A veces empleamos
palabras sin preguntarnos sobre su procedencia. Cuando usamos la palabra “vacuno”, sabemos con toda certeza que
nos estamos refiriendo a lo relacionado con ese tipo de ganado, pero cuando
usamos la misma palabra en femenino:
“vacuna”, no nos referimos a la hembra de ese ganado, sino a un producto
medicinal empleado en la prevención de enfermedades.
Sin
embargo no caemos en la cuenta que ambas palabras se refieren al mismo género
de rumiantes: los vacunos.
En 1796 un
médico rural inglés llamado Edward Jenner observó que las personas que
ordeñaban las vacas, contraían una enfermedad muy similar a la temida viruela,
a la que denominó “viruela vacuna”,
que tenía una sintomatología leve y no causaba la muerte de ninguno de los
afectados, los cuales quedaban inmunizados contra la mortífera enfermedad.
Bueno, en
realidad el doctor inglés lo que hizo fue constatar lo que los ganaderos y
campesinos le manifestaban y que era algo que ellos habían venido observando
desde muchos años atrás. No encontraban explicación científica, pues carecían
de la formación necesaria, pero sí que habían detectado que los que ordeñaban
aquellas vacas a las que salían unas pústulas en las ubres, solían contraer una
enfermedad leve que remitía en pocos días y, curiosamente, cuando llegaban las
terribles epidemias de viruela que asolaban las poblaciones hasta producir un
treinta por ciento de bajas, aquellos ordeñadores no padecían la enfermedad.
Con
criterio médico, el doctor comprobó que en realidad aquellos campesinos se
estaban refiriendo a una enfermedad del ganado vacuno llamada “vaccina”, o “viruela de las vacas” y se le ocurrió la idea de emplear la
ciencia para hacer lo que la naturaleza hacía con los ordeñadores.
Las
pústulas de las ubres transmitían la enfermedad a los ordeñadores y estos
quedaban inmunizados. Si fuera posible sintetizar la sustancia que recibían
aquellos campesinos e inocularlas a personas fuera del ámbito rural, la
protección contra la enfermedad podría ser efectiva en un número de personas
mucho mayor. Probó primero con el hijo de su jardinero, al que inoculó en ambos
brazos la exudación de las pústulas de
las manos de una ordeñadora. El pequeño sufrió una leve enfermedad, con
fiebres y malestar, pero remitió en pocos días y no volvió a sentir ningún
síntoma. Esto le impulsó a continuar sus trabajos esperando confrontarlos en la
próxima epidemia de viruela.
Así estuvo
trabajando durante veinte años, durante los cuales publicó sus trabajos que
causaron sensación en el mundo médico de la época, muchos de cuyos
representantes se inclinaron rápidamente a poner en práctica la solución de
Jenner, a la que pronto se empezó a llamar “vacuna”.
Uno de los
médicos mas atraídos por la nueva
aplicación fue un médico español llamado Francisco Javier Balmis, el cual tuvo
una excelente idea que lo convirtió en el primer expedicionario sanitario del
mundo.
Había
nacido en Alicante en 1753 y empezó sus estudios de medicina en el hospital
militar de su ciudad, hasta que en 1778 obtuvo el título de cirujano.
Años
después se trasladó a las colonias americanas, residiendo en Cuba y Méjico,
donde alcanzó cierta notoriedad y enormes conocimientos en enfermedades venéreas
y su transmisión.
De vuelta
a España, obtuvo el título oficial de médico por la universidad de Toledo, el
de mayor rango dentro de la ciencia de la curación y esto le permitió entrar a
formar parte del cuadro médico del rey Carlos IV. Es en esa etapa cuando conoce
los estudios de Jenner sobre las “vacunas”
y decide poner en práctica esa nueva técnica, haciendo una comprobación
desalentadora y es que las diferencias de temperatura ambiental, sobre todo el
calor, afectaban a la efectividad de las vacunas, haciéndolas completamente
inocuas.
Su idea
era la de llevar las vacunas hasta las colonias americanas, pero se encontraba
con un escollo insalvable como era la alta temperatura de la que se disfrutaba
en todas las posesiones españolas.
Pero tuvo
una idea excepcional que le convirtió en un hombre único, si bien su estela se
ha perdido y en pocos foros se reconoce el verdadero mérito de este hombre,
aunque recientemente algunos periódicos de tirada nacional han dedicado sus
páginas a difundir la admirables gesta, la cual, por otro lado levantará una
polvareda cuando se desentrañe en qué consistía.
La idea no
fue otra que llevar “las vacunas vivas” hasta las Américas. Es decir, no llevar
frascos con el producto sino a los portadores de ese producto.
Jenner
había rascado las pústulas de las manos de las ordeñadoras para inocularlas en
personas sanas y Balmis pensó llevar personas inoculadas hasta América y allí
obtener el extracto con el que inocular a personas sanas.
El asunto
tenía un grave inconveniente, mejor dicho, dos inconvenientes. El primero era
que se trataba de un proyecto muy caro que no iba a proporcionar las riquezas
que siempre se pretendían de todas las expediciones y que por tanto había que
encontrar una forma de financiar y la segunda y no mas desdeñable, era la falta
de voluntarios para hacer de portadores voluntarios de la enfermedad, cuyo
resultado final era toda una incógnita.
Balmis
habló del proyecto con el rey Carlos IV, al que pareció interesarle el mejorar
la salud de sus súbditos allende los mares y se prestó a financiar la
expedición con su fortuna personal.
La
solución al segundo problema lo proporcionó Isabel Zendal Gómez, una enfermera
que dirigía el orfanato de La Coruña y a cuya institución estaba confiada la
recogida de huérfanos desde muy tempranas edades.
La señora
Zendal comprendió perfectamente el proyecto de Balmis y ofreció a sus pupilos
como portadores vivos de las vacunas y así, se eligieron veintidós niños desde
tres años de edad, cuya vida dependía exclusivamente del orfanato, al carecer
de cualquier familiar que pudiera velar por ellos.
En 30 de
noviembre de 1803 zarpó del puerto de La Coruña la fragata María Pita, a bordo
de la cual iba el doctor Balmis, ayudado por el también médico, el catalán José
Salvany, algunos sanitarios más y la enfermera Zendal, al cuidado de los
veintidós niños, esos a los que nunca se le preguntó si querían participar en
tan arriesgada aventura por partida doble, pues a las penalidades y peligros de
la navegación en aquella época, el riesgo que entrañaba servir de envase
viviente a la esencia de tan peligrosa enfermedad, no era en punto alguno
desdeñable.
El plan
era ir inoculando a los niños unos tras otros, sucesivamente, cada nueve o diez
días, según el desarrollo de la infección, de manera que cuando el primero
desarrollaba la enfermedad leve de viruela vacuna, servía de vehículo
transmisor para el siguiente y así, contando con los días que duraba la
travesía y los periodos de incubación y desarrollo de la enfermedad, poder
llegar al Nuevo Mundo con cepas activas de la enfermedad.
El
procedimiento y la ejecución eran realmente novedosos, ingenioso y muy
inspirado, porque para lo que hoy hubiera sido necesario un simple frigorífico,
en aquel tiempo, incapaces de controlar la temperatura, esa gestión fue
encargada a los pequeños portadores de la “Variola
virus”, que es quien la produce.
Un grabado de la época de la María
Pita saliendo de La Coruña
El primer
puerto que tocaron fue Canarias, entonces obligado para coger los favorables
vientos que arrastraban las naves hasta América. En el Archipiélago realizaron
las primeras inoculaciones en jóvenes isleños que no hubieran padecido la
enfermedad, a la vez que se creaba un punto de vacunación en las islas,
explicando a los médicos locales cual era el procedimiento, por otro lado
sencillo.
Tras el
salto a América se inició el mismo procedimiento en el Caribe y más tarde en la
llamada Tierra Firme: Venezuela, Colombia, Méjico, Perú, Ecuador, entre otros
puntos.
Por todos
los lugares aplicaban el mismo protocolo que era no solamente vacunar, sino
enseñar la técnica a los médicos del lugar.
La
expedición prosiguió su curso y llegó hasta las posesiones del Pacífico:
Filipinas, Macao, Cantón, incluso la isla de Santa Elena, en el Golfo de
Guinea, donde tocaron puerto a la vuelta del viaje que se convirtió en una auténtica
vuelta al mundo.
El regreso
a España del doctor Balmis coincidió con la invasión napoleónica y el
destronamiento de Carlos IV, por lo que no era momento de rendir homenaje a las
personas que valientemente se habían prestado a tan expuesta e incierta
aventura.
Busto de Francisco Javier Balmis en
Alicante
Balmis se
colocó desde el primer momento en una posición muy enfrentada a los invasores
lo que motivó que tuviera que huir de Madrid, refugiándose en Cádiz, donde
algún tiempo después se le autorizó a volver a las Américas en un nuevo viaje
que duró hasta 1814.
La
convulsión vivida en aquellos difíciles momentos, unido al saqueo y destrucción
total de la casa del médico en Madrid, ha hecho que por una parte, se perdieran
importantísimos documentos que guardaba en su biblioteca, así como que su
figura pasase desapercibida entre la vorágine del sucesos que cada día se
producían en todo el territorio nacional.
Vista la empresa
desde la óptica actual, se la considera como la primera expedición con fines
humanitarios y sanitarios de todos los tiempos.
Un último
detalle es que solamente uno de los niños murió durante el viaje, los otros
veintiuno regresaron sanos y salvos.
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