viernes, 8 de marzo de 2019

LA EXPEDICIÓN DE BALMIS





A veces empleamos palabras sin preguntarnos sobre su procedencia. Cuando usamos la palabra “vacuno”, sabemos con toda certeza que nos estamos refiriendo a lo relacionado con ese tipo de ganado, pero cuando usamos la misma palabra en femenino: “vacuna”, no nos referimos a la hembra de ese ganado, sino a un producto medicinal empleado en la prevención de enfermedades.
Sin embargo no caemos en la cuenta que ambas palabras se refieren al mismo género de rumiantes: los vacunos.
En 1796 un médico rural inglés llamado Edward Jenner observó que las personas que ordeñaban las vacas, contraían una enfermedad muy similar a la temida viruela, a la que denominó “viruela vacuna”, que tenía una sintomatología leve y no causaba la muerte de ninguno de los afectados, los cuales quedaban inmunizados contra la mortífera enfermedad.
Bueno, en realidad el doctor inglés lo que hizo fue constatar lo que los ganaderos y campesinos le manifestaban y que era algo que ellos habían venido observando desde muchos años atrás. No encontraban explicación científica, pues carecían de la formación necesaria, pero sí que habían detectado que los que ordeñaban aquellas vacas a las que salían unas pústulas en las ubres, solían contraer una enfermedad leve que remitía en pocos días y, curiosamente, cuando llegaban las terribles epidemias de viruela que asolaban las poblaciones hasta producir un treinta por ciento de bajas, aquellos ordeñadores no padecían la enfermedad.
Con criterio médico, el doctor comprobó que en realidad aquellos campesinos se estaban refiriendo a una enfermedad del ganado vacuno llamada “vaccina”, o “viruela de las vacas” y se le ocurrió la idea de emplear la ciencia para hacer lo que la naturaleza hacía con los ordeñadores.
Las pústulas de las ubres transmitían la enfermedad a los ordeñadores y estos quedaban inmunizados. Si fuera posible sintetizar la sustancia que recibían aquellos campesinos e inocularlas a personas fuera del ámbito rural, la protección contra la enfermedad podría ser efectiva en un número de personas mucho mayor. Probó primero con el hijo de su jardinero, al que inoculó en ambos brazos la exudación de las pústulas de  las manos de una ordeñadora. El pequeño sufrió una leve enfermedad, con fiebres y malestar, pero remitió en pocos días y no volvió a sentir ningún síntoma. Esto le impulsó a continuar sus trabajos esperando confrontarlos en la próxima epidemia de viruela.
Así estuvo trabajando durante veinte años, durante los cuales publicó sus trabajos que causaron sensación en el mundo médico de la época, muchos de cuyos representantes se inclinaron rápidamente a poner en práctica la solución de Jenner, a la que pronto se empezó a llamar “vacuna”.
Uno de los médicos mas atraídos  por la nueva aplicación fue un médico español llamado Francisco Javier Balmis, el cual tuvo una excelente idea que lo convirtió en el primer expedicionario sanitario del mundo.
Había nacido en Alicante en 1753 y empezó sus estudios de medicina en el hospital militar de su ciudad, hasta que en 1778 obtuvo el título de cirujano.
Años después se trasladó a las colonias americanas, residiendo en Cuba y Méjico, donde alcanzó cierta notoriedad y enormes conocimientos en enfermedades venéreas y su transmisión.
De vuelta a España, obtuvo el título oficial de médico por la universidad de Toledo, el de mayor rango dentro de la ciencia de la curación y esto le permitió entrar a formar parte del cuadro médico del rey Carlos IV. Es en esa etapa cuando conoce los estudios de Jenner sobre las “vacunas” y decide poner en práctica esa nueva técnica, haciendo una comprobación desalentadora y es que las diferencias de temperatura ambiental, sobre todo el calor, afectaban a la efectividad de las vacunas, haciéndolas completamente inocuas.
Su idea era la de llevar las vacunas hasta las colonias americanas, pero se encontraba con un escollo insalvable como era la alta temperatura de la que se disfrutaba en todas las posesiones españolas.
Pero tuvo una idea excepcional que le convirtió en un hombre único, si bien su estela se ha perdido y en pocos foros se reconoce el verdadero mérito de este hombre, aunque recientemente algunos periódicos de tirada nacional han dedicado sus páginas a difundir la admirables gesta, la cual, por otro lado levantará una polvareda cuando se desentrañe en qué consistía.
La idea no fue otra que llevar “las vacunas vivas” hasta las Américas. Es decir, no llevar frascos con el producto sino a los portadores de ese producto.
Jenner había rascado las pústulas de las manos de las ordeñadoras para inocularlas en personas sanas y Balmis pensó llevar personas inoculadas hasta América y allí obtener el extracto con el que inocular a personas sanas.
El asunto tenía un grave inconveniente, mejor dicho, dos inconvenientes. El primero era que se trataba de un proyecto muy caro que no iba a proporcionar las riquezas que siempre se pretendían de todas las expediciones y que por tanto había que encontrar una forma de financiar y la segunda y no mas desdeñable, era la falta de voluntarios para hacer de portadores voluntarios de la enfermedad, cuyo resultado final era toda una incógnita.
Balmis habló del proyecto con el rey Carlos IV, al que pareció interesarle el mejorar la salud de sus súbditos allende los mares y se prestó a financiar la expedición con su fortuna personal.
La solución al segundo problema lo proporcionó Isabel Zendal Gómez, una enfermera que dirigía el orfanato de La Coruña y a cuya institución estaba confiada la recogida de huérfanos desde muy tempranas edades.
La señora Zendal comprendió perfectamente el proyecto de Balmis y ofreció a sus pupilos como portadores vivos de las vacunas y así, se eligieron veintidós niños desde tres años de edad, cuya vida dependía exclusivamente del orfanato, al carecer de cualquier familiar que pudiera velar por ellos.
En 30 de noviembre de 1803 zarpó del puerto de La Coruña la fragata María Pita, a bordo de la cual iba el doctor Balmis, ayudado por el también médico, el catalán José Salvany, algunos sanitarios más y la enfermera Zendal, al cuidado de los veintidós niños, esos a los que nunca se le preguntó si querían participar en tan arriesgada aventura por partida doble, pues a las penalidades y peligros de la navegación en aquella época, el riesgo que entrañaba servir de envase viviente a la esencia de tan peligrosa enfermedad, no era en punto alguno desdeñable.
El plan era ir inoculando a los niños unos tras otros, sucesivamente, cada nueve o diez días, según el desarrollo de la infección, de manera que cuando el primero desarrollaba la enfermedad leve de viruela vacuna, servía de vehículo transmisor para el siguiente y así, contando con los días que duraba la travesía y los periodos de incubación y desarrollo de la enfermedad, poder llegar al Nuevo Mundo con cepas activas de la enfermedad.
El procedimiento y la ejecución eran realmente novedosos, ingenioso y muy inspirado, porque para lo que hoy hubiera sido necesario un simple frigorífico, en aquel tiempo, incapaces de controlar la temperatura, esa gestión fue encargada a los pequeños portadores de la “Variola virus”, que es quien la produce.

Un grabado de la época de la María Pita saliendo de La Coruña

El primer puerto que tocaron fue Canarias, entonces obligado para coger los favorables vientos que arrastraban las naves hasta América. En el Archipiélago realizaron las primeras inoculaciones en jóvenes isleños que no hubieran padecido la enfermedad, a la vez que se creaba un punto de vacunación en las islas, explicando a los médicos locales cual era el procedimiento, por otro lado sencillo.
Tras el salto a América se inició el mismo procedimiento en el Caribe y más tarde en la llamada Tierra Firme: Venezuela, Colombia, Méjico, Perú, Ecuador, entre otros puntos.
Por todos los lugares aplicaban el mismo protocolo que era no solamente vacunar, sino enseñar la técnica a los médicos del lugar.
La expedición prosiguió su curso y llegó hasta las posesiones del Pacífico: Filipinas, Macao, Cantón, incluso la isla de Santa Elena, en el Golfo de Guinea, donde tocaron puerto a la vuelta del viaje que se convirtió en una auténtica vuelta al mundo.
El regreso a España del doctor Balmis coincidió con la invasión napoleónica y el destronamiento de Carlos IV, por lo que no era momento de rendir homenaje a las personas que valientemente se habían prestado a tan expuesta e incierta aventura.

Busto de Francisco Javier Balmis en Alicante

Balmis se colocó desde el primer momento en una posición muy enfrentada a los invasores lo que motivó que tuviera que huir de Madrid, refugiándose en Cádiz, donde algún tiempo después se le autorizó a volver a las Américas en un nuevo viaje que duró hasta 1814.
La convulsión vivida en aquellos difíciles momentos, unido al saqueo y destrucción total de la casa del médico en Madrid, ha hecho que por una parte, se perdieran importantísimos documentos que guardaba en su biblioteca, así como que su figura pasase desapercibida entre la vorágine del sucesos que cada día se producían en todo el territorio nacional.
Vista la empresa desde la óptica actual, se la considera como la primera expedición con fines humanitarios y sanitarios de todos los tiempos.
Un último detalle es que solamente uno de los niños murió durante el viaje, los otros veintiuno regresaron sanos y salvos.

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