,
eso sí, bastante desconocido.
Pero no
hay apuro, seguro que algún grupo de los que mezquinamente hurgan la historia,
estará buscando si en algún rincón de España hay una estatua, una calle o una
plaza dedicada a este fascista que atacaba a los piratas berberiscos del pacto
de civilizaciones y a los democráticos holandeses, para solicitar que se borre
todo vestigio de él.
Como siempre la ineptitud y envidia de los mediocres....
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