Ramón
Mesonero Romanos es un clásico escritor costumbrista de finales del siglo XIX
que a base de indagar en la historia madrileña y publicar centenares de
artículos y varios libros sobre las costumbres de la capital, fue nombrado y así
se le consideraba, Cronista oficial de la Villa.
Gracias a
él conocemos infinidad de historias, curiosas unas, dolorosas otras y
vergonzosas algunas, sucedidas en la capital del reino a lo largo de siglos.
Una de
ellas, de las más vergonzosas, es la que relata aquelarres en los conventos y los
curiosos amoríos que se daban en las altas clases sociales, en la nobleza y con
más infamia, en la realeza.
Empecemos
por los aquelarres. En la calle de San Roque, una perpendicular a la famosa
Gran Vía madrileña, existía un convento llamado de San Plácido, del que en la
actualidad solo queda la iglesia que estaba integrada en él.
Dicho
convento fue creado allá por 1620 por una mujer perteneciente a una poderosa familia
de la época. Era doña Teresa Valle de la Cerda, descendiente de la famosa
Princesa de Éboli, la cual estaba prometida en matrimonio con otro personaje de
la nobleza española de la época, Jerónimo de Villanueva, protonotario mayor de
Aragón y posteriormente secretario personal y consejero del rey Felipe IV.
Estado actual del Convento de San
Plácido
A pesar de
que ambas familias exultaban de alegría con un enlace tan ventajoso, doña
Teresa, de la noche a la mañana, rompió su compromiso, manifestando su deseo de
profesar hábitos.
Inexplicablemente
el despreciado novio se tomó el asunto con una calma más propia de otras
latitudes y en unión de su ex novia, decidieron la construcción de un convento
en el que Teresa sería la priora y donde podrían buscar cobijo y consuelo
espiritual hijas de buenas familias de la Villa que así lo deseasen.
Con un
capital inicial de veinte mil ducados por cada una de las dos partes,
Villanueva compró unos terrenos aledaños a una finca de su propiedad en la
calle San Roque y se inició la construcción que concluyó unos años más tarde en
un espléndido edificio con iglesia adjunta.
Pero el de
Villanueva no era todo lo conformista que pudiera a simple vista parecer y
desde su finca, lindante con el convento, hasta las entrañas de los sótanos de
éste, hizo construir un pasadizo secreto, quizás con la intención de visitar
privadamente a doña Teresa, o cualquier otra intención, desde luego poco
confesable.
De
inmediato el convento fue recibiendo jóvenes de destacada posición social, integrando
su jerarquía un confesor, el sacerdote Francisco García Calderón, un hombre de
cincuenta y seis años y de oscuro pasado y con el que ocurrirían extrañas
cosas.
Hasta
treinta novicias albergó el convento en poco tiempo y apenas habían pasado unos
años desde su inicio, cuando en todo el barrio que hoy se conoce como de
Malasaña, en el que se ubicaba el convento, se comenzó a hablar de las
misteriosas voces, gritos y otras extrañas circunstancias que se estaba
produciendo en su interior.
Es de
señalar que por aquella época se estaba extendido una herejía en forma de secta
religiosa conocida como los “alumbrados”
o “iluminados”, cuyas raíces se
pierden en el tiempo y que alcanzó gran difusión primero en Alemania y luego se
fue extendiendo a otros países.
Según su
doctrina, el “alumbrado”, ahonda
tanto en su propia esencia que consigue llegar a un extremo de perfección y de
irresponsabilidad que ya el pecado no es pecado, sino un acto de exaltación de
su pureza.
Como casi
todas estas sectas de oscuros orígenes y más oscuros objetivos, la lujuria era
la condición humana que más se desataba y sus reuniones terminaban en orgias
con explosión de delirantes gritos, contorsiones y expresiones.
Supuestamente,
algunas de aquellas novicias encerradas en el convento ya venían de la calle
tocadas por esa semilla de posesión maligna que había de ser curada y desde la
priora, doña Teresa, hasta la casi totalidad de las jóvenes monjas, aceptaban
de buen grado participar en aquellas milagrosas curaciones que el sacerdote,
confesor de todas ellas, practicaba.
Como es
comprensible, aquel director espiritual ejercía una enorme influencia en
aquellas novicias, muchas de ellas casi niñas que encerradas en la clausura, no
veían más que por los ojos del sacerdote. Este malvado personaje, del que no se
llegó a aclarar si era realmente un profeso de la fe de los “alumbrados”, o si era realmente un
pervertido que daba salida a sus más bajas pasiones con aquellas pobres
desdichadas, empezaba por hacerles creer, incluida doña Teresa, que estaban
poseídas por el demonio que se presentaba bajo la forma a la que llamaban el “Peregrino raro”.
Las
manifestaciones externas de aquellas supuestas posesiones eran gritos,
convulsiones, terroríficas visiones y otras que en la actualidad están
descritas en la psiquiatría como episodios de histeria colectiva, pero que en
la época, el médico que examinó a las novicias, no dudó en asegurar que estaban
poseídas por el demonio y que el exorcismo era el único procedimiento a seguir.
Nadie
mejor que el confesor para llevar a la práctica el ritual que realizó sin
respeto a la liturgia que la Iglesia tenía establecida y dio rienda suelta a su
más bajos instintos haciendo que, una a una, las novicias se le fueran
entregando para realizar con ellas los más aberrantes actos sexuales, mientras
las pobre infelices creían que aquellos actos sexuales las estaban librando del
maligno, a la vez que podrían ofrecerle la gloria de engendrar a un nuevo
profeta.
Pero entre
las novicias había unas que ni presentaban sintomatología, ni podían comprender
que aquellas practicas sexuales estuvieran encaminadas a liberar a sus hermanas
del “Peregrino raro” y a través de sus
familias, dieron conocimiento al Santo Oficio que actuó de inmediato sobre el
sacerdote, la priora y veinticinco novicias que fueron trasladados a Toledo a las
cárceles secretas que la Inquisición tenía en la ciudad.
Allí se
obtuvieron las confesiones de todos los implicados y se dictaron las sentencias
que, a pesar de la gravedad de los hechos, no fueron de gran dureza, salvo para
el cura que fue condenado a reclusión permanente. Pero doña Teresa solamente
fue condenada a una reclusión de cuatro años en el convento de Santo Domingo el
Real, de Toledo, tras los cuales pudo regresar a San Plácido continuando de
priora. El resto de las monjas fueron distribuidas por diferentes conventos sin
ninguna otra sanción.
Curiosamente,
tras estos vergonzosos hechos, la priora comenzó a adquirir cierta fama como
adivinadora y potenciada esta dudosa habilidad por su antiguo novio que en
ningún momento desapareció de la escena, aunque si estuvo ajeno a los aberrante
sucesos, la fama de vidente llegó hasta el valido del rey Felipe IV, el Conde
Duque de Olivares, don Gaspar de Guzmán, el cual comenzó a visitar el convento
de San Plácido obsesionado por la falta de heredero que perpetuara su estirpe.
El Conde Duque pintado por Velázquez
En una de
esas visitas, el poderoso valido, por indicaciones de su amigo Villanueva, se
fijó en una joven, sobrina de la priora y de nombre sor Margarita de la Cruz,
la cual había ingresado en el convento por decisión paterna y para apartarla
del masculino asedio a que era sometida debido a su extraordinaria belleza.
El de
Olivares pudo apreciar los encantos físicos de sor Margarita y con la intención
de acrecentar su poder sobre el monarca, conociendo las tendencias sexuales de
éste, le comento las excelencias de la novicia. Poco le falto al rijoso monarca
que en público se mostraba extremadamente religioso, pero en privado era todo
un dechado de vicio y depravación, para querer conocer a la pobre criatura,
para lo cual, Villanueva, valiéndose de su fuerte vínculo con la priora,
preparó una entrevista de ésta con el monarca, so pretexto de que el rey quería
conocer las interioridades del convento, asegurándose que sor Margarita
estuviese presente y el monarca pudiera contemplarla.
Ni que
decir tiene que la belleza de aquella joven trastocó al Austria que de
inmediato no dudó en poner en marcha toda la maquinaria palaciega y valiéndose
de aquel pasadizo secreto que el de Villanueva había construido, penetrar en el
convento para satisfacer sus libidinosos apetitos.
Una
pequeña comitiva en la que iban el rey, el valido y Villanueva, se puso en
marcha una noche cuando ya todo el plan había sido perfeccionado y usando aquel
pasadizo llegaron a los sótanos del convento y desde allí se dirigieron a las
celdas de las monjas conduciendo a un rey al que aquella aventura preocupaba
mucho más que todos los problemas de estado, que a la postre era lo que el
valido pretendía.
Pero al ir
aproximándose a las celdas, empezaron a escuchar cánticos mortuorios, a ver
luces de velas bailando en la oscuridad y un ambiente de tristeza y duelo a la
puerta de una celda en cuyo interior se encontraba la priora y sobre el catre
el cadáver de una monja.
A pesar de
lo subrepticia de la entrada del rey y su cortejo, doña Teresa no pareció
sorprenderse de la extraña presencia a altas horas del la noche y con gran
compostura comunicó a los recién llegados que lo hacían en mal momento, pues
estaban velando el cadáver de sor Margarita, les dijo mostrándoles el ataúd
iluminado por cuatro hachones y en el que reposaba el cuerpo de la novicia.
La
comitiva real se dio la vuelta y sin mediar palabra salieron del convento por
donde mismo habían entrado, pero con mucha más prisa y pánico en el cuerpo.
Solamente
Villanueva sabía lo que se iban a encontrar, pues tras conocer la decisión del
rey de abordar de aquella forma a la monja, urdió con su inseparable Teresa el
plan que ahuyentara al monarca y dejara tranquilo al convento.
Margarita
estaba, naturalmente, viva y viva continuó muchos años en la paz del convento;
el rey encontraría alguna otra joven doncella en la que fijar su libido y el
Conde Duque inició su declive como valido, hasta perder la vida poco tiempo
después.
El rey, en
su “magnanimidad”, quiso compensar al convento por haber sido objeto de sus
desmanes y le regaló un cuadro que actualmente se admira en el Museo del Prado
y que se titula “El Cristo de Velázquez” y un espléndido reloj de carillón.
Aunque el
asunto parece haberse resuelto en la intimidad de un claustro, lo cierto es que
hasta el papa tomó cartas en el asunto, ya que informado por la Inquisición,
quiso saber de lo ocurrido, obligando a un notario real llamado Alfonso de
Paredes que confeccionase un informe y que lo llevase a Roma, pero los
tentáculos del de Olivares hicieron desaparecer a notario y a informe cuando
iba en camino de la Ciudad Eterna.
Interesante artículo.
ResponderEliminarmagnífico, Jossé María. y muy ameno.
ResponderEliminarInteresante y entretenido
ResponderEliminar