El 28 de
febrero de 1815 Napoleón escapó de su fingida prisión en la isla de Elba y con unos mil soldados que
conservaba como una especie de guardia personal, desembarcó en Antibes, ciudad
costera entre Niza y Cannes. Había elegido voluntariamente su destierro en Elba
cuya escasa población lo recibió con recelo y donde de inmediato comenzó a
realizar importantes obras de infraestructura que los vecinos acogieron con
entusiasmo. Pero su única intención era la de volver a París y hacerse
nuevamente con el poder.
Mientras,
Francia había nombrado rey a Luis XVIII, el cual, nada más tener noticias del
regreso de Napoleón, envió al Mariscal Michel Ney, para que lo capturara.
Dicen que
Ney, al recibir el encargo directamente del rey dijo que traería a Napoleón en
una jaula de hierro, emprendiendo la marcha de inmediato al frente del Quinto
Regimiento de Línea.
Pero entre
los muchos errores que el rey había cometido en su corto reinado, quizás el más
importante fue el de no haber purgado el ejército de militares leales a
Bonaparte, el cual era considerado un genio militar y profundamente admirado
por las altas jerarquías castrenses.
Días más tarde se encontraron en las
inmediaciones de la ciudad de Grenoble, al pie de los Alpes, en donde Napoleón
marchó totalmente solo a encontrarse con el ejército del mariscal Ney y tras
una breve exhortación a los soldados del Quinto Regimiento, el mariscal se pasó
al bando del emperador y juntos marcharon hacia París.
No fue
esta la única deserción, pues por donde las tropas sublevadas iban pasando, se
les iban adhiriendo infinidad de soldados, incluso regimientos enteros, como
ocurrió el 19 de marzo, cuando el ejército acampado en las afueras de París
para su defensa, se pasó en bloque a las filas napoleónicas.
De
inmediato el rey comprendió que todo estaba perdido y huyó de París hacia
Holanda, albergándose en Gante.
Napoleón y
su fiel Ney entraron triunfantes en la capital del Sena y dio comienzo a lo que
se ha dado en llamar “Imperio de los Cien días”.
Porque eso
fue lo que duró hasta la derrota de Waterloo, donde Napoleón y Ney fueron
hechos prisioneros.
El
emperador fue trasladado a la isla de Santa Elena y Ney juzgado y condenado a
muerte, fue fusilado en el muro trasero del palacio de Luxemburgo, el día 20 de
noviembre de 1815.
Pero antes
de continuar, es preciso hacer un poco de historia sobre este brillante
militar, cuya muerte, como se verá no deja de estar recubierta por un halo
misterioso.
Michel Ney
nació en 1769 en la región fronteriza de Lorena, hijo de un veterano militar
francés reconvertido en tonelero y madre alemana.
Aunque
empezó muy joven a trabajar en el mundo de los licores, cuando tuvo la edad
reglamentaria se alistó en el ejército francés, del que tanto había oído hablar
a su padre y en donde inmediatamente destacó por su inteligencia natural y su
valor y en donde empezó a ser conocido cariñosamente por “El rubicundo” dado el
color sonrosado de su cara. Con veinticinco años ya era capitán y dos años más
tarde, por méritos de guerra, fue ascendido a general de brigada.
Tras el
golpe de estado de Napoleón, al que no conocía personalmente, se coloca
claramente en su contra, pero su esposa, Aglaè Augié, amiga íntima de Hortensia,
hija de Josefina, la primera esposa del futuro emperador, lo convence para que
cambie de bando.
Cuando
ambos militares se conocen, quedan mutuamente impresionados, iniciando una
amistad que duró siempre.
Fue
ministro y mariscal, la más alta graduación militar y así llegó hasta el
momento de su ejecución.
Cuando
tras la derrota de Waterloo los ingleses mandados por el duque de Wellington lo
hacen prisionero, lo entregan al rey de Francia que inicia un juicio contra el
mariscal a resultas del cual es condenado a muerte por traición, llevándose a
cabo la ejecución en presencia del propio Wellington.
Un piquete
de soldados formó frente al muro del Palacio de Luxemburgo, actual sede del
senado francés y según todas las crónicas, disparó al corazón de Ney que cayó
ensangrentado.
Dibujo del fusilamiento del mariscal
Ney
Pero no se
le dio el tiro de gracia, preceptivo en los fusilamientos y su cadáver no fue
mostrado ni tan siquiera a su esposa, recibiendo inmediata sepultura.
No pasó
mucho tiempo cuando empezó a correr un rumor que fue agrandándose hasta
adquirir dimensiones formidables y que hablaba de que el mariscal Ney no había
muerto, sino que vivía bajo otra identidad, en tierras americanas.
Hacia
1819, en Carolina del Sur, una de las trece colonias que se separaron de
Inglaterra, apareció un hombre que se hacía llamar Peter Stewart Ney y cuyo
parecido con el famoso mariscal Ney era sorprendente.
El primero
en dar la voz de aviso fue un marinero llamado Philip Petrie, enrolado en un
buque llamado City of Philadelfia, que dijo haber sido soldado a las órdenes
del mariscal, al que sin ningún lugar a dudas había reconocido como uno de los
pasajeros que zarpando de un puerto al norte de Europa, había llegado al
continente americano, desembarcando en Charleston en el mes de enero de 1816.
Eso sería un par de meses tras su supuesta ejecución.
Curiosamente,
el tal Peter hablaba correctamente alemán, chapurreaba inglés y decía no saber
francés, aunque en numerosas ocasiones, sus convecinos lo habían sorprendido en
librerías y bibliotecas consultando libros escritos en francés.
Es de
señalar que tras la independencia de Inglaterra, Francia y España estuvieron
muy presentes en las nuevas colonias, por lo que el francés era lengua de uso
muy corriente que este ciudadano decía extrañamente no conocer.
Otra
circunstancia que le hacían semejarse al desaparecido mariscal es que Peter era
un experto espadachín que manejaba el sable a la perfección, sobre todo
montando a caballo, actividad que también dominaba.
El
mariscal Ney había servido toda su vida en el regimiento de Húsares, que son
unidades de caballería.
En sus
últimos años había dado clases en un prestigioso colegio de Carolina hasta que
falleció en 1846.
Un detalle
de su personalidad era la afición a la bebida, a la que se entregaba sin mesura
y aunque siempre negaba ser otra cosa que profesor, cuando se encontraba bajo
los efectos del alcohol confesaba a sus más allegados ser el verdadero mariscal
francés.
Pero no es
que solamente dijera eso por alardear es que quienes le escuchaban relataron
que contaba con toda suerte de detalles las batallas en las que había
participado junto a Napoleón e incluso explicaba la razón por la que se había
salvado del fusilamiento, el cual fue un simulacro ideado por el propio duque
de Wellington, con el que aparte el lógico enfrentamiento por pertenecer a
ejércitos en guerra, le unía el estrecho lazo de ser hermanos masones.
Uno de sus
alumnos en el Davidson College, que en realidad es una universidad privada de
Carolina del Norte, manifestó que en el año 1821 llevó a clase un periódico que
publicaba la muerte de Napoleón en la isla de Santa Elena y que al leer la
noticia, el profesor Peter Stewart se desmayó y hubo que llevarlo a la
enfermería, en donde el médico oficial del Colegio le hizo un reconocimiento
general, comprobando que tenía varias heridas en todo el cuerpo, algunas de las
cuales se observaba a simple vista que eran de gravedad y producida por armas
blancas, aunque también observó alguna que parecía producto de metralla o de
fusilería.
Murió con
setenta y siete años, según consta en la placa de bronce de su tumba, que sería
la misma edad que tendría el mariscal.
Lápida de Peter Stewart Ney
Como puede
leerse en la inscripción, se da por sentado que quien yace allí fue un soldado
de la revolución francesa a las órdenes de Napoleón.
Acabada la
época napoleónica, José Bonaparte, que había sido rey de España y de donde
había huido con un considerable tesoro en joyas y piezas de oro, cargo elevado
en la francmasonería, se refugió en los Estados Unidos, desde donde ayudó a
muchos bonapartistas masones, a huir a las colonias americanas.
Uno de
ellos pudo ser el mariscal Ney, porque en toda esta polémica existe un hecho
incontrovertido y es que casi un siglo después, en 1903, concretamente, la
tumba de Ney en el cementerio Père-Lachaise, el más grande de los de París, fue
abierta para trasladar los restos a otro lugar, comprobándose que el ataúd que
debería contener el cuerpo del mariscal estaba vacío.
Es
probable que nunca sepamos la realidad de esta historia que suena más a
novelesca que a realidad, pero unas pruebas caligráficas realizadas
recientemente, sobre escritos indubitados de ambos personajes, arrojan una
coincidencia del ciento por ciento.
Curiosa y hermosa historia
ResponderEliminarUn relato sumamente interesante.
ResponderEliminarÓscar Lobato
Muy interesante y a tenor de los indicios que relatas ,muy posiblemente podría tratarse de la misma persona
ResponderEliminarUna historia posible..
ResponderEliminar