viernes, 14 de diciembre de 2018

DEL MAR OCÉANO Y DE LA GENTE DE GUERRA





Ese era el título que ostentaba el Capitán General de la Armada que sirvió a la corona de España y Portugal, durante los últimos años en que formaron un solo imperio.
Se llamaba Fadrique Álvarez de Toledo Osorio y había nacido en Nápoles en el año 1589, cuando aquella parte de Italia estaba integrada en la corona española. Vástago de una familia perteneciente a la más alta nobleza castellana, fue hijo de un “grande de España”, título que heredó su hermano primogénito. Comendador mayor de Castilla de la Orden de Santiago y marqués de Villanueva de Valdueza, fue sobre todo un militar de enorme prestigio.
Era muy joven cuando comenzó su andadura, sirviendo en las galeras reales bajo las órdenes de su padre, a la sazón capitán general de la Galeras de Nápoles, don Pedro Álvarez de Toledo, experimentado general y marino, curtido en muchas batallas, del que Fadrique obtuvo grandes conocimientos que empleó en numerosas batallas, contra los piratas turcos y berberisco que asolaban los mares periféricos de la península.
Pronto, su pericia como marino le impulsó a abandonar la ligeras galeras a remo y vela, para gobernar los poderosos galeones, con los que España se imponía en todos los mares.
Sus continuos éxitos le hicieron subir en el escalafón militar y sobre todo en la confianza del rey, hasta que en el año 1617 fue nombrado Capitán General de la Armada del Mar Océano, lo que suponía ser la máxima autoridad naval de España.

Retrato de don Fadrique en el Museo del Prado

A partir de ese momento su prestigio no cesó de crecer, hasta el punto que dos años más tarde, encontrándose en Lisboa, donde en aquel momento la flota española tenía su base más importante, recibió la visita del rey Felipe III que se encontraba visitando sus reinos, el cual quiso pasar la noche con su general, a bordo del galeón.
Muy pocas veces un rey ha tenido una demostración de aprecio tan clara y mucho menos, el rey más importante del mundo, pues conviene recordar que en aquellas fechas se había producido la unión de España y Portugal, con sus inmensos imperios, lo que convertía a Felipe III en el más poderoso monarca de su tiempo.
Lamentablemente y por inaceptables errores políticos, Portugal terminó separándose años después, confirmando de forma radical que nuestro país poseía grandes militares, tanto marinos como de infantería, pero nunca tuvo cabezas pensantes que pusieran orden en la diplomacia y la política y si alguna vez los llegó a tener, su iniciativa se vio impedida, truncada, desacreditada, por los propios monarcas absolutistas y totalitarios que hemos padecido y cuando no, mal aconsejados por la ineptitud de sus validos.
Una de las características de la España de aquellos días era que estaba en guerra contra todo bicho viviente, ya fuera por cuestiones de hegemonía, religiosas, o por cualquier otra circunstancia y así, había conseguido una tregua con los calvinistas de los Países Bajos, con los que mantenía una atroz rivalidad religiosa.
Pero en 1621 acababa la tregua de doce años que se había firmado con lo que entonces de llamaban “Provincias Unidas”, formadas por siete pequeños territorios, capitaneados por Holanda. El asunto solamente tenía una lectura: volver a la guerra, por lo que la armada imperial hispano-lusa se preparó para el combate inmediato.
Ya funcionaba el espionaje a gran escala y así se detectó que una gran flota mercante holandesa, con protección de navíos de guerra tenía intención de adentrarse en el Mediterráneo, por lo que se ordenó a don Fadrique que actuase en consecuencia. El marino dispuso zarpar de inmediato y colocar su flota en la Bahía de Cádiz, a la que requirió se uniera la flota del norte que estaba compuesta por las escuadras de “Las Cuatro Villas”.
Esta era una Hermandad que existía desde época medieval y que agrupaba a las villas costeras del norte del Reino de Castilla: Santander, San Vicente de la Barquera, Laredo y Castro Urdiales que había llegado a formar un poder naval de primera magnitud, muy expertas en bloquear las flotas mercantes procedentes del norte de Europa.
Así, se quiso reunir un contingente naval que cerrara el Estrecho de Gibraltar, pero las flotas de refuerzo tardaban en llegar y esperando, observaron la aparición de las velas enemigas, las que avistaron el día 10 de agosto de 1621, contra las que don Fadrique solamente podía oponer a siete galeones y dos pataches, mientras los holandeses eran veintiséis galeones y treinta mercantes, alguno de ellos también armados.
Vista la escasa fuerza que la flota española podía oponerle, los holandeses no dudaron en presentar batalla, adoptando la formación de combate y dejando detrás a los mercantes para que en fragor de la batalla tratasen de burlar a los españoles y colarse hacia el Mediterráneo.
A las pocas horas de combate, la armada española había hundido varios galeones holandeses y apresado otros pocos, mientras que ellos no había sufrido ninguna pérdida, aunque si los daños inevitables del combate naval.
El temor cundió en el enemigo que huyó despavorido, cada buque por su lado y poniéndose a salvo de manera poco heroica.
Tan brillante victoria le valió agregar a su ya largo título el de Capitán General de la Gente de Guerra del reino de Portugal.
Un año después se tuvo conocimiento de que los holandeses habían conseguido del Sultán de Marruecos, permiso para establecer en sus costas una base de aprovisionamiento y apoyo, para desde allí atacar las costas españolas con mayor facilidad.
En vista de esta actitud, don Fadrique reunió una poderosa escuadra formada por la suya propia y las de Guipúzcoa, Vizcaya y las Cuatro Villas, en total veintitrés galeones, con los que se dirigió a los Países Bajos, bloqueando sus puertos, de los que ningún barco se atrevió a salir, frustrando su intento de establecer una base en Marruecos.
No cejaban los enemigos de España de importunar al poderoso imperio y en 1624 una flota con treinta y cinco buques y más de tres mil soldados, perteneciente a la Compañía Holandesa de la Indias Occidentales, se aproximó a Brasil, desembarcando en la Bahía de Todos los Santos y atacando la ciudad de San Salvador de Bahía, enclave del comercio portugués del azúcar.
De inmediato se dieron instrucciones para reunir una gran flota con la que atacar a los holandeses, la que, nuevamente, se puso al mando don Fadrique, pero a pesar de la urgencia del caso, hasta enero del año siguiente no se puso en marcha, nuevamente desde la Bahía de Cádiz, con rumbo a las islas de Cabo Verde, donde se les unió la escuadra portuguesa.
La escuadra formada constaba de cincuenta y dos buques bien armados con tripulaciones experimentadas y unos doce mil infantes.
A finales de marzo estaban frente a la Bahía de Todos los Santos. Los detalles de la reconquista de aquellas tierras son dignos de un libro para la historia pero la conclusión es que el 1 de mayo de 1625, los holandeses aceptaron la rendición y la entrega de todo su botín, por cierto muy cuantioso.
Igualmente venció a otra escuadra de treinta y tres buque que la Compañía Holandesa había fletado de urgencia para socorrer a sus destacados en Brasil, que se vio obligada a huir a toda vela.
Con la costa brasileña asegurada, la escuadra de don Fadrique zarpó rumbo a la península y en el Cabo de San Vicente, las flotas se separaron, continuando don Fadrique hasta Málaga, donde arribó en octubre, siendo proclamado por el pueblo como  héroe nacional.
Siguió su vida de marino guerrero, venciendo cada vez que se enfrentaba a holandeses, ingleses y berberiscos y después de treinta años casi sin pisar tierra, solicitó su retiro, que el rey no le concedió a la primera y hubo de insistir para, por fin, obtenerlo.
Era el año 1633 y el rey le impuso una condición, que siguiera a su lado en la Villa de Madrid, porque parece que tenía alguna premonición y, efectivamente, un año más tarde le ordenó que volviera a tomar el mando de la escuadra para dirigirse a Pernambuco, que había sido atacado por lo holandeses.
Don Fadrique, cansado, conocedor del estado en que se encontraba la escuadra y los recursos de que disponía, se negó a cumplir la orden y la vanidad del Conde-Duque de Olivares y la mezquindad del rey, hicieron que diera con sus huesos en la cárcel acusado de desobediencia.
Fue encerrado en Santa Olalla, provincia de Toledo, muy deteriorado su estado y con pésimo ánimo, sin que los médicos de la corte lo pudieran atender. Después de mucho porfiar, su esposa consiguió que lo trasladaran cerca de Madrid y se ordenó el viaje, pero muy enfermo y abatido, falleció en Móstoles el 10 de diciembre de 1634, antes de llegar a su destino.
Aunque el valido del rey y la propia corona quisieron ensombrecer su nombre, el pueblo de Madrid se reunió junto a la casa del héroe para decirle su último adiós.
Unos años después, al caer Olivares en desgracia, la figura de don Fadrique fue reivindicada y desde entonces figura como un gran soldado y un héroe nacional, eso sí, bastante desconocido.
Pero no hay apuro, seguro que algún grupo de los que mezquinamente hurgan la historia, estará buscando si en algún rincón de España hay una estatua, una calle o una plaza dedicada a este fascista que atacaba a los piratas berberiscos del pacto de civilizaciones y a los democráticos holandeses, para solicitar que se borre todo vestigio de él.

1 comentario: